1
Abro el cuaderno. El salitre en el fondo del recipiente que
contuvo un pensamiento. La luz del día despejado después de la nevada. Las
letras dejan su huella de botas altas que avanzan por la página descubriendo
objetos, realidades, en los bultos blancos. Ahí los asientos del parque, el
seto, un arbusto, la fuente. Los pasos alrededor, contemplándolos, los
descubren. Los describen. Su materia, sus colores, el tacto, las fisuras, ahora
ocultos, aparecen de súbito ante la mirada de quien, en la página escrita, les
pasa la mano enfundada en un guante por encima para retirar la nieve cuando
lee.
2
Los días sombríos, osco el cielo y la luz sucia, alguien
parece enfadado con nosotros por algo que no somos conscientes de haber hecho.
Nada hay que se realice a gusto, nada que se emprenda por placer. Los huesos
sienten nostalgia de su futuro y se abandonan. Los músculos no soportan esa
cháchara de pensionistas. El alfiler de la humedad teje su desangelado hábitat
con el hilo de la incomprensión hacia las aspiraciones de los mortales: el
paseo hasta el parque, la araña entre los setos, el vocerío de los niños, el
chasquear de las páginas del periódico al pasarlas.
3
El pájaro se acerca al charco a saltitos, con precaución.
Picotea su borde para asegurarse de que no es lo que su superficie dibuja, una
nube aburrida en un día de sol. Cuando tiene la certeza de que la alfombra en
medio del camino es de agua, extiende un poco las alas, como para sobrevolarlo,
pero se adentra de un brinco y sumerge un instante el pico. Lo saca tan
rápidamente como ágiles son sus movimientos para sacudirse las gotas. Extiende,
ahora sí, las alas y echa a volar. Poco a poco la nube regresa a la mirada del
charco.
4
El amanecer teje sonidos con displicencia. Permite que los
gorriones despierten al bosque con su inarmónico cántico y vandálico piar. Una
celebración sonora de la luz que acompaña la caótica creación de las formas, la
profunda desorganización de lo visible que para mitigar sus efectos denominamos
paisaje. El coro desafinado de gaviotas se une, con graznidos ásperos e
intimidatorios. Le sigue el lánguido lamento de los mamíferos, el zumbido de
los insectos, el chapoteo de los reptiles. Una orquesta de aprendices fogosos
que de repente, cuando una batuta de palabras golpea el atril, el poeta
consigue conciliar para los demás.
5
El amanecer teje sonidos con displicencia. Permite que los
gorriones despierten al bosque con su inarmónico cántico y vandálico piar. Una
celebración sonora de la luz que acompaña la caótica creación de las formas, la
profunda desorganización de lo visible que para mitigar sus efectos denominamos
paisaje. El coro desafinado de gaviotas se une, con graznidos ásperos e
intimidatorios. Le sigue el lánguido lamento de los mamíferos, el zumbido de
los insectos, el chapoteo de los reptiles. Una orquesta de aprendices fogosos
que de repente, cuando una batuta de palabras golpea el atril, el poeta
consigue conciliar para los demás.
6
De los días vividos con intensidad, también de las palabras
con las que han sido encarnados, quedan revoloteando en el aire aparasoladas
cipselas como si el tiempo hubiera soplado un diente de león. Cada acrobática
semilla lleva en su interior momentos de vehemencia, notas de una canción,
sílabas que pertenecieron a un nombre pronunciado. El viento antojadizo y
cambiante las conduce a lugares diferentes, las dispersa en los campos y por
calles empedradas de los pueblos. Casi burbujas de jabón, flotan en la cavidad
del recuerdo si cerramos los ojos. Escribir es recolectarlas. Reunir la flor
antes de ser soplada.
7
Un tímido sol les hurta grisura a las nubes nómadas de la
mañana, restos del temporal. La cordillera del Canigó, en el horizonte, luce
una cresta nevada. Los almendros solitarios desbordan la carretera con flores
diminutas que se apiñan para formar, desde lejos, una única flor. La casa
encalada abre los ojos somnolienta cuando el olor a cerrado la abandona. El
mantel que extiendo en la mesa lleva aguardando todo el invierno para sentir
esta alegría. Febrero se prueba vestidos blancos frente al espejo. Da vueltas
para ver cómo giran sus volantes. Sueña con los colores que nunca ha visto.
8
La lluvia es un pintor que no mezcla los colores en la
paleta. Aplica el óleo directamente desde el tubo, con toda su intensidad de
marrones tierra y de verdes hierba. Un chorretón sobre la tersura del lienzo,
que se queda durante horas cenagoso. La lluvia es un pintor rebelde, que no
quiere que nadie cuelgue sus cuadros, ni siquiera que una mirada transite por
ellos. Ha inventado artilugios de toda índole para cegar sus obras: los
paraguas, la niebla, el barro. Es un pintor que siempre me ha gustado. Me
sobrecogen sus interiores: la chimenea, la manta, un libro.
9
Dejan los libros una mancha de aceite en el lugar donde ha
pernoctado la lectura. Como los coches averiados. La maquinaria antigua. Como
el tiempo. Es un tizne blanco, a veces amarillo, con aguas que hacen visos al
mirarlas con detenimiento. Un polvo apelmazado por la sequedad. Los libros
abandonan bultos que resisten al ser rascados con lija o rociados con líquidos
cáusticos. Una humedad que ninguna corriente logra airear. Los libros no sirven
para calzar armarios ni trazan peldaños que conduzcan de un lugar a otro más
alto. Sí, son una molestia porque permanecen. No se los lleva la nada.
10
Cuando uno llega a deshora a un aeropuerto, y al seguir los
pasos de los otros viajeros por los vastos corredores siente que pertenece a
una tribu nómada en mitad del desierto, observa con inquietud el bulto solitario
de personas que aquí y allá, permanecen sentados o tumbados en las hileras
vacías de asientos. Si están despiertos, su rostro apenas consigue expresar
nada. Y uno se queda meditando, a veces, en el extraño simbolismo de la imagen.
Parecen personas que se hubieran quedado sin tiempo. Atrapadas en la rejilla
del sumidero que es la vida. Sin un presente que despilfarrar.
11
Compro en un puesto del mercadillo donde solo hay cerezas
—hermosas, gordas, brillantes, apetitosas— un cuarto de kilo. La mujer recorta
un pedazo de papel de estraza, hace en un instante casi de magia un cucurucho y
lo llena con cerezas que elige de la parte posterior del montón que muestra. Me
voy contento, feliz, ansioso por probar la delicia de los dioses. Pero abro el
cucurucho y dentro solo hay un montón de cerezas, todas, sistemáticamente
todas, podridas. Ni siquiera se me ocurre ir a reclamarlo: me ha regalado la
más cruel de las metáforas por un precio ridículo.
12
La mediocridad tiene dos caras. Pongamos un tema sobre la
mesa. Cualquiera. Cuatro personas alrededor. La primera enumera tópicos como si
dijera aquello por primera vez.
Intervención espuria. La segunda les da la vuelta. Con humor. No es así,
sino al contrario. Mejor, con chistes. Primera cara de la mediocridad, el
iconoclasta. La tercera le enmienda. Guardián de las esencias. No recurre al
tópico, sino a lo que, en la creencia consensuada, es. Segunda cara. Queda una cuarta persona.
Es posible que sea yo, que estoy en silencio. Miro a ambos. Y no veo que haya
otra cosa que decir.
13
Cualquier descripción tiene siempre algo de epitafio
anticipado. El lugar que acoge y se dispone como un argumento que evidencia el
vivir no es menos fugaz que una fecha. Se ignora mientras el lugar no se
distingue de quien lo habita; bien porque se acabe de conocer, bien porque se
haya residido allí de un modo prolongado. Pero si la ausencia aleja del lugar,
el regreso ya no reconoce espacios. Solo existen ojos, entonces, para lo que no
está. Únicamente lo que ha muerto se ve. Toda descripción es un ejercicio
optimista —un espejismo de permanencia— que camufla una elegía.
14
El papel donde la mañana sosegada se convierte en escritura
aún conserva las irregularidades del molde que filtró el agua. Y pequeñas motas
grises, también partículas oscuras, restos de ciertas impurezas que acabaron
trituradas junto a los periódicos viejos, los trapos y los cartones con los que
se hizo la pasta pobre de papel que unas manos artesanas encuadernarían,
después del secado. La pluma va tropezando en los baches de la hoja. Y la
caligrafía avanza turbia. Un cauce removido en el que el lodo del fondo
asciende a la superficie. Una forma de dejar de ver que muestra más.
15
No son buenos pintores, los lugares. No les guía ninguna
estética. Lo ancho resulta estrecho. Lo menudo, basto. Tampoco entienden los
colores. Los mezclan mal. Desconocen la simetría, estropean la perspectiva,
alteran la ordenación. En una lámina solo convocarían irritados garabatos en
rojo del corrector. Algún improperio, quizá. Sin embargo, a diferencia de las
obras artísticas, los lugares huelen. Los pasos resuenen en su interior. Les
hablan con sensaciones a los dedos que se aventuran. Cultivan higueras cuyos
frutos carnosos se ofrecen con desprendimiento. Lo hacen todo sin boceto ni
premeditación. Nunca serán reconocidos paisajistas. Una simple niebla los
ciega.
16
No todas las plumas con las que escribo en el cuaderno de
tapas rojinegras están en óptimo estado. Antes, quizá, debería anotar lo feliz
que me hace poder escribir de nuevo en estas páginas con pluma. Los papeles ya
no admiten la tinta y durante años mis borradores eran necesariamente a lápiz.
Temo el momento en el que se acaben las hojas de este cuaderno cuyo papel no
transparenta ni los borrones. Que no son pocos, pues elijo la pluma en peor
estado; la que, cuando acabo de escribir, me deja los dedos impregnados de su
color oscuro. De escritura.
17
Las palabras —la palabra que acabo de copiar y también las
que le seguirán— forman antes de aparecer en la frase un montoncito de
ladrillos. Retiro una. La sumerjo en el cubo de agua. Unas burbujitas
achampañadas salen de cada palabra mientras se sellan sus poros. La extraigo
luego y unto un poco de argamasa en una de sus caras. El cemento de los sueños
lo he mezclado antes con la arena de lo vivido. Y la coloco en su lugar,
siguiendo el nivel que marca un cordel tirado a plomo. Ladrillo a ladrillo,
escribo la casa que me acoge.
18
Las nubes narran la mañana con una voluminosa caligrafía que
no deja márgenes en el papel ni respeta el trazo de las líneas. Los pájaros
convierten el cielo en una partitura de bemoles fugaces que ellos mismos se
encargan de interpretar. Las copas de los árboles tienen una letra menuda,
llena de arabescos casi ilegibles en la que cuentan su azarosa vida. Los
rosales escriben versos delicados de punzantes epigramas que llaman la atención
de quien los lee mientras una gotita de sangre le mana en la yema del dedo. El
viento ensaya una obra de teatro que nunca estrena.
19
Besan los labios la piel de la manzana mientras los dientes
resbalan por su suavidad. Y a cada intento de morderla, la fruta se defiende
esquivándolos, hasta que el más incisivo consigue pinchar su escurridizo manto
y los demás, con ese apoyo, logran introducirse en la carne vegetal y blanca. Y
cavan la zanja que les permite arrebatar una esquina de dulzor a la perfecta
circunferencia que hasta ese momento había sido. Pedazo que en la boca se
transforma en néctar dorado y que la inunda y la desborda. Y yo, que contemplo
extasiado la acción, limpio con un beso.
20
Medio desencajada y con los cristales rotos, los herrajes de
la ventana chirrían cuando trato de abrirla sin lograrlo. Tropieza su cierre.
Astillas de pintura caen como escamas de un pez muerto nada más rozarlas.
Sobrevuelan la estancia y brillan un instante sobre los escombros acumulados en
el suelo. Tiemblan las hojas si las fuerzo. Ni yo mismo podría explicar por qué
quiero abrir una ventana que ya no tiene cristales. Pero sigo intentándolo. La
observo por descubrir el estorbo. Me empeño. Cuando lo consiga, me digo, habré
hecho lo que otra persona hacía a diario. Aquí. Comprenderé sus gestos.
21
En este instante de la tarde en el que los pájaros renuncian
al vuelo y contemplan el cielo desde las cornisas y aleros con indiferencia, en
el que las abejas se adentran en el panal porque las flores quedan en el
costado de las sombras, en el que el perro pastor se tumba en mitad del camino
y solo pestañea como única señal de alerta, en el que los escarabajos se
entierran con una decisión que no admite gusto por los colores, en el que las
hojas de los árboles languidecen y su verdor añora otras convicciones. En este
instante.
22
Abro los ojos y la realidad me muestra su acuario, las
dimensiones del cuaderno en el que se escribe lo vivido. Si la frase sin darse
cuenta las rebasa, se pierde en el aire, en la nada, donde la tinta del tiempo
no consigue escribir. Este cuaderno exige, al registrar lo ocurrido, una
caligrafía que ocupe la página. Pero la caligrafía con frecuencia se ensimisma.
Solo consigue hablar de la blancura del papel. El significado, sin embargo, no
está en la letra que lo consigna. La escritura también genera ensoñaciones más
allá del acuario del cuaderno. Otra realidad escrita. Vivida.
23
El futuro ha estado siempre escondido en la materia. Los
chinos lo buscaron en los caparazones de tortuga. Los arúspices etruscos
seccionaban el hígado de una oveja. Los griegos miraban el cielo en un espejo.
Los hindúes dibujaban sus ideas en cartas y las barajaban. Los druidas celtas
extendían las manos sobre una bola de cristal. En la Alemania del Barroco había
catedráticos de quiromancia. En el presente una pantalla de píxeles es capaz de
resolverlo todo. Algunas tardes también yo contemplo el vuelo de una alondra
para conocer el porvenir. No sé de dónde viene ni a dónde va.
24
Las palabras, en ocasiones, se visten para acudir a una
fiesta. Se maquillan profusamente con adjetivos, se peinan elaborados moños con
adverbios en –mente, se acicalan con prefijos, sufijos, interfijos y otras
máscaras móviles. No se las ve, a las palabras que hay bajo los vestidos
perifrásticos, a las que impostan sonidos guturales para que no se las
entienda, a las que dan pasos de baile hiperbatónicos. Disfrazadas de otra
cosa, la celebración acaba con la marcha fúnebre del sentido. Hojas secas que
se arraciman sobre la rejilla del sumidero en el estanque. Las palabras que
salieron, radiantes, de fiesta.
25
He bajado del autobús en una calle desconocida de una ciudad
de la que solo sé el nombre. Tal vez lo recuerde de un verso leído alguna tarde
de lluvia mientras tumbado en el sofá alargaba la manta de algodón hasta los
pies justo antes de que empezara a refrescar. Nada más. Transeúntes en todas
direcciones. Por encontrar un signo que me guíe busco en las sombras. En el
cielo también. Un campanario, una torre, un árbol alto quizá. Echo a andar
hacia el norte. Los escaparates me reflejan, pero nadie en la multitud me mira.
Solo soy un extraño.
26
El otoño es un cronista de cielos. Carga su cámara con las
lluvias de noviembre y se la echa al hombro por los caminos, entre los campos,
en los claros. Allí donde una hondonada consigue reunir un poco de agua planta
su puesto de reconocimiento. Cada bache, cada charco, cada balsa se convierte
en un observatorio de estrellas. La quietud es vidrio; la transparencia,
nitrato de plata. El otoño es un artesano de espejos. Y cuando cesa el temporal
salgo a recorrer la exposición de sus obras fotográficas. El vuelo de una
gaviota, de las nubes, de los deseos ignotos.
27
Llega de ninguna parte, ordena el viento a su favor, un
estrépito que reclama todas las atenciones mientras se le ve correr con estruendo,
una cinta de película mal regulada, y en un tris ya ha desaparecido camino de
ninguna parte. Deja la mente pensativa. Desorientada. A quién trae, a quién se
lleva. Las ramas de los árboles y los setos que acompañan su pasar de manera
enloquecida poco a poco regresan a la quietud. Las dos vías recobran su
resignación de trazos que añoran encontrarse. Ha pasado el tren. Su intensidad.
Queda el eco de los símbolos. Un hueco.
28
No se sientan nunca las sillas. En pie siempre.
Esperándonos. Igual que un perro que aguardara el regreso de su amo junto a la
puerta. Un ramo de rosas sobre la mesa que pide un jarrón lleno de agua. Así
las sillas nos esperan. Su paciencia, imperturbable. Y cuando nos sentamos,
también ellas al fin se sientan. Descansan. Ladrido del can feliz, aroma de
flores. Nos hacen masajes en la espalda, en el trasero, en las pantorrillas.
Sujetan los brazos. Y cuando nos movemos intervienen en la conversación con un
ligero gruñido, que es su rara manera de expresar alegría.
29
La experiencia de cada día alienta en el nuevo día que todo
ocurra igual, porque siendo igual será siempre diferente, repitiéndose logrará
ser inesperado. Es una de las paradojas del vivir. Solo lo novedoso y cambiante
insiste en su vacuidad. La vida no es un camino hacia lo desconocido que exista
más adelante, sino un descenso a lo conocido que hay en la propia vida. Un
descenso a las honduras de lo que es. Solo lo conocido puede proporcionar
conocimientos desconocidos. Lo desconocido únicamente convoca palabras conocidas
con que malbaratarlo. Las palabras visionarias ahondan, penetran. Anhelan lo
que han vivido.
30
Escribo ahora en la pantalla del ordenador. Otras veces lo
hago a mano, con pluma, sobre las páginas de un cuaderno. Los cuadernos me
gustan, pero se quedan en los cajones para uno mismo, para nadie. El ordenador
se muestra como una paradoja, siendo enteramente impersonal su escritura, es
capaz sin embargo de llegar a alguien en un tiempo que el reloj ni se molesta
en computar. Siendo un intrincado enigma su modo de escribir —un programa
traduce al alfabeto el incomprensible código digital en el que lo graba y
transmite—, inmediatamente lo colma de sentido quien lo recibe.
31
Esquinas, rincones, recovecos. Los lugares. Universos en
miniatura. La mesa de la cocina. El tronco de la acacia. La marquesina de la
parada del autobús. Cada lugar con su memoria, el relato de una conversación,
de una caricia, de una mirada. Los lugares humildes, casi sin historia, sin
prestigio. Son los que se eligen para permanecer, para charlar, para quererse.
Se impregnan de una historia, una memoria y ofrecen su gratitud, su no pedir
nada a cambio, su hacer sentir tan a gusto. Los lugares minúsculos, donde la
época no se detiene. Ni siquiera los mira. Los propios, los inolvidables.
32
Viernes. El aleteo de una paloma que se despide del sopor de
la plaza. La lámina de agua que se vierte por encima del mirador del estanque
tras la lluvia. El ciervo que asoma curioso la cabeza un instante entre los
arbustos antes de desaparecer. Habitar un viernes. Cucharada de miel en la
infusión de hierbas de la tarde. Nube que brinda su blancura a los delirios
cromáticos de un sol senil. Dedos que modulan sobre las teclas blanquinegras
del piano una melodía cuya partitura fue escrita por el deseo. Hoy es viernes.
