Galería de escritores imposibles



Arati responde
Con la mirada busca algo, a alguien, pero tropieza con un bloque de pisos: papel cuadriculado. «Hace demasiado calor», responde al fin Arati. Nélida, que le ha preguntado cómo se vive en su país, se queda contemplando la frase como si se tratara de un globo que asciende. «¿Cómo es el país donde te han llevado?», le preguntó la abuela meses atrás, cuando la visitaron. Recordaba el gesto de buscar algo con la mirada mientras la vaca chapoteaba en el barro. «Hace demasiado frío, abuela», respondió. Y la abuela acogió sus palabras con un abrazo y una pizquita de compasión.


Un manojillo de quebrantos
Cada sábado, sin falta. Con la misma ilusión por ganar los trescientos euros Bianca baja los escalones de la taberna. Cuando sube al entarimado, no ha de mirar la letra en el televisor. «Bianca, eres la voz más hermosa de Perugia» —le gritan. Y Bianca se ruboriza y piensa en los trescientos euros del premio semanal en el karaoke, que siempre ganan otros concursantes. «¿Por qué cambias la letra de las canciones, Bianca? Si no lo hicieras el premio sería tuyo. ¿Por qué no dices Quel mazzolin di fiori?» Y Bianca suspira: «Porque es más real  Quel mazzolin di fratti.»


Nocturno
El pálpito de la noche —un autobús que cruza lejos, el zumbido de un aparato a deshora, los pasos del vecino hacia el baño— acuna a Cintia cuando se acuesta sola. En las sábanas la ampara la sensación de lo recién lavado mientras el despertador juega a formar capicúas con las horas. La ausencia le da sentido a cada instante, escribe con los movimientos del cuerpo un relato sencillo que cada día le gusta más leer. De madrugada, cuando llegue alborotando la página, ebrio, macerado en humo de tabaco, tosa y tropiece entre balbuceos, la noche ateniense se volverá ilegible.


Torneo de ajedrez
No muchos, es cierto, pero sí hubo algunos ajedrecistas locales que analizaron durante algún tiempo, sin ningún resultado, los extraños movimientos que practicó en la última partida del campeonato Dmitriy Lévedev, aspirante al título regional. El sentido hermético de sus jugadas conducía al absurdo irremediablemente. El posterior suicidio del ajedrecista catalogó la enigmática partida como fruto de la demencia. Hoy la revista Шахматный турнир ha rechazado, por considerarlo irrespetuoso con su memoria, el artículo donde, tras desvelar el valor alfabético de las jugadas de Lévedev, descubro el siguiente mensaje: «Dasha, te quie». En este momento, el campeón clamó: «Jaque mate».


Destino
Al fracaso la gente se prepara a conciencia. Conozco el caso de Ezequiel Egea Erena que nació en enero, en Estépar, y siempre creyó que aquello era un signo del cielo. Cuando visitó Estremera decidió quedarse. Compró un piso en la calle del Eruelo trece, tercero tercera. En la calle de Enmedio salió otro más holgado por idéntico precio, pero al ser en el número ocho y cuarto, no lo quiso. Todo cuadró hasta el día de su boda; al ir a firmar los papeles descubrió su desgracia: el nombre de la novia elegida especialmente no era E... sino Helena.

  El astuto
«Jeeessiiica95, con tres es y tres íes y noventa y cinco; Jeee —tres es— ss —dos eses— iii —tres íes— noventa y cinco; Jeee…». La tres monedas de euro que acaba de sacar de debajo del armario tintinean en el bolsillo de Fahd. Baja la calle dando saltos y recitando de memoria: «Uve doble, uve doble, uve doble, fotolog punto com, barra. Jeee —tres es—…» Lo hace para que no se le olvide la dirección antes de llegar al Cíber de la plaza, como le ocurrió la vez anterior que en clase pudo captarla al vuelo. «Fotolog… Jeeessiiica95 —tres…»


Poesía urbana
¿Por qué compraba pinzas de colores si luego, cuando tendía, las sacaba de la cesta alargando el brