Miradas T1


01



Con aspavientos los peregrinos al llegar se dejan caer sobre la arena. Y luego, arrodillados, con los brazos en cruz, los bártulos por el suelo, braman sus plegarias al santo. Les espuma la boca. Miran con ojos opacos. Cada grupo que alcanza la puerta del monasterio es un alboroto de voces y una tétrica danza de cuerpos malolientes. Algún monje sale para arrastrarlos hasta el cobertizo donde los fieles se amontonan en la fe de una fútil esperanza. Traía la frente sudorosa, pero se mantuvo en pie, cerró los ojos para rezar en silencio. Sus manos hablaban, cómo no escucharlas.


02


De jovencita mostraba mi rebeldía cada vez que al inicio del verano me compraban sandalias nuevas. Iba al río, me sentaba junto al cauce y sumergía los pies hasta el tobillo. Luego, chapoteando al andar, regresaba justo a la hora en que la casa había sido fregada de punta a punta. Mi madre me obligaba a permanecer en la puerta hasta que el calzado, que chorreaba, se secara. No sé por qué me puse tan nerviosa cuando lo vi aparecer. De haber sabido lo que ocurriría entonces me hubiera sentado a encender un cigarrillo de los que tenía prohibido fumar.


03


No vi resplandor alguno. Ningún brillo que llegara de lejos como un presagio. Tampoco claridad que no fuera la escasa que los nubarrones de tormenta imponen al día. Ni siquiera llameaban candelas en el pequeño altar excavado en la piedra al pie del camino. Aunque ocurriera en invierno, no ardían por los campos vecinos restos de alguna poda. Hasta el riachuelo que corre por el lugar se agazapaba bajo la maleza para no provocar destellos. No existió ninguna señal aquella tarde que se apresuraba a entregarse entera a las sombras. Y sin embargo solo recuerdo de su rostro la luz.


04


Tal como se entiende comúnmente, creía que las ventanas sirven para contemplar el exterior desde un interior. Hasta la luz colabora en este propósito anulando con reflejos la transparencia de los cristales. Y al anochecer, ahí están las persianas para solucionarlo. Por eso me sorprendió tanto verle asomando a la ventana del taller de costura desde el patio. Con ojos atentos, como si buscara dentro algo o alguien en concreto. Me pareció que su mirada no admitía dudas, pero éramos veinte chicas trabajando y mi probabilidad solo una. Menos mal que la matemática es una ciencia ciega. Como los cristales.


05


Un desdibujado sendero conduce a la gruta y aunque aparezca en las guías no es fácil descubrirla. De vez en cuando algún grupo de excursionistas la busca entre la columnata de álamos negros que la protege. Los visitantes suelen perder la orientación fácilmente y aparecen al otro lado del bosque, en el prado donde las vacas los miran con repentina curiosidad. Preguntan a voces, desde lejos, si me ven rondar por ahí. Les digo que no sé nada. Que no conozco la zona. Desazonados, se dan media vuelta. También desaparezco entre árboles. Si no fuera tan esquivo quizás la encontrara.


06


Al sastre de la familia le preguntaba, cuando veía a tomar medidas, por los tejidos de los chaqués elegantes, por los secretos que hacían triunfar al pantalón, por el trazo de la sisa en las camisas. Se diría que la moda masculina despierta mi interés, pero no es así. Indago solo para documentar mis suspiros. Aquel que ha de llegar no puede aparecer desnudo. Igual que imagino las palabras y el tono que usará cuando me hable, también lo engalano conforme a las razones de esta época. Tal vez por eso cuando llegó de verdad no supe, en absoluto, reconocerlo.


07


En los soportales que hay en el exterior del mercado, allí donde los campesinos de la zona venden frutas de la época y verduras de sus huertos, tenía su tenderete. Lo cuidaba con esmero. Fue lo primero que me llamó la atención, con qué gracia y armonía de colores ponía a la venta lo que le habían traído, de madrugada, hortelanos poco hábiles para el comercio. Iba a diario. Las lechugas conservaban gotas de rocío en sus hojas. En los pedúnculos de las manzanas se podían ver restos de savia. Nunca en mi vida he comido tanta verdura como entonces.


08


La senda acaba cuando se llega a un barranco, cortado a cuchillo, entre una loma y la siguiente. Ante ese final, a nadie le gusta caminarla porque luego ha de volver sobre sus pasos. Los excursionistas prefieren las rutas en círculo. Regresan al mismo lugar, pero sin repetir sendero. Aunque no se dan cuenta de que repiten sentido. Hay más contraste en la ida —admirando lo que aparezca delante— y vuelta, que en seguir una ruta siempre ciega para lo que se deja atrás. Estaba a punto de decírselo cuando me lo explicó, sentado en una peña ante la quebrada.


