Milagros
Qué inocente, barbilampiño y cortado aquel Mauricio siempre
con un libro atrapado en las axilas; cuando acertaba con la pregunta, no paraba
de hablar su silencio. ¿Y Máximo?, engominado, fragancia varondandi,
coleccionista de marcas comerciales; solo me quiso el día que me puse un
fredperri de mi hermano. Marcos era guitarrista, guapo y tenía moto; aunque me
repitiera que me amaba, ¿quién podía creerle usando ese verbo? A veces me
acuerdo de cómo me divertía Miguel, tanta imaginación y gracia; solo le faltaban
unos centímetros en las piernas. Matías era un artista, y pretendía pintarme
desnuda. Ah, mis amores impasibles.
Micaela
En lo alto del muro, un mirlo. El aire le agita las plumas
como si le levantara las faldas. Menea la cabeza contra el cuerpo antes de
erguirla y echar a volar. Queda la hilera de hormigas —rúbrica del silencio
sobre la piedra—, el guijarro que se me ha colado en la sandalia y el viento
inoportuno, que zarandea mi vestido. Es lo único que permanece de un instante
perdido. El vacío que le sigue se llena —palangana que recoge la gotera, balsa
seca tras el nubazo— de agua sucia. Ojos
míos cuando miro cómo las hormigas también se alejan.
Matilde
Desde que era una cría tengo la sensación de que todo ocurre
sobre un escenario. Por eso me cuesta no ponerme histriónica en las
discusiones. O no lanzar miradas al más allá. Siempre imagino los focos sobre
mi mejor perfil y al otro lado de la oscuridad el silencio de un público. Desde
muy pequeña. Primero pensé que quería ser actriz. Luego, más desengañada, me
imaginaba personaje de un drama completo. Protagonista. Doliente Antígona. Con
el tiempo se ha diluido la trama y ahora, aunque todo siga ocurriendo en un
teatro, solo pronuncio réplicas aisladas de obras diversas, perdidas,
ininteligibles.
Milena
Me concentro en los zapatos. En los zapatos sucios. De
varón. En la fatiga de la piel. Aspereza, estrías, fisuras. En las manchas. De
polvo, de barro, de pintura. En el desgaste. Cordones deshilados, tacones
cojos, contrafuertes torcidos. Me entretengo en la vida de los zapatos de esta
época. Tampoco tienen quien los cuide, los hidrate, les regales flores. En el
andén solo me preocupan ya los símbolos. Y cada cuatro minutos, el estruendo
del metro alborota cualquier observación. Se cierran las puertas. Me quedo sin
mis zapatos, pero con una súbita alegría. Continúo aquí sentada. Los demás, de
camino.
Marta
Ana en el lecho del deforme Ricardo, tras haberle confesado
el homicidio del rey, del príncipe de Gales, su marido, y de su padre. «¡Pero
fue tu belleza la que me impulsó!». Aún tuvo fuerzas Ana para responderle: «¡Si
creyera eso, asesino, te juro que estas uñas desgarrarían la belleza de mis
mejillas!». Poco después yace junto a Ricardo, duque de Gloster, futuro rey y
esposo. No veo la moraleja por ninguna parte. La vida que va tragándosela a una
con el engranaje mecánico del deseo sin piedad. Del deseo ajeno y de la piedad
propia. Una asimetría que devasta.
Miriam
Llego hasta la mesa. El mantel a cuadros. Un jarroncito de
vidrio con un clavel en el centro. Servilletas de tela, encima los cubiertos,
grandes, antiguos. Una acuarela colgada en la pared. Cielo nuboso y el mar como
una manta sobre el cuerpo del hombre accidentado del que solo se ven los pies
calzados. No consigo pasar de este punto. La cristalera del restaurante, que da
a una calle que desemboca en la playa. Cielo despejado y el mar como una sábana
verde que cubre al hombre a la salida del quirófano. Con los pies desnudos al
aire. No logro.
Maite
Como un juego de los de mi hermano. Los coches. Hasta los
autobuses. Las personitas. Moviéndose a saltos. Con los dedos puedo sujetar lo
que quiera, un coche, un autobús, un tipo que camina con prisa. Y conducirlo.
Donde yo quiera; claro, siempre que yo quiera que vaya donde va. Es el problema
de los privilegios fantásticos. El mío, el balcón. Me salgo aquí a mitad de
cualquier cosa. Me acodo en la barandilla. Y el movimiento me arrastra. Tantas
vidas en mis manos, aquí, en las alturas. Un juego. Y sin embargo, ninguna.
Pero me gusta. Eso me repito.
Margarita
Echarme a temblar es lo que haría en lugar de responder si a
alguien se le ocurriera preguntármelo. ¿Por qué por allá y no por aquí? Esta
calle baja directa. Aquella, por donde siempre tomo, da un rodeo. También
cuando voy con prisa, o claramente atrasada, sigue dando un rodeo. Que nadie se
dé cuenta, porfa. La mayor parte de los días, de cinco cuatro, digamos, daría
igual una que otra. Pero no puedo saber qué día será el que hace cinco. Paso
caminando, aunque vaya escopeteada, casi me detengo de tan despacio que avanzo.
Miro. El taller. Lo veo.
Mónica
El chorro más parlanchín que nosotros, allí sentados con el
culo medio húmedo sobre el mármol de la fuente. A esta hora se está bien. De
alguna ventana abierta hasta se escapan ronquidos. Si una sombra se acerca, sus
pasos son un diapasón para la melodía del agua. Acompaña. Acabamos de
conocernos, pero es como si nos lo hubiéramos dicho ya todo. También el silencio
impone lo suyo. Quizá fuera un buen momento para besarnos, pero así de lado, no
ayuda. Tampoco se atreve a proponer nada, o no sabe dónde. Y se agradece que el
surtidor hable por nosotros.
Merceditas
Un pequeño arcón de madera, con cierre de gancho, feo.
Cursi. Venía con polvorones. Tonto regalo de Navidad. Fue cambiando de lugar en
el piso hasta aparecer un día junto al cubo de la basura. De ahí lo rescaté.
Por nada. Lo dejé en un rincón del armario. De vez en cuando, si busco uno
entre los leggins que amontono
encima, lo veo. Veo su vacío. Su inutilidad. Ni cartas de amor, ni siquiera
secretos. Jornadas idénticas, eso sí. Horarios, también. Me gusta el cine para
imaginarme vidas. Pero cuando encontré aquello, enfundado, flexible, ya supe
qué guardar. Qué aguardar.
Mariluz
Solo la claridad que cuela la ranura de la ventana cerrada y
la de la música, que empareja cuerpos sudorosos y ladea las cabezas inclinadas.
Si al girar miro alrededor, en un rincón veo bailar el foco de la linterna
sobre la caja de discos, sobre el tocadiscos. Su resplandor distorsiona los
cables, que enmarañados y enormes reptan por la pared. Persigo gotitas de luz
por no cerrar los ojos y encontrarme conmigo mientras sus manos recorren mi
espalda. Lentamente. Y al mismo tiempo deseo, y con la misma intensidad, que
ahí se detengan y que se acerquen. Al corazón.
Marina
Gato remolón, el oleaje de la tarde se enrosca en los leños
que sostienen las tablas del embarcadero. Quien deja caer una moneda, la pierde
por alguna ranura. El brillo opaco del gasóleo se extiende y se recoge sobre la
superficie del agua. Flota la colilla de un cigarrillo a medio consumir. El
crepúsculo parece leer el periódico, distraído, en una lejana terraza de café
colonial. En ese momento me pregunta por mis sentimientos hacia él. Los demás
ríen un poco más allá, sentados, las piernas colgando. Los oigo. Le oigo. Pero
pasa una barca tartamudeando y enmudece el silencio.
[Noviembre, 2013]