Me imagino al sefardí Baruch de Spinoza,
tras el cherem, puliendo lentes en su
casa de La Haya, y, a seguido, con la misma atención aplomada, de orfebre, en
la suya de Barcelona, a José Ángel Cilleruelo tallando una de sus prosas
aquilatadas, ajustándola para que sea un mecanismo de relojería literaria
impecable.
Abren Añil –el título procede de la cita de un verso del ‘contemporáneo’
José Gorostiza– once imágenes que responden a “la mirada del acuarelista”, así
el regreso a una casa abandonada, amortajada en medio de un pinar, un cine de
verano en mitad del yermo, el movimiento de unas barcas a capricho del oleaje,
la vida aparte de las viejas alcobas de antaño, un mapa cuarteado por el uso
que tiene marcados con rayas itinerarios imposible de reconstruir, un globo
rojo cuya cuerda se le escurre a un niño, el final de una tarde tranquila
cualquiera con sus rastros singulares…
La parte central, en su doble sentido,
es también un rimero, en este caso amplio, pues su extensión es mayor que la de
las otras dos juntas, de prosas de a cien palabras con imagen de partida en
expansión, normalmente metafórica y hacia lo definitorio, tal piedra sobre la
superficie de un estanque. Con títulos inescrutables, constituyen una reunión,
“una vitrina de sensaciones”, de percepciones alrededor de objetos, paisajes,
conceptos, sentimientos, sustancias, aromas, animales, lugares, los poemas, las
propias palabras, incluso el silencio. Remiten en su conjunto, no encuentro
ahora mejor aproximación, a aquella tesis de Emmanuel Lévinas en De l´existence à l´existant, según la
cual la sensación nos sitúa y mantiene en un terreno de nadie entre lo de fuera
y lo dentro, que aislado no puede decirse que sea lo externo ni lo interno
propiamente, sino una materia nueva, lo que consideraba más o menos el rumor
informe e impersonal del ser. La captación de las formas sería una especie de
guía para transustanciar ese rumor.
Como de costumbre, en su línea de
juegos verbales numéricos, pues ya con anterioridad, hace una década, nos había
ofrecido en otra vitrina, aquella de charcos, con “Baúl de voluntades”,
“Maletín de paisajista”, dos “Naturalezas muertas”, “Vida de ciudad” y “Chanson d´amour”, y hace un lustro en Becqueriana –por citar dos títulos de
prosodia semejante entre otros donde se ha obligado a restricciones diversas–, textos
compuestos a buril con cien palabras justas, la imposición formal funciona como
acicate, como si esa dificultad añadida espolease al poeta, a la manera de las
cortapisas oulipistas. De tal modo que nos encontramos con poemas en prosa como
envasados al vacío, que conservan intactas sus propiedades digamos
contemplativas de origen, hasta cuajar con una serenidad en la mirada y, en
consecuencia, en la expresión, ciertamente envidiables. Ni una de las frases
así cinceladas, ni un vocablo, desentonan, todo encaja en lo pensado u
observado, pese al sometimiento al artificio aritmético, con una naturalidad
pasmosa.
Completan el volumen unos apuntamientos
del período de confinamiento duro de la primavera pasada. Comienzan el 22 de
marzo, en el momento más angustioso de la primera ola, que entonces parecía
única, de la pandemia. En realidad, como las prosas poéticas, son síntesis y
extracto, da la impresión, de un Diario
de confinamiento, que esperemos publique entero y exento, iniciado ocho
días antes, al decretarse el estado de alarma. Sólo se consignan, con sus
títulos correspondientes, cuatro entradas del terrible marzo, seis de abril,
una de mayo a finales de la reclusión y una última de principios de agosto, más
bien exegética: ya han aparecido algunos diarios de esos meses de presente
continuo, de tiempo empozado –“Quieto presente” ha titulado la sección, pese a
la certera advertencia, que recoge, de Blaise Pascal: “Jamás nos atenemos al
tiempo presente”–, caso de La vida en
suspenso de Jordi Doce, de momento uno de los más emblemáticos sobre el asunto,
y por eso, con la debida distancia, comenta la naturaleza y rasgos del
subgénero diarístico tras leer El
culpable de George Bataille.
Escrito
en tinta malva en un cuaderno made in India, en el diario condensado de aquel
tiempo de extrañeza, angustia y malestar se nos van revelando las “realidades
agazapadas”, como las de los trinos de los pájaros, dentro de la nueva
“realidad contagiada” a su vez conocida a través de la “realidad interina” de
los mass-media, todo ello en contraste, como es natural en Cilleruelo, con las
referencias literarias, tal vez consoladoras: “La pantera” de Rilke, Viaje alrededor de mi habitación, de
Xavier de Maistre o la inigualable Emily Dickinson, “la confinada por voluntad
propia”. Además del detallismo sobre “la vida cenobita” asistimos a las derivas
filosóficas o ficticias propiciadas por el enclaustramiento: la reflexión,
clave de gran parte de su obra, en torno a los vínculos entre el tiempo y el
espacio, un interludio fílmico-distópico o una meditación durante el Viernes
Santo a modo de “epifanía bibliófila” con sorprendente flashback. Merece
destacarse un largo, espléndido excurso pictórico sobre el dinamismo inherente
al cuadro a partir del “secreto de los durmientes”, que saben más, al cabo, del
confinamiento, muchos siglos avant la
lettre, que quienes lo sufrimos e incluso que quienes nos lo han contado.
No es el caso de Cilleruelo, de su escritura en cualquier género literario
siempre se disfruta y aprende mucho.
Fermín Herrero
[Clarín nº 154. Julio-agosto, 2021]