Todo lo dice. Claro de bosque. Ensenada.
33
Los días nacen de sí mismos. No los arrastra el tiempo ni se
engarzan en un tren mercancías que cruza el paisaje sin que alcance a
distinguirse un vagón de otro. Cada día crea su propia identidad, su carácter
único. Y así se ha de vivir, sin otros días antes y sin que importe que vengan
otros días después. Sin pensar en ellos, porque aún no existen. Están por
crear. Vive solo el día de hoy, el que se concibe desde el amanecer con
palabras y con deseos. Solo las horas que se crean con la voluntad de ser
transitadas.
34
El ramillete de violetas silvestres con el que se regresa de
un paseo revitaliza el recibidor. Una rosa en un jarrón de vidrio tan delgado
como su tallo señorea encima de la mesa. Un haz de tulipanes en una jarra de
barro antigua hace amistad con los libros en el estante. Una maceta con una
orquídea solitaria controla la calidad de la luz que la ventana cuela. En su
alféizar un parterre de claveles se mira con gusto en el reflejo del cristal.
La tarde entre flores acentúa los valores del presente. La exaltación de los
colores desbanca el tiempo.
35
Toldo que los cuerpos cuelgan sobre su abrazo con cuatro
palos clavados en la arena, la noche los ensimisma. Enramada de silencios que
acoge los susurros, la noche entra en el interior de cada uno con su callada
armonía. La peregrina. La que llega a la hora de los cansancios para entregar
la vitalidad escondida de la ternura. La efusiva. La que enciende la chimenea
de los anhelos con su aliento. La desdibujada. La que arranca las hojas del
cuaderno donde están escritas las costumbres. La amiga. Manto que se echa sobre
los hombros de los deseos. La que vibra.
36
El neón del rótulo les añade en el gesto acentos
circunflejos de un idioma impenetrable. El relente de la noche queda
inadvertido en la camisa con las mangas dobladas hacia el antebrazo y algo
fugada del cinturón de piel negra por la espalda. En columnas salomónicas el
frío huye con las bocanadas exhaladas a la puerta. Y si con una mano sostienen
la brasa, con la otra abrazan la cintura de mujeres de medias negras. Paso
buscándole a mi cazadora un punto más arriba en el cierre de la cremallera. No
existe la temperatura ni el desmoronamiento para los fumadores.
37
Los árboles cantan. Sus hojas forman un coro de voces
diáfanas. La brisa lo dirige. Y a veces invitan a un director foráneo, que
llega con una larga melena despeinada y la barba sin recortar, se quita la
chaqueta y remangada la camisa no cesa de dar indicaciones con la batuta a las hojas
para que alcancen los tonos más altos. Es el viento. Da gusto escuchar las
canciones de los árboles. Sus melodías serenas, amorosas. Letras que
aprendieron hace siglos y que repiten a diario con la misma jovialidad. Como si
las inventaran. Abro la silla de tijera. Escucho.
38
Las ventanas son páginas de un cuaderno que guarda palabras
del presente. En las ventanas quedan escritas las dimensiones de una mirada, el
arco que traza el tiempo al recorrer el cielo, la intensidad cromática de una
aguja en la copa del pino. Da gusto asomarse a las ventanas para pensar. Lo que
en sus cristales se dibuja forma la colección de metáforas elegidas. Cada
ventana se alza en la pared como un poema enmarcado. A este lado de la ventana
siempre hay lo mismo que al otro lado. Quien contempla se convierte en lo
contemplado. Cada uno, un paisaje.
39
La vida es el arroyo que corretea entre las piedras junto al
que uno se sienta, bajo la umbría de las encinas, para observar cómo las ranas
saltan al cauce cuando oyen voces y perciben alguna sombra. La vida es la brisa
de la tarde que peina los campos de trigo y esparce un aroma cereal que perfuma
las palabras que aparecen en la luz llegadas no se sabe de dónde. La vida son
las nubes que se forman y deshacen dando a su aparente quietud una velocidad
que maravilla a aquellos cuerpos dinámicos ahora tan quietos sobre la hierba.
40
Algunos libros que se leen durante las horas de los días
calurosos. La novela que escribe la espuma de la ola al romper alrededor de los
pies cuando caminan descalzos sobre la arena húmeda. El ensayo sobre la versatilidad de los
triángulos que publica la bandada de patos que se alejan hacia el oeste. Los
poemas en prosa que recita el ferrocarril al cruzar el puente de hierro sobre
el río. Y los poemas en verso que declama la corriente si cazan en sus aguas
las gaviotas. Libros de la biblioteca de la tarde en un estante de la memoria.
41
Los acontecimientos históricos de la tarde: el brinco que da
el gato para alcanzar la rama del níspero por la que trepa. El giro que insinúa
la rosa más alta del rosal en dirección al sur. Los pasos de danza que ensaya
sobre la mesa del jardín el gorrión para acercarse desconfiado al charco donde
va a beber. Las noticias cruciales de la actualidad: el ruidoso vuelo de la
cetonia que se detiene en el respaldo de una silla. La glicinia que se
descuelga, como un farolillo, desde el techo del cenador. El silencio que
regala la lluvia cuando cesa.
42
Un piano es siempre un lápiz. Con una línea traza el
horizonte. Las montañas, la niebla que las corteja. Con un sombreado es capaz
de darle intensidad a la luz. La crea cuando oscurece el blanco áptero del
papel. Del silencio. Las notas, en ocasiones, se entrelazan como una trama
cruzada que le añade al dibujo sonoro suavidad o aspereza, una sensación en la
yema de los dedos que entra por los oídos. Por los ojos. Con círculos de
arpegios se construye el movimiento. Sobre la lámina, en el aire. Un impulso
que acelera los objetos. Que los hace bailar.
43
Cinco cuerdas paralelas sobre el blanco azulado del cielo.
En el balde, la ropa húmeda. En el saco de tela, las pinzas. Se diría que voy a
tender. Sería esta, sin embargo, una manera de ver las cosas con escasa visión.
Lo que voy a hacer es a componer una sinfonía. La sinfonía de la mañana. Las
cuerdas, el pentagrama. Las piezas de ropa, las notas. La pinzas, la pluma del
compositor. Elijo una blusa, la. Una camisa, mi. Un pantalón, do. Un sujetador,
sol. Una camiseta, fa. Las pinzas van fijando las notas. El viento, gran
instrumentista, las interpreta.
44
La granada es el único fruto que muestra con orgullo la
pátina del tiempo en su piel. Cuadro expuesto durante años junto a una ventana,
el polvo de las estaciones ha oscurecido sus colores. Bronce que culmina la
piedra blanca de una fuente, la intemperie ha escrito su épica ciega sobre los
antiguos destellos. Es también el fruto con mayor densidad en su interior. Es a
las frutas lo que los rascacielos a la ciudad. No resulta fácil descascar una
granada. Hay que utilizar los dedos con el arte que admiro en las manos al
rondar por un cuerpo emocionadas.
45
La lluvia deja caminos de agua en la ladera, cauces
tumultuosos que dan saltos infantiles sobre las rocas, que serpentean entre los
árboles o que corren hasta quedarse sin aliento. Ofrece una prosa exuberante
escrita sobre las hojas, sobre la arena, sobre las piedras; en cualquier parte
su caligrafía brillante y húmeda atestigua su paso. Interpreta melodías de
exquisita belleza, el goteo de un canal de desagüe en el tejado, el murmullo
nervioso de un torrente o arrullo de un arroyo por el prado. Hay que leer la
lluvia con devoción de discípulo. En ella uno aprende a pasar inadvertido.
[2014]