El río


/1

La corriente ata un lazo en torno al pilar del puente al pasar. Argollas que los alpinistas abandonan en la pared del pico que escalan. El flotador que olvida en la arena el niño que ha aprendido a nadar. Pienso en los círculos que la memoria no retiene. El globo que se suelta de la mano para ver cómo se aleja hacia lo alto, arrastrado por la brisa. De repente me he puesto a buscarlo, allí donde podría haber caído. Entre la maleza de algún descampado o sobre la aspereza del asfalto en cualquier avenida de salida de la ciudad.

/2

Junto al estrépito de las aguas bajan desde las montañas, arrastrados por la corriente, también algunos silencios. Se acodan a mi lado en la baranda donde contemplo el río. Y sin que me dé cuenta, me han despeinado. Mentiría si digo que trato de escucharlos. Sé que me rondan, se adensan o diluyen, según, no soy capaz de establecer las reglas que cumplen. Quisiera que continuaran hacia el estuario y si entonces se remansan, con quedarme en el puente y dejar que la melodía me arrulle me bastaría. Bajan con lo que se pierde, pero no dudan, se quedan conmigo.

/3

Has perdido tu color, río, te digo desde lo alto del paseo sin esperar ninguna respuesta, y tal vez por esta certidumbre, continúo echándote en cara la opacidad con la que transitan tus aguas. Las veo tan distintas al cauce donde me bañaba de niño, en una pequeña playa, muy cerca de un terreno de ribera que pertenecía a mi abuelo. Solo nos daban miedo las pozas, recodos donde la corriente se remolinaba con violencia y era capaz de tragarse un árbol. Y sin esperarla, escucho tu respuesta en cuanto me descuido: Tu cabello, entonces, era mucho más oscuro, ¿no?

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La soledad de donde procedo un día me abandonó en el lecho de un arroyo seco. Fue una tarde antigua, lo recuerdo por el estilo de las columnas que sostenían las nubes en el cielo. Me había deslizado hasta lo profundo del cauce en busca de un sentido para lo que me proponía describir. Y al encontrarlo, allí agazapado entre unas piedras que tuve que remover, inmediatamente imaginé a cuántos podría interesar mi hallazgo. Con qué sonrisa de satisfacción aquella multitud recibiría mi descubrimiento. Salí del pozo y ya no la vi. Y no supe cómo proceder ante tanta compañía.

/5

—Hoy atraviesas un puente. 
—¿Por debajo o por encima? 
—Aquí el único que lo cruza por debajo soy yo, no trates de confundirme. 
—Has empezado tú. 
—Claro, no es mi aniversario. Vivo cruzando puentes constantemente. Pero este es solo para ti. 
—No me lo recuerdes. 
—Vaya, ¿y a dónde dices que va el camino al otro lado? 
—Al mismo sitio que tú. Al mar. 
—Te gustan las metáforas, ¿eh? 
—Esta es antigua. 
—¿Y qué? ¿Qué piensas? ¿Último puente? 
—Cuando se seque el cauce podré cruzarlo por debajo, como tú. 
—No fantasees. 
—Mientras tú fluyas, yo tranquilo, encima todo es puente.

/6

Desde aquí no hay vistas sobre los tejados de las casas, pero los imagino ondulados, como un muchachote recién peinado por su madre. Tampoco consigo ver las chimeneas que escriben en el efímero papel de la luz durante las tardes de invierno. De todo me hago una idea, sin embargo. Es mi manera de contemplar lo que no se me muestra. Miro los álamos alineados en la ribera y presiento en su quietud la torre de la iglesia y el mirador del palacio. En realidad, qué poco importa lo que vea o deje de ver, si el contarlo es desvariar.

/7

Tantas veces como he soñado convertirme en el pilar que sostiene el arco de medio punto por donde transcurre el puente, sobre todo en días de ventisca, ninguna me ha hermanado ni un ápice con la piedra. Mejor así, me consuelo, porque de ser pilar soñaría con transformarme en transeúnte y ver qué hay más allá, en la plaza, donde me han dicho que montan puestos de alimentos en días de mercado. Es algo que podría hacer ahora, sin que me costara demasiado. Cuantos cruzan el puente no van a otra parte. El único fiel a su sueño soy yo.

Primer libro de odas


(1)

Ah el tiempo en el que los cuerpos iban envueltos en túnicas que el viento alborotaba y las canciones expandían los secretos. Para ir al teatro bastaba con calzarse las sandalias y atar su lazo en lo alto de la pantorrilla. La escuela era un patio con un olivo y una fuente que administraba los silencios. Lo que valía la pena ser leído se enroscaba y era fácil transportarlo en una mano si la tarde era benigna. La playa era un lugar solitario donde al oscurecer, entre las dunas, la vegetación exhalaba suspiros. Una oda era el compendio del mundo.

(2)


Los nombres de aquellos que un día se marcharon solos al amanecer, con un hatillo al hombro y poca comida dentro, los seguimos recordando, pronunciándolos en cualquier conversación, hasta que empiezan a desgastarse, igual que ocurre con sus rostros, o se confunden con los de quienes habían partido antes y ya no conseguíamos distinguir unos de otros. Pero algo en la memoria los mantiene ahí, a pesar de los años, y si un día, en una calle, alguien se cruza con un mozalbete de ciudad y le mira a los ojos, sabe quién es el padre y cuándo se fue.

(3)


Pintor paisajista, el río se sienta en la silla de tijera de su cauce, la paleta en una mano y el pincel en la otra, a retratar cuanto permanece inmóvil a su alrededor. La arboleda, el puente de piedra, las nubes ociosas en los días de sol. Elige los colores en el repertorio de la primavera. Los unta con cuidado y al extenderlos sobre el lienzo jaspeado de su corriente le colma la búsqueda de plenitud. Hay quien piensa que es un espejismo, una forma de engañarse. Que siempre algo acaba por irse. O él o el día. Yo no.

(4)


Al pueblo solo de vez en cuando se acercaba algún automóvil. El autobús de línea y el camión de reparto venían a su hora el día que tocaba. Desde el mirador no costaba adivinar cada una de las visitas por la polvareda que levantaban en el camino de ascenso. La de los vehículos más veloces, aunque fueran más pequeños, era mayor que la de los grandes. La llegada de algún forastero despertaba la intriga de los vecinos y en el desconocimiento prendían las conjeturas. Las de los demás. Las mías se desataban cuando la arena permanecía intacta en el suelo.

(5)


De las tardes de aquellos sábados de bonanza en el espigón prefiero no acordarme. Nos sentábamos en las sillas plegables. Las olas se aproximaban a las rocas algo tímidas, pero con constancia. A veces me asustaba que rebotaran entre dos piedras y el sonido se alzara desde algún agujero como un eco que llegaba de lejos. La caña, erguida, permanecía impasible la mayor parte del tiempo, que daba la impresión de no existir. O al menos hasta el latigazo enloquecido del carrete. Que hubieran picado era el acontecimiento. Un resorte repentino nos sacudía. Chillaba. A eso lo llamábamos ser felices.

(6)


Ahora no negaré que durante toda mi adolescencia fantaseara, desde que una novia de mi hermano mayor me pusiera al día, con el lugar propicio donde aquello tan trascendente iba a acontecer. Aunque fueran muchas las posibilidades imaginadas entonces, y que ahora habré ya olvidado, lo cierto es que nunca me detuve a soñar que ocurriera donde pasó. Habíamos quedado los dos solos a una hora determinada en el parque, junto a la vieja muralla. Llegué antes y por bromear me escondí en un recoveco que forma el muro junto a la torre. Y allí apareció él, encantado de encontrarme.

(7)


Veo ponerse el sol, cuando no hay nubes, detrás de las montañas y aunque vaya atareada, como una niña pequeña me quedo pasmada contemplándolo. Una bola de fuego que se esconde para que no la encuentre. Un lingote de metal candente que se enfría igual que la sopa que no quería comer. Sin tener sentimientos religiosos, mirarlo así detenida en mitad de la calle, con esa profusión de reflejos y colores por el cielo, quizá sea una forma de rezar. Hace siglos que el sol no es un dios, pero pienso en mis padres fallecidos y continúa siendo una metáfora.

CITA


*

Cada maceta en el patio es una cita del jardín que no existe en la ciudad. Un breviario idéntico al que el viejo párroco tenía a mano para resolver cualquier disputa de fe. También la belleza ejerce su doctrina en las miradas y los campos silvestres, allí donde no los cultivan, su metafísica. Así, del gran poema épico solo permanece, con suerte, un par de versos en la memoria, que repiten quienes nunca los leyeron en el original. Cualquier flor o fruta evoca el vergel donde se sueña la vida, sin creérselo del todo, solo como quien entona una canción.

**

No hay peor error que el de confundir una cita con una historia. Ni se parece a un capítulo. Tampoco posee la arrogancia de un fragmento. Es un contenido que no implica nada. Sin compromiso el amor actúa como un rito sin creencia. Mejor practicarlo al modo de los hombres de mi familia, que nada más salir el cura, se deslizaban hacia la puerta de la iglesia y enseguida encendían un cigarrillo. Quizá de este modo se excusaban ante lo invisible. Es lo mismo que practican las palabras en una cita, salen a fumar cuando se les exige un significado.

***

Nada hay que tema más el extraño que una citación. Conoce la lengua que se habla, pero nunca consigue entender qué le dicen las frases que lee. Le recuerda los crípticos mensajes del evangelio, una cadena de parábolas que solo comprende el oficiante, aunque luego, al explicarlo en la homilía, tampoco aclare nada. Esta incertidumbre lo convierte, sin embargo, en más atento a cuanto ocurre a su alrededor y en más despierto ante las singularidades del lugar que dice que le acoge, no porque le acoja, sino porque no le queda más remedio que engañarse continuamente para evitar los requerimientos.

****

Qué difícil resulta destrenzar el silencio que emana de la pared y de los muros. Ni siquiera un furtivo dibujo consigue moldear un pensamiento diferente. Y, sin embargo, con qué sencillez se impone el lodo de la rutina y hasta parece que dé lo mismo un grito que una canción. La que cantábamos en el coro, de niños, los domingos. Repeinados, aromas de colonia a granel, corbatas con elástico, mano quieta sobre una mancha de helado en la chaqueta para que no lo viera el coadjutor que lo dirige. Qué oscuridad en medio del claro día que la mirada contempla.

*****

No hay pesetas que basten para sufragar una trova que alcanza el corazón y se aloja en la memoria junto al acto penitencial, el credo, el padrenuestro o la plegaria eucarística. Pero qué feo sería pagar por unos versos por sentirse poseedor de la belleza. Si algún día lograra escribirlos yo, con mi torpeza habitual para todo lo que se considere estudios, difícilmente existiría otra razón para hacerme tan feliz. En ocasiones, mientras arreglo con las manos un desajuste mecánico o engarzo las piezas de un engranaje, me quedo pensativo. Ah, si aquellos metales sueltos fueran palabras en una frase.

José Manuel Benítez Ariza, en Cao Cultura



La imaginación como actitud
José Manuel Benítez Ariza

AFORISTAS sobre «Ventana ciega»

Lúcidos brotes líricos: Ventana ciega


José Ángel Cilleruelo
Ventana ciega
Mixtura, Barcelona, 2024
84 págs.


José Ángel Cilleruelo es uno de los escritores que ha mostrado en los últimos años un compromiso más firme y exigente con el género más breve (se le llame aforismo, apunte, nota, fragmento o como se quiera). Aunque hasta ahora solo contaba en su haber con un único libro, Lunáticos, lo cierto es que de manera puntual (como un reloj) ha venido publicando en su blog una entrega de sus más recientes creaciones en este ámbito, además de incluirlos en las sucesivas entregas de sus diarios editados, presentándose así -frente a advenedizos, oportunistas y pelotaris de diverso pelaje- como un auténtico militante del mismo.

No es Cilleruelo un autor que se permita ni la más mínima licencia ni concesión a la tan concurrida galería aforística. Son las suyas unas frases concentradas, lúcidas, atentas al brillo que desprenden los objetos y sus colisiones con una subjetividad siempre arrobada ante el milagro del mundo. En su dicción extática, se rebasa el ensimismamiento aparente de la expresión con la apertura generosa a las percepciones: de este modo, el dique que separa, en la existencia común, lo interior y lo exterior, cae abatido por la impregnación de una entrega total a lo sensible (que, por serlo, parece ocultar un aura espiritual deseando ser revelada).

Las virtudes heurísticas del aforismo encuentran en Cilleruelo a un devoto practicante. Por ello es de celebrar que la editorial Mixtura -un sello de intachable trayectoria y probada calidad- haya decidido dar a luz esta Ventana ciega, donde el autor vuelve a dar muestra de su admirable congruencia poética, la cual nunca resulta previsible ni rutinaria. De hecho, cada nuevo apunte supone la constatación de una verdadera epifanía de lo real (no de los conceptos de lo real), de su brotar ante una conciencia pendiente, agradecida y servicial, descorriendo las cortinas que opacan nuestra mirada para permitirnos captar, en su pureza, cada nueva experiencia del sujeto en el fluir del tiempo. 

Ello no obsta para que el autor deje de consignar, de manera ocasional, las reflexiones que le asaltan, pero nunca obedece a un prurito intelectualista, sino a la lealtad del autor para con lo que le acaece, ya sea una sensación o, por qué no, una idea. Y es que las ideas no dejan de ser las sensaciones con que nuestro pensamiento se reconoce a sí mismo como un ente genuinamente vivo.

El saldo final es altamente satisfactorio. Cilleruelo es un valor seguro para el aforismo que vuela alto sin dejar de permanecer fiel al pálpito de la vida. Leer su libro implica embarcarse en un viaje que, a buen seguro, nos deparará, no solo una sucesión de hallazgos afortunados, sino una nueva ocasión para recordar -por si lo hubiéramos olvidado- que no hemos nacido únicamente para comer, trabajar, divertirnos y dormir, sino, por encima de todo, para prestar la máxima atención a todos y cada uno de los instantes que componen la textura de los días, pues es en ellos donde reside la penúltima esperanza de redención para un mundo de donde los dioses parecen haberse ausentado (quién sabe si para siempre).


En el interior de una nube. Donde vives lo mismo que han vivido.

*

El punzón que araña el papel crea los significados que no están.

*

El camino de regreso debe ser también un camino de ida.

*

No recuerdo lo que pensé entonces, pero sí dónde.

*

A veces se han quedado cerradas las puertas que se dejan abiertas.

*

La flor de la acacia alfombra la senda. Hay que pasar de puntillas.

*

La algarabía de alas que se desata nada más abrir la puerta del campanario.


Revista AFORISTAS 5

Aforismos del unicornio


1

Las razones de la existencia de lo que no existe emanan de la propia experiencia del tiempo y de la condena a la inexistencia, antes o después, de cuanto ha existido. A partir de esta evidencia es posible distinguir algunas pautas extrañas con las que el pensamiento ordena la realidad de un modo diferente a como había acontecido. La primera es la intrincada frontera, en cualquier hecho pasado, entre lo que ocurrió y lo que nunca pasó de tal modo. En consecuencia, la proyección hacia el presente de lo que ha existido se mezcla con lo que no tuvo existencia.

2


Cuanto ha ocurrido se conserva atravesado por una lacerante contradicción, difícil de desentrañar. Por una parte, cualquier suceso, feliz o adverso, por el hecho de haber existido ya puede repetirse en otro presente. Pero al mismo tiempo se ve sometido a una estricta ley que impide de modo absoluto su repetición. Así, en el caso de una guerra, los errores que desembocaron en el conflicto amenazan con reiterarse, pero los muertos nunca serán los mismos que en las contiendas anteriores. Para el caso de un hecho cuya repetición se desee, la vivencia será diferente a la recordada. Incluso, quizá, opuesta.

3


Una de las virtudes de lo inexistente es la ausencia de contradicción en su esencia. El no haber acontecido nunca le libra de la imposible posibilidad de una repetición. Puede ser convocada innumerable ocasiones, y siempre se vivirá de la misma forma y siempre parecerá diferente. Al no ocurrir, permanece inalterada como potencia. Tampoco le afectan los olvidos, ni las recreaciones, ni las dudas que contraen o extienden todo aquello que tuvo realidad. Por no haber existido mantienen vírgenes sus opciones de duración. Sus cualidades simbólicas, a diferencia de lo que perece, exhiben ingenuas su firme candidatura a lo eterno.

4


Lo existente naufraga continuamente en el sinsentido que lo sustenta. La condena a la desaparición impide que fructifique una idea sobre lo que acontece. Resulta demasiado frágil, por su entrega al tiempo, ante cualquier propósito. La inexistencia, sin embargo, proporciona un orden y un significado a lo que existe. Un fin, si es eso lo que se persigue; una razón, si se necesitan razones; una trascendencia, en suma, que anule la deflagración constante de lo que acontece. Las nociones sobre lo que existe se construyen encima de inexistencias capaces de dotar de sólido sentido a lo que no lo tiene.

5


Los animales que no existen heredan de los que existen todas sus carencias simbólicas. Son sus insuficiencias las que conforman el atractivo de su morfología. Su animalidad olvidada cifra el mensaje inteligente que nunca ha creado la naturaleza. Su zoología traza el camino del abandono hacia los campos de la religión y de la filosofía. Son los animales que no existen indemnes a la evolución y al maltrato. Brillan en el cielo de la tarde desde lo alto de los obeliscos. Iluminan la mirada de quienes malviven insatisfechos por las carencias. Rubrican un sueño que, de existir, perdería su magia.

FUGAS


/ 01



Nunca irradia tanta blancura la cebolla como cuando el hortelano la arranca del caballón donde está plantada y, tras quitarle la tierra golpeándola contra la pernera de su pantalón, la observa con una sonrisa en los labios y ojos de enamorado. Luego la deja caer en el cesto, junto a las otras, y su mirada absorta no oculta que la atraviesa un pensamiento difícil de determinar. O tal vez sea el estribillo de una canción sin excesiva pureza: Nunca avanzarás solo en el camino. Los pájaros ya emprenden vuelo, ronroneo de insectos, temblor de hojas en el limonero. Otra cebolla.

/ 02


En el espacio cerrado de un silencio prendió aquel significado que el estudiante de filología y comunicación se entretenía desentrañándolo a ratos, mientras aguardaba a que se encendiera el viejo ordenador que el departamento había puesto a disposición de los becarios. No le preocupaba desconocer su contenido. Tenía artículos por leer, a montones, y aplicaciones que rellenar durante horas sobre el uso al que destinaba su horario. Los otros conceptos que aparecían aquí o allá los resolvía con un mero golpe de buscador. Todo parecía hablarle con claridad desde sus resúmenes, menos aquel instante en el que había permanecido callado.
/>
/ 03



El conductor del último tranvía que circuló por la ciudad, el día en el que había previsto el ayuntamiento la finalización del servicio, fue elegido por ser el más joven de la plantilla. Una mitad del consejo de administración opinaba que debía ser el de mayor edad, para sugerir el envejecimiento natural del medio de transporte. La otra mitad discrepaba pensando en los reportajes fotográficos en la prensa al día siguiente. Al final triunfó este criterio. Un guapo conductor fulguró en un viejo tranvía, idéntico al que me había subido mi padre cuando me llevó por primera vez al cine.

/ 04



Las virtudes de la somnolencia es el secreto mejor guardado por los vigilantes de seguridad nocturnos. En el abandono de las instalaciones, en los corredores vacíos, en las puertas cerradas, en la práctica ritual del silencio encuentran un sentido que el resto de empleados —habituados al ruido y al desorden— ni se imagina. Leen de un libro solo las páginas en blanco que deja por cortesía el editor. Y las comprenden. Hasta tal punto que cualquier raya o muesca del volumen solo su lectura es capaz de interpretarla. Son veladores de la nada, incluso cuando se les cierran los ojos.

/ 05



Coincidí en un bar nocturno con una fiesta de bibliotecarios que celebraban la jubilación de uno. Me uní al grupo porque, por edad, conocía todas las canciones que coreaban a voz en grito, al mismo tiempo que despejaban las jarras de cerveza a una velocidad que causaba vértigo. No aclaré demasiados conceptos sobre su oficio aquella noche, porque a las preguntas que planteaba respondían todos a la vez con argumentos diferentes, a raíz de los cuales iniciaban intrincadas disputas verbales. Cuando apagaron las luces para echarnos, el que se jubilaba me confesó, cabizbajo, que ahora solo le temía al silencio.

/ 06



En los anales policiales se le recuerda como inventor de un sistema de interrogatorio a detenidos que obtenía un cincuenta por ciento más de confesiones que los métodos habituales. Desarrolló un retorcimiento sistemático de las preguntas sobre el delito que dejaba al acusado con escasas opciones de responder mediante evasivas. Se le denominaba en los tratados el método salomónico; título que a él siempre le molestó porque ni se llamaba Salomón ni conocía a nadie con ese nombre. Cuando asuntos internos se hizo cargo de su caso, tiempo después, lo que peor llevaba era la ineptitud inquisitiva de los inspectores.

/ 07



En mitad del erial, que cualquiera llamaría desierto, encuentro dos columnas de hormigón que no llegaron a sostener techumbre alguna. Ladrillos por el suelo, entre los que crecen matorrales, y un saco petrificado de cemento. Restos que con el tiempo han adquirido el mismo color parduzco de la tierra y de la vegetación reseca. Me siento sobre mi mochila, entre las columnas tal vez levantadas para sostener el pequeño porche de una casa soñada, y observo con qué parsimonia la nada se extiende alrededor. Un lugar ideal para contemplarla. Maleza, piedras, ondulaciones, insectos, silencio. No poder construir aquí la mía.

/ 08



En el carro del supermercado que utiliza el recogedor de chatarra para transportar los objetos metálicos que encuentra abandonados por las calles o tirados a la basura hay una vieja cafetera, una plancha usada y un artilugio extensible para tender la ropa. Bajo la marquesina donde se ha refugiado de la intensa lluvia aguarda pacientemente a que cese para continuar con su recolecta. Mira con ojos de estar viendo otro paisaje, tras la cortina de agua, diferente al que ambos contemplamos. De hecho, si me fijo bien, también puedo contemplar un lugar que no está delante. O así lo creo.

/ 09



Cuando alza la persiana del taller el mecánico y de repente la luz de la calle lo inunda, el color de las legañosas paredes hace esfuerzos por mostrarse con una apariencia que sea digna de su nombre. Hay tuercas por el suelo, una columna de neumáticos usados, restos desperdigados de paños blancos rebozados en grasa negra y un brillo amargo en el pequeño charco de aceite donde se ha hundido el pavimento de indefinidas baldosas. Enciende a continuación un cigarrillo y tras unas caladas rápidas lo deja caer y lo aplasta, con prisas porque en ese instante empieza el cántico.

/ 10


La mayor destreza del revisor en una línea ferroviaria es descubrir desde el andén al viajero que accede sin billete. Quizá por el escaso nerviosismo y la escasa prisa con los que sube, mientras el resto se apresura con movimientos inconexos y precipitados. O porque no se asegura de la portezuela echándole un vistazo a un trozo de cartón que se sujeta entre los dedos como si fuera la clave de salida del laberinto. Y al contrario, mantiene la vista alta tratando de reconocer a quien le ha detectado ya para evitar pedirle que muestre el pasaje que no tiene.

/ 11



No dice gran cosa sobre su naturaleza la palabra «mancha» con la que se designa la pérdida de armonía cromática de un objeto o de una prenda. La mancha misma, en sí, resulta más explícita. Indica actividades, por ejemplo, incluso los ingredientes de una comida. También aporta información sobre las circunstancias climáticas de un lugar o sobre su orografía. Nada de ello, sin embargo, se especifica con la palabra, que por otra parte incluye todos los matices posibles, ya sea en el exterior y visible, o en la de recia textura mal disimulada entre el montón de la ropa sucia.

/ 12



Los mingitorios de aeropuerto muestran una ciega vocación de servicio no siempre comprendida. Se trata de una ceguera que no se vincula al emisor, pues desde la vocación hiperrealista de los grandes espejos hasta el mecanismo pendular del cierre en las puertas, todo está pensado para facilitar el uso, bien sea de los urinarios, inodoros, pilas, grifos, recipientes de jabón o secadora de manos, en el momento previo a surcar los cielos. Los que no lo advierten cuando acceden son los usuarios. Pese al alto número de visitantes, la posibilidad de que el servicio sea recordado alguna vez resulta nula.

/ 13



Entre los autores de haikus existe la convicción de que una actitud pedagógica resulta conveniente en la escritura poética. Creen que sin ella el lector de sus textos podría sentirse timado por la escasísima inversión en sílabas con la que están resueltos. Es necesario mostrar que la abundancia no es lo único que aguarda el plato del lector cuando vacío se extiende hambriento frente al puchero. Hay que enseñar desde la infancia que el pensamiento no tiene por qué exigir los mamotretos que suelen adscribir a su nombre los filósofos. Ahora bien, cuando olvidan este propósito, escriben los mejores poemas.

/ 14


Preocupa en el Sindicato del Crimen la fatal paradoja que ha conducido ante el juez a muchos de sus mejores integrantes mientras el nivel general de sus miembros desciende constantemente, y sin que medie una mayor actividad policial. Se da el caso de que quienes son capaces de preparar el golpe más audaz, en el que se cumplen los pasos previstos con perfección, el día en el que un eslabón se suelta resultan incapaces de improvisar una huida. Y, por el contrario, aquellos que realizan trabajos chapuceros, improvisados, desastrosos consiguen, tras sus estropicios, convertirse en experimentados artistas de la fuga.

Cuentos del hada jubilada T9


(octogésimo noveno)


En la noche que ha limpiado el viento durante el día, la luna. Una brillante C de decreciente. Como la mía al escribir estos Cuentos con descuento de palabras. Menos que breves, ajenos al trinomio de presentación + nudo + desenlace. Eso da siempre algo más que la nada de tristes paradojas entre opuestos que se llevan bien. Quedan para tomar unas copas, se cuentan intimidades y muestran su compresión con leves inclinaciones de cabeza. ¿Qué contrarios son estos que tanto se quieren? Contemplo la luna detrás de la ventana. La invitaría a cenar para que no esté tan sola.

(nonagésimo)


Una gasolinera abierta en mitad de la noche, junto a una carretera por donde transitan camiones taciturnos, es lo más parecido a un oasis en el desierto. Lo que allí ofrece el agua, aquí lo entrega una combinación enfática de luces eléctricas. Las palmeras de la iconografía infantil se transforman en postes de combustible y en un pequeño comercio donde la tentación se ofrece convertida en galletas bañadas en chocolate. Una vez que he detenido el coche, no lo arrancaría nunca. Me quedaría a vivir como una beduina cansada de serlo, que hornea pan por las mañanas para los peregrinos.

(nonagésimo primero)


Al retirar la colección de cuadros con los retratos de los presidentes, alineados en el corredor de acceso al salón principal, quedó durante unos días en la pared una seriación de rectángulos verticales sombreados por antiguas capas de polvo nunca limpiadas. Los cuadros, a su vez, permanecieron agrupados contra la pared en un despacho del piso superior, que hasta aquel día ocupaba un vocal opuesto a la dirección. El pintor, con informales manchas de color espolvoreadas en su vestimenta blanca, cubría el suelo con papel de embalar. En ese momento tuve que atravesar la estancia, sorteando rodillos, cubos y cubetas.

(nonagésimo segundo)


A un costado de la carretera, a la salida de la ciudad, en un descampado, lanzándolos al montón, ha conseguido formar una colosal montaña de neumáticos desgastados e inservibles. Al pie de la negrura, el operario fuma en pipa, rascándose la barba con frecuencia. Permanece la mayor parte del día sentado en una deshilada tumbona que parece sostener su peso de milagro. Con el trascurrir de los años, en cada salida de la ciudad he visto cómo crecía la montonera de neumáticos y se mantenía el bulto humeante del cuidador. Que la visión carezca de un significado me proporciona certidumbre.

(nonagésimo tercero)


Mi padre había sido propietario de una chopera en la ribera del río. Cada domingo desde marzo hasta octubre, subía a la galera las bolsas con la comida y los juguetes de mis hermanos, enganchaba la pareja de mulos, nos alzaba a plomo uno tras otro y partíamos. No le gustaba el campo, al que dedicaba los seis restantes días de la semana, pero sí sentir bajo sus pies un terreno valioso del que era dueño. Entre álamos jugué a pilla-pilla y también partidos de fútbol con los chicos. Era el decorado teatral en el que aprendía a ser protagonista.

(nonagésimo cuarto)


Nunca he sudado tanto en toda mi vida como dentro de la sala de baile en el centro parroquial. Un sótano húmedo y sin ventilación que iba agotando lentamente el aire disponible para respirar. La actividad, cuyo frenesí era alentado por algunas piezas emblemáticas que lo multiplicaban, no ayudaba a mantener las formas. En una esquina, con una sotana recia que debía de parecerle un cilicio, el cura más joven ejercía la misma vigilancia que una señal de tráfico, la observaba quien quería. Nosotros, los adolescentes, sudábamos hasta conseguir que la transpiración desmedida sobre la ropa nos hiciera parecer desnudos.

(nonagésimo quinto)


A medianoche, bajo el leve guiño de la luna, no resulta difícil percibir entre las viñas próximas la existencia de fantasmas. Es una experiencia parecida a lo que ocurriría si se supiera extirpar los sueños y dramatizarlos a la luz del día. Un cineasta capaz de rodar en la oscuridad absoluta y que la cinta, al ser proyectada, mostrase un fundido en negro donde se pudiera ver con claridad el movimiento de atractivos personajes a los que no se consigue reconocer. Imaginando estas inexistencias, mientras sonaba una pieza de Debussy en el tocadiscos, me he quedado dormida en el sofá.

(nonagésimo sexto)


Cuando nos dijo que era coleccionista de hileras de hormigas empezamos a reír. La tarde brillaba en las hojas del sauce. El hombre aquel se acercó a nosotras, amigas urdiendo algún estrago a la salida del colegio. Lucía un bigote de comisario de policía en película española. Los niños se peleaban por subirse al tobogán. Las madres se intercambiaban recetas de rosquillas de anís. El momento parecía propicio para un delito. No nuestro, almas cándidas, sino del mal encarnado en un señor que se acerca a las muchachas con enrevesadas intenciones. Ahí quedó todo, cuando imaginábamos lo que nos diría.

(nonagésimo séptimo)


Al final del callejón, donde las galerías traseras de un bloque le ponen punto final al recorrido con restos de pinzas de tender la colada esparcidos por el suelo, a la derecha, por una puerta que parece de antigua tenería, se accede a la taberna. Las señas parecen de templo expresionista, pero el lugar es humilde y amable. Sobre el polvo acumulado en los cristales de la puerta, quien entra enamorado escribe con el dedo un nombre y alrededor un corazón. Es el bar de los amantes solitarios. Lo atienden una viuda y un viudo que nunca han sido pareja.

(nonagésimo octavo)


Hay un instante en el paso de la niñez a no sé muy bien qué cuando de repente se descubre lo que una nunca había imaginado que existiera. Es el día en el que mis compañeros de curso se olvidan de los juegos rutinarios en el parque porque están construyendo, con unos cartones y unas arandelas, un avión de combate. Y una lo ve atravesando el cielo a la velocidad del sonido en ojos que no reflejan ya ninguna otra realidad. De nada sirve introducir en la conversación palabras picantes que los exciten. No los excitan. Insinuaciones. No les interesan.

(snonagésimo noveno)


Un texto es, igual que una ventana, un cuadrilátero. Paralelogramo. Una vía certera que conecta lo interior con lo exterior. Y viceversa. Una ventana, igual que un texto. Ambos son un modo al mismo tiempo diáfano y opaco. Que permite o impide la comunicación. Sea simétrica o asimétrica. Es todo lo que sabe del mundo el encerrado. Durante siglos acogió con discreción la infinita conversación amorosa. Un texto o una ventana, da igual. Es lo que les da gracia a los edificios; valor, al papel encuadernado. Ah, en mis Cuentos Completos de Hada por ningún lado aparece el término cien.