09


La trashumancia antes que un oficio parece el castigo de un dios soberbio. No por la soledad de los parajes que se atraviesan, un regalo de quien sea que mande en el cielo, sino por lo opuesto, el ajetreo de ciertas noches, cuando paso cerca de una población. Con las ovejas en el aprisco, me aseo y bajo a patear las calles hasta el último bar abierto. Conozco a gente. Me divierto. En cada pueblo busco encontrar un motivo para quedarme, pero al amanecer retiro el candado del redil. El día que no la haga, tampoco lo echaré de menos.


10


Cada vez que entra o sale alguien, la campanilla lo avisa. Es la señal que desvía levemente la mirada de la conversación que se mantenga, sin importar con quien sea, hacia la puerta. Apenas un instante, el preciso para saber si el vacío que deja quien abandona la sala resulta relevante en la geografía de aquel momento en el Café, o si, tal vez, se incorpora aquel a quien merece la pena agregar a la constante vigilancia de los ojos, a la espera, quizá, de una palabrita casual que dé pie a, quizá, una tímida respuesta como promesa de continuidad.


11



Qué sensación la de entrar el primero en el cine, tras haber encabezado la cola de entrada, y admirar después la geometría de los asientos vacíos, dar una vuelta a la sala y no saber desde dónde ver la película. Poco a poco va entrando el público de la sesión. Hablan unos con otros. No se entretienen en trazar rectas y diagonales sobre las butacas, les basta con interrumpirlas sentándose en cualquiera al buen tuntún. Continúo en pie, observando cómo se va completando el aforo desde el centro. Al final ha de quedar por fuerza un lugar libre, el mío.

12



Qué extraño se me hace ver a tanta gente arremolinada en torno a las mesas con libros en el mercado de ocasión y que ningún gesto al alargar el brazo hasta un volumen sepultado por otros, del que solo asoma una mínima esquina, no sea el tuyo de sorpresa por la edición que acabas de rescatar del insomnio. También te observo mientras extraes del monedero las escasa monedas que el librero te pide y se las entregas con una sonrisa, de repente compartida por la otra parte que realiza la transacción. Otros repiten los mismos movimientos, pero ninguno soy yo.

13



Qué silencio cuando me sumerjo hasta el fondo de la piscina. Lo que daría porque la apnea pudiera alargarse no ya minutos, sino horas, la tarde entera aquí abajo. De repente siento la necesidad de salir. Y salgo a una algarabía de cuerpos, bebés que lloran, niños que corren, adolescentes hablándose a gritos de una punta a la opuesta, gente contándose la vida por todas partes. Respiro, vuelvo a tomar aire y me impulso hacia el pavimento de la piscina en busca de un sumidero secreto hacia otro mundo más leve. Que no exista no significa que no pueda encontrarlo.

14



Qué ridículo. Ni siquiera consigo evocar aquel momento, la circunstancia, el patinazo. Cada día que pasa lo pienso como una palada de olvido sobre mi idiotez de entonces que de inmediato se deshace igual que lo haría un cubo de nieve vertido sobre un hierro incandescente. Así se mantiene, desde entonces, lo ocurrido. Bajé los escalones confiando. Me había quitado el abrigo al entrar, lo llevaba doblado en el brazo. Aquella tarde me sentía el dueño del mundo. Miraba solo para que me vieran mirar, ¿quién?, no importa, la ciudad. Te diste la vuelta y una marioneta actuó por mí.


15



Nada en el jardín me lo ha contado, y lo he sabido. El día se mueve con torpeza, se apoya en las azoteas en su inarmónico avance hacia ninguna parte. No parece que pueda traer algo en las manos que sorprenda. Ni siquiera a una despistada como yo. He sumado los números de la fecha y jamás había obtenido una cantidad tan anodina. Ningún pájaro alrededor se ha posado en la copa de un tilo a meditar sobre la gratuidad de su canto. Y, sin embargo, esta alegría entre los setos por florecer no la recuerdo en ninguna otra jornada.

16



Ni siquiera se me habría ocurrido soñar con el abrazo de la noche que tan excelsa supo cómo abrazarnos en el callejón empedrado que hay junto a la verja del parque. Ningún carruaje transitó a deshora, ni nos asustó el retumbar de botas que se han lustrado con el trapo de una rancia filosofía. Tampoco el viento hizo cantar a herrajes mal resueltos. Una insólita quietud, que se extendía alrededor, semejante a la de nuestros cuerpos entrelazados, sellaba el ánfora del tiempo. Sus manos en mi nuca, mis manos, agrimensoras de su espalda. La noche nos acogía como a peregrinos.

17



Tras tantas veces como lo he imaginado aquí, a mi lado, encendiendo un puñado de broza bajo los leños que cruza en el centro del hogar o limpiando con un rastrillo la hojarasca caída durante la ventisca en el patio trasero, siempre llega un día en el que el invierno se suaviza, parecen querer desabrochar los botones de los rosales y a mí de nada me sirve cumplir con las tareas rituales pensando que es él quien las realiza cuando lo observo desde el fondo del pasillo o asomada a una ventana mientras la habitación donde hemos dormido se orea.

18



A la caída del sol habrán cerrado las puertas, establecido los horarios de la guardia, dado de beber a los caballos. Humearán las chimeneas sobre el escudo de los tejados. La boca de la taberna eructará las canciones de los ebrios. Donde haya una antorcha prendida, dos insomnes desgastarán la lengua que aprendieron de sus padres. Es lo que escribo cada día cuando oigo el chirrido de las puertas que se abren, las voces de los soldados, relinchos en las cuadras, piar de pájaros ante la ventana. Saber que existe otra manera de contar el tiempo, lejos, me lo arrebata.

19



Si supiera su nombre lo pronunciaría. Cuando vuelco el saco en la vasija, con el rumor de la avena al precipitarse. Si extiendo paños y túnicas sobre la hierba para el oreo, con el silbido de insectos que merodean la humedad. Bajando las escaleras de piedra hacia la poza, con su retumbar oscuro que tanto miedo me provocaba de niña. Con el crepitar del fuego, entusiasmado con los troncos que le añado. Al rezar, en voz baja, cada anochecer lo nombro, antes de que la luz del candil se consuma. Cada día con un apelativo diferente. Hasta que alguno acierte.

20



Cuando florezcan los manzanos, me dije después de que hubieran florecido los almendros. Ahora veo entre las hojas el bulto verdoso de los frutos, madurando bajo la cáscara. Y en flor el último manzano, el más tardío. Solo me queda trazar un arco hasta las cosechas, y si no vuelve entonces, ya no habrá columna que sostenga la espera. El invierno me devolverá al lugar de donde vengo, el tiempo sin la esperanza del regreso. Me aconsejan que mire el cielo. Que tome las riendas de mi vida y la cabalgue. Sugieren, repiten, insisten: «De tu vida», dicen. También yo.

Fermín Herrero, sobre «Ventana ciega» en El Norte de Castilla


La sombra del ciprés. EL NORTE DE CASTILLA, 15 de junio de 2024


Estalactitas


01



Con la bandeja llena de bebidas sobre el equilibrio de una mano, el camarero se detiene y con la otra deposita en la mesa una taza que sujeta por el platillo. Después se adentra en el barullo de la sala a rebosar. El café aún tiembla en su recipiente de porcelana cuando me miro en él como haría una efigie en el estanque que decora. La luz negra en tan diminuto sol no da qué pensar. Al lado, sin abrir, el sobrecito del azúcar mantiene su condición acolchada. Ejemplifica la tentación constante, una manera de ser menos que proporciona identidad.

02



Se detienen delante del puesto. Apartan unos para ver los títulos que hay debajo. Y los amontonan de otra manera. A veces se detienen en alguno. Lo abren. Parece que les atraiga, pero lo cierran y cae sobre los demás. Entre tantos libros es imposible, me digo, que ninguno interese. El que les guste, respondo, seguro que ya lo tienen. Cuando se colocan uno bajo el brazo, ya cuento con la venta. Si lo leen o no, eso no se incluye en el precio. Hubo un tiempo en el que Dios estuvo en uno de estos, ahora está en todos.

03



Dos tipos duros en la puerta, como un negativo de las figuras de alabastro que custodian los jardines romanos. En sendos brazos al descubierto, un muestrario de tatuajes. Cada cual más sombrío. Las vibraciones del ritmo rebotan en paredes, suelos y sobre las cortinas de la entrada. En el interior de la discoteca, solo una sordera aguda podría orientar los pasos. Gotas de sudor fulgen sobre la piel de quienes bailan. Creía que era el único lenguaje del ocio allí, hasta que averigüé que se trataba solo de un rito más de exaltación por la tenacidad de la muerte.

04



Le gusta a la florista del barrio invadir con macetas la acera. En pizarrines escribe a mano el nombre de cada planta. Sin dudarlo, creo que son más atractivas las flores que las palabras, y cuando me detengo a mirarlas, me cuesta relacionar unas con otras. Me sorprende el precio al que las vende. No solo el hecho de que lo tenga, sino también lo poco que cuesta llevarse a casa algo hermoso. Me pregunto si no le ocurrirá a la belleza lo mismo que padece su par, la verdad, otro producto de consumo que nadie se interesa por adquirir.

05



En el comedor, presidiéndolo, contempla un paisaje pintado al óleo con un pincel de abanico. Un miope que hubiera perdido las gafas no sería tan preciso en la destrucción de los detalles. Pero no había acudido a aquel domicilio para una tarea artística, sino para subsanar un problema de fontanería, seguramente ocasionado por el operario que había trabajado en las tuberías con anterioridad. Es posible que provocado por alguna reparación incluso anterior. Cómo explicarle al propietario, que había avisado a su seguro, de la presumible contribución suya a esta cadena de desaguisados. O, entonces, ¿qué ley moral ampara los silencios?

06



En los árboles, al otro lado, cantan los pájaros cada tarde, enloquecidos. Sus melodías atraviesan muros y alambradas, se cuelan por los barrotes de la ventana por donde quisiera deslizar mi cuerpo. Ni siquiera los golpes sobre la gravilla que dan las botas de la patrulla logran enmudecerlos. A veces, en verano, la caída del sol dibuja en la pared las copas que sobresalen, y trato de distinguir alguna sombra con apariencia de ave, sin conseguirlo. Todo lo que no logro ver, sin embargo, está al alcance de cualquiera que pasee con libertad por el campo. No son ideas mías.

07



Las olas, púgil que aspira al campeonato, entrenan su gancho en el saco de la escollera. La espuma salina de cada embate alcanza la mesa exterior de la taberna donde se reúnen los oradores abstemios para salvar el mundo. Uno, tuerto y de herrumbrosa piel, ha renunciado a su pasado como marinero; otro, con dedos de entomólogo, trata por su nombre hasta los guijarros que cubren los caminos de la isla; este, cetrino y estirado, es un hacha en las quinielas. Solo aquel desentona, desgarbado y lunático, ebrio, al tiempo que la lejanía azul de la mar despierta su entendimiento.

Eva Muñoz comenta «Ventana ciega»



LEYENDO VENTANA CIEGA, DE J. A. CILLERUELO

Una ventana ciega es una ventana que ha perdido su función. Que haya perdido su función no significa que haya perdido toda función. Porque al haber perdido la transparencia ya no muestra el exterior desde el interior sino que adquiere la cualidad de pantalla en la que proyectar lo que vemos sin ver, lo que imaginamos, lo que un día vimos o veremos; y a aquellas otras, Emily, Rosalía o Edith en quienes José Ángel Cilleruelo, tras conversar largo con ellas, al fin se encuentra, como en el agua, en las nubes o en el cielo. Una ventana ciega también es, claro, la poesía. Porque cuando leo «Se inclina hacia el caño de la fuente y bebe. Luego se incorpora y se seca los labios con un pañuelo. Es cuanto sé de él». lo verdaderamente importante y trascendente es que yo, como la que lo escribe y como el propio José Ángel, ya amo a ese desconocido en ese preciso instante en que se moja los labios. Ventana ciega es un libro lleno de fluidez, de cosas que discurren o aletean, pero no hay prisa sino mucha quietud también; está lleno habitaciones y lleno de campo. Ventana ciega es un libro de aforismos silvestres o asilvestrados que, como las fresas, son los mejores.

Eva Muñoz
12 de mayo, 2024

Presentación de «Ventana ciega» | 9 de mayo de 2024


Librería NOLLEGIU

Poblenou

9 de mayo de 2024, jueves

Presenta

ELIA QUIÑONES

*

Presentación de Ventana ciega

enlace a la grabación




23 de abril. Día del libro

 

 

 

 

 

Selección de textos de JAC y fotografías de Gema Borrachero en Facebook, 23 de abril de 2019.

Gema Borrachero describe «La mirada»



Gema Borrachero

Fbk |  22 de abril de 2019

 

Los textos de José Ángel Cilleruelo están construidos con una distancia, una contención y una delicadeza inusitadas. El lector aprende a acercarse a ellos con prudencia y lentitud, recorriendo a conciencia el trayecto que van construyendo los signos.

Podría comparar la lectura con un paseo del que nos detenemos para recoger del suelo algo abandonado: ni grande, ni llamativo, ni brillante, ni atractivo, pero sí meticulosamente envuelto. Lo desenvolvemos despacio, con cuidado, pliegue a pliegue, y encontramos un objeto descontextualizado (no en el espacio o en el tiempo, sino en su significado), que va a llenarse de sentido al verlo siguiendo la guía que la mirada del texto sugiere. Así sucede con lugares mil veces transitados, objetos invisibles de tan cotidianos, sonidos, colores, hábitos o acciones nimias y casi universales. Es difícil compendiar los elementos sobre los que Cilleruelo pone la mirada (que no los ojos): son innumerables, aunque unificados en su doble tratamiento de análisis descriptivo y referencial a la par que intimista y reflexivo. Resulta paradójico y despierta un agradecido asombro cómo la observación intensa y detenida de lo real ilumina la comprensión del yo, logrando situar a este en el presente. El lenguaje poético (conocimiento y magia a la vez) es el nexo de unión entre el afuera y el adentro.

Este anclaje no da lugar a euforias ni cataclismos, sino a una melancolía sostenida; a una tristeza a veces agradecida y sonriente; otras, resignada, neblinosa, de brazos caídos.

Conocía la obra de José Ángel Cilleruelo a través de los blogs en los que generosamente ofrece parte de su producción. Leer esta antología (un objeto precioso: por la paginación, la calidad del papel, las guardas azules...) no ha hecho más que confirmar mi devoción por su escritura cabal, honda y de una orfebrería exquisita.

 


Cuentos del hada jubilada T8


(septuagésimo octavo)


Creí que era un viaje, pero veo que accede a la autopista con la ilusión del niño que enseña el mundo que le descubrió su abuelo. «Por allí —señala en una dirección hacia la que no mira—está el melocotonero del que te hablé. El huerto es un prodigio de olores. Y sonidos. El del agua, cuando se riega; el de los pájaros, enloquecidos al atardecer. Abría un libro y así se quedaba mientras mis ojos no paraban quietos». Trato de vislumbrar algo entre el muro de camiones y furgonetas que va adelantando, pero solo veo la línea discontinua del asfalto.

(septuagésimo noveno)


No he parado hasta conseguir una pecera. Una bola de cristal llena de agua con un pez anaranjado dentro. La mía la dejo llena de aire, y ni siquiera he colocado un pajarito. Solo me sirve para contemplar el vacío. Ahora que no cumplo horario de hada ni acudo a reuniones del sindicato de magos, he decidido convertirme en arúspice. Desvelar el porvenir en hígados de vaca me parece algo fascinante, aunque no tengo paciencia para limpiar la sangre de las vísceras que compre en el mercado. Así que leeré el futuro en la nada que encierra mi nueva pecera.

(octogésimo)


Cualquier cosa era siempre más alta que yo. Para elegir la fruta que va a comprar, mi madre abandona la mano que me daba y al instante siento cómo mi cuerpo se desdibuja ante la madera del mostrador, un muro que mis ojos no consiguen rebasar, rodeado por una penumbra no menos densa. El vendedor es una voz que llega desde el otro lado e informa de precios entre silencios. Mi madre también calla, con lo que disfruta hablando. A través de la cortina de filamentos metálicos contemplo la luz de la calle como una salvación. ¿Qué me estaba perdiendo?

(octogésimo primero)


Anoche olvidé llevar al punto de residuos orgánicos los restos de la cena, entre los que había un huevo que se me había roto al tratar de abrirlo. Para colmo, tampoco cerré, como acostumbro, la puerta de la cocina que comunica con el patio. La tormenta perfecta. Así que esta mañana he tenido que enfrentarme a una invasión de hormigas en toda regla. Estaba con la guardia baja porque no habían asomado desde hacía mucho tiempo. El hormiguero habitual había desaparecido. Estas han llegado de otro, más distante. ¿Cómo se han enterado las hormigas de que ayer cometí tantos errores?

(octogésimo segundo)


No conozco a nadie que se sienta inmune ante el misterio de las costureras. Ni hada, ni duende. Cerca de los cuarenta años, Velázquez pintó una que fija el semblante que las convierte en enigmáticas. Las manos, capaces de lidiar con lo nimio y restaurar el daño que parecía irreversible. La ausente mirada, cautiva de la tarea, que impide a quien la contempla entrar en contacto con su ser, en cuya apariencia discreta nada desentona. Velázquez, incapaz de resolver el arcano, no ocultó hacia dónde huía su mirada: toda la luz de su paleta baña el escote de la costurera.

(octogésimo tercero)


En las películas de piratas me inquietaba, de niña, el contraste perpetuo en el que se desarrollaba la vida de los marineros. Un lugar tan pequeño para poder moverse, dentro de una inmensidad alrededor tan inútil para dar un paseo. Luego, de joven, la inquietud no dejó de crecer y empezaron a preocuparme los efectos que debía de producir el olor en la convivencia, el de los cuerpos encerrados y el de los espacios interiores del barco, sobre todo después de que descubriera la palabra «sentina». Hay vidas que, quizá por parecer inviables, me hacían soñar con otra vida diferente.

(octogésimo cuarto)


Colecciono personas de las que desconozco el nombre. Inicié la recopilación cuando di por concluido el repertorio de aquellas cuyo nombre podía recordar. Al inicio no sabía a qué me enfrentaba. De hecho, cualquier ser humano vivo podría formar parte de mis preocupaciones; propósito que me asustaba, no porque no me interesara, sino por el abultado número de elementos del grupo. Con el tiempo he conseguido encauzar las dimensiones de mi nueva colección, que ya no me abruma, en absoluto. La forman las mismas personas que integraban la anterior, solo que ahora ya no me acuerdo de cómo se llaman.

(octogésimo quinto)


Nada hay que deje un poso tan agridulce como la jornada de hoy. Una no se acostumbra a que llegue como un día sin más, por sorpresa. Aunque parezca abultado el número, nunca parece suficiente. Por sortearlo me escondería en un tren de los que cruzan planicies inabarcables para la mirada. Me sentaría, luego, en una piedra, junto a una finca de cultivo, a contemplar las maniobras del tractor y aplaudiría después al labriego. Si lo hace bien, claro. Juzgaría el mundo por lo que ocurre en su esquina más remota, y tal vez saliera así indemne de esta fecha.

(octogésimo sexto)


Uno de los artistas plásticos que más aprecio es el humo. No todos los humos, claro. Me obnubila el de los cigarrillos rubios. Tan estilizado e hialino cuando emerge directo del tabaco, quieto sobre un cenicero. Es un lenguaje puro. En una época incluso estuve estudiándolo. Cómo sería la lengua que hablamos si los órganos de fonación pudieran emitirla desasistida de cualquier semántica. Una columna de sonido, parecida a la del humo, ascendería desde las bocas con idéntica inocencia. Lo malo es que enseguida el fumador retoma el cigarrillo, aspira y devuelve un humo lleno de significados pérfidos y egocéntricos.

(octogésimo séptimo)


El vecino ha instalado una chimenea de metal brillante junto a la vieja, que era de teja. Cuando regreso veo humear la reciente y contemplo la antigua silenciosa. Me pregunto por qué el no lanzar humo a la atmósfera lo identifico con no hablar. Podría haber dicho improductiva o estropeada. Sin embargo, la columna que emborrona el azul del cielo me ha parecido locuacidad y mudez la inútil. Me inquieta qué hay detrás de metáforas tan simples. Que me identifique con la que está llena de grietas antes que con la que reluce no es significativo; que prefiera callar, quizá.

(octogésimo octavo)


Entre las citas poéticas que habré leído en mi vida sobre las rosas, me quedo con el verso de William Blake: “¡Oh, rosa, estás enferma!”. La primera vez que lo leí pensé en Heráclito, aunque no estoy segura de que el clima de Éfeso sea propicio para los jardines. Resulta frecuente que, siendo hada, a una la relacionen con símbolos de la belleza. Es verdad que las rosas combinan sus pétalos con elegancia y saturan muy bien el color en las fotografías. Y nadie piensa en gusanos cuando perciben su fragancia. Excepto yo, que las aprecio solo cuando se marchitan.


Pablo Llanos resucita «El ausente» tres años después

 

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De Pablo Llanos  En Poesía

El ausente Cilleruelo


Construcción de una reseña sobre “El ausente” de José Ángel Cilleruelo

No puedo decir que «El Ausente: Cien autorretratos» de José Ángel Cilleruelo sea una obra maestra. La expresión “una obra maestra” encuentra su hábitat natural en las fajas que encorsetan los libros con sobrepeso. Así que no, no es una obra maestra. Pero sí es una obra literaria, con todo el peso de la palabra literatura. Un peso, además, perfectamente repartido. Cilleruelo es un obrero maestro, un trabajador de la construcción poética que edifica en «El ausente» un poemario no solo enorme, sino perfectamente cimentado, la conjunción perfecta entre un arquitecto y un técnico de estructuras ejerciendo de aparejadores de versos.

He de decir que para el análisis de este libro he contado con los comentarios de un conjunto de poetas que leyeron el libro al mismo tiempo que yo. Supongo que a un grupo de lectores se les sincroniza la subjetividad, quizás un crítico siempre debería asistir a un club de lectura para retratarse o autorretratarse o verse ausente de su labor de crítico. Pero dejemos esto a parte.


Vamos a ponernos manos a la obra:

El trabajo de Cilleruelo en El ausente está muy bien cimentado sobre varios pilares y vigas maestras. 

1er Cimiento: Autorretratos de Gerard Richter

El punto de partida es el libro del pintor Alemán Gerhard Richter “100 autorretratos” que recoge cien variaciones en forma de autorretrato. La constante experimentación es el principal rasgo de la pintura de Richter, convencido de que abstracción y figuración son lenguajes igualmente necesarios.

En realidad, el libro de Richter no contiene autorretratos sino versiones de una fotografía suya de perfil, es un observarse a sí mismo. Siempre él mismo, pero siempre diferente, marcando su propia incomprensión. José Ángel Cilleruelo se sustenta en esta idea escribiendo en su obra cien poemas como cien autorretratos. El mismo poema que cada día sea diferente. Al ritmo que le marcan los dibujos de Richter.

El resultado es El ausente, una interlocución permanente con el libro de Richter, aunque funcione por sí mismo.

«Soy, de perfil, una nariz inacabada. Desde atrás, un círculo de alopecia. El tiempo que erosiona la roca, qué no hará con el rostro. De ojos cerrados es como mejor me veo mirarme, pero no siempre los cierro ante el espejo, que ha aprendido, en la academia de la técnica, a fijar el trazo y la precisión en los colores.»

2º Cimiento: Cien poemas 

El propio Richter le va a dar la medida de la longitud del poemario. Cien poemas, como los cien autorretratos. Sumergirse en la lectura de estos cien poemas en prosa que apenas ocupan media página puede parecer una tarea fácil. Pero, sin embargo, resulta agitadora gracias a la tensión narrativa que se percibe en todos y cada uno de ellos. Ninguno de los fragmentos destaca sobre los demás, no hay un momento de brillo exagerado en la escritura. La sensación es que han sido creados uno tras otro sin descanso. Una intensidad en la conexión con la escritura que se transmite al lector y que produce un fluir de la prosa poética sin altibajos y alcanza un nivel de expresividad notablemente alto. Y este número, cien, no es azaroso, si no una especie de medida áurea sobre la que va a elevarse también otro de los cimientos de esta construcción.


3er Cimiento: Cien palabras, un soneto derretido.

Cuando uno lleva cinco o seis poemas leídos empieza a percibir que todos tienen una longitud similar. Resulta fácil caer en la tentación de contar las palabras y averiguar que todos los fragmentos se componen por el mismo número de palabras. Cilleruelo ha utilizado una métrica para sus poemas en prosa, cien palabras.

No es la primera vez que experimenta con esta métrica. En el prólogo de su libro de 2011 Vitrina de Charcos, Cilleruelo habla sobre el interés de escribir poemas en prosa de cien palabras, lo que queda de un soneto derretido:

«La mayoría de los poemas que se escribieron en el Siglo de Oro estaban compuestos exactamente por 154 sílabas. […] Desde el Siglo de Oro la escritura ha sufrido la erosión que siempre impone el paso del tiempo. Y cada poeta interpreta esas pérdidas a su manera. Durante años —y tres libros— creí ver en el soneto blanco la manera de mantener en pie el sueño de las 154 sílabas. Una mañana, al abrir la nevera de la tradición, con pasmo descubrí en el fondo un charquito de palabras. Las 154 sílabas se me habían descongelado. […] Al descongelarse las 154 sílabas de un soneto, como el líquido ocupa más espacio que el sólido, comprobé que el charco que quedaba tenía exactamente cien palabras.»

Esta obra no tiene pinta que se vaya a tambalear, pero, por si las dudas, el autor ha dejado justo en la mitad, en el poema 51, unas instrucciones de uso de su métrica:

«Soy cien trazos. La métrica de un instante. Una mirada en el momento de cerrar los ojos y pensarse frente a lo que ha visto. Pero cuando los abro, desconozco las líneas en las que me había reconocido y que solo puedo reproducir a ciegas. Únicamente sin verme hablo de mí en las frases que hilvanan imágenes del cesto que al volcarse esparció los frutos por las losas. Cien rayas. Un cuadrilátero. Donde se revuelven y se zarandean unas a otras, se tachan. Lo escrito raspan, lo certero aturden. Dos púgiles, cada uno frente a su propia violencia. Cien palabras.»


4º cimiento: El campo semántico

Parece haber una capa de veladura por todo el texto que uniforma los poemas que hace que ningún brillo no deseado haga que la vista se vaya detrás de alguno de los fragmentos en concreto. ¿Es quizás, todo el libro un solo poema en el que cada fragmento de 100 palabras en uno de sus versos? ¿Un poema de 100 versos de 100 palabras? La causa es el campo semántico elegido. Sombra, luz. Mucha presencia de los pictórico. El autor parece no querer esconder que ha partido de la obra de Richter y no quiere perder el punto de vista que le proporciona el autorretrato y la serie. Porque un autorretrato es sobre todo eso, un punto de vista. Al léxico propio de las artes plástica le acompaña un desbordamiento de imágenes asentadas en objetos y lugares pequeños o sencillos. Los autorretratos de Richter también tiran hacia lo sencillo. Hacia el carboncillo, el blanco y negro, el bosquejo. Los poemas de El ausente diluyen el yo en el buey, en el cuerpo, en la brizna, en el andén. Unas imágenes que son una manera de significar más que discursiva.

Una viga maestra: El poema número cien. 

Los cuatro cimientos de esta obra están cruzados y asegurados por una viga maestra. El último poema. El cien. En la lectura es fácil percibir que, aunque los fragmentos van numerados en vez de titulados la primera frase de cada uno de ellos actúa a modo de título. (Ayuda también la tipografía en cursiva). Esa primera frase está compuesta por una sola palabra. Esto lleva al lector (probablemente con anticipación a leer el último poema, el número cien y comprobar que, efectivamente está compuesto por las 99 palabras en orden de los fragmentos que le precedente más (de forma lógica) la primera palabra de nuevo.

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«Soy yo. Tachadura solo, hemorragia, desplome. Desconcertada sombra. Soy. Yo solo. Argucia, reloj, tránsito. Embriagado lugar. Soy yo. Solo. Nadie, espejo, diezmo. Desdibujada luz cualquiera. Soy yo. Solo deseo, borbotón, lluvia. Inocuo cauce. Soy. Yo solo. Canción, carta, estridencia. Umbría desarbolada. Soy yo. Solo. Espejismo, pálpito, desinencia. Áptera sombra. Nadie. Soy yo. Dictado solo, techumbre, intemperie. Taciturna espera. Soy. Yo solo. Veladura, espasmo, grieta. Temblor sombrío. Soy yo solo. Cuaderno, maraña, niebla. Destemplado cuerpo. Cautivo. Soy yo. Soledad, solo penumbra, duelo. Extenuada luz. Soy. Yo ensimismado. Lluvia, ocaso, vértebra. Somnolienta espera. Soy. Brizna. Yo. Arenisca solo. Árboles azules. Yo soy.»

Según cuenta el autor, el proceso comenzó escribiendo tres autorretratos, pensando que la idea que se la había ocurrido no va a ser posible llevarla a cabo. A los pocos poemas se da cuenta de que, sin premeditarlo, ha empezado todos los poemas con una frase que es solo una palabra y es entonces cuando decide hacer el último poema, que desde ese momento le va a servir de línea de vida, de viga maestra para conducir el resto de la creación del poemario.

El contenido presente en el ausente

Quizás tanto hablar de la forma nos haga desviarnos del contenido ¿De que ha llenado José Ángel Cilleruelo esta edificación?   La ha llenado de ausencia. De la ausencia de sí mismo. Una ausencia que es reflejo del yo dentro del mundo, de la sociedad en la que se encuentra. En la que se ve, pero no se refleja. De esta forma, como señala la poeta Elia Quiñones, los pasajes están lleno de lugares vacíos, estaciones de tren con los rótulos de información apagados, playas sin bañistas, "a esa suma de intérpretes se le denomina silencio.”

El ausente indaga sobre el espacio y el lenguaje que deja el yo. Se trata de una composición imaginativa entre escenas cotidianas y la disolución en las cosas. Al principio del libro se cita al escultor Juan Muñoz: “La única manera de llegar a las cosas es la ausencia”. O que las cosas hablen a través de ti. Y este es quizás el gran valor del libro. Una indagación profunda en el ser, el yo y la relación física y política con lo que le rodea asentado en unos cimientos literarios firmes y convincentes.

Muy acertadamente, la poeta Lola Irún recuerda el epílogo de El Hacedor de Borges. 

«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.» Epílogo de El Hacedor de Borges.

José Ángel Cilleruelo hace justo lo contrario: llena el libro de continentes, montañas, campos, estaciones, insectos, etc. para ausentarse, para deshacerse. Llena el papel de universos para desdibujarse.

Es posible que el objetivo fundamental de un crítico o reseñista honesto en estos tiempos digitalmente ruidosos sea el de localizar el talento literario y mostrárselo a los lectores. Antes de redactar este texto, he buscado sin éxito reseñas de la novela en las páginas literarias de internet. No he encontrado ninguna. Las menciones en perfiles de redes sociales de librerías y otros escritores de El Ausente son mínimas. (Apenas un vídeo hablando sobre esta obra del librero y poeta vasco Juan Manuel Uría y poco más). Así que el objetivo de esta reseña es el de enmendar la ausencia de este mayúsculo poemario en la prensa cultural.


Artículo de Pablo Llanos

Escritor, poeta y colaborador en publicaciones literarias. Ha publicado el poemario “Manual de Modelado de Corazones para Hombres de Hojalata” (Ed. Cuadranta, 2022). Sus relatos han sido publicados en revistas como Orsai, Librújuja, Pluma Fanzine, Madera Berlín o Pappenfuss. Cocreador del magazine Irredimibles.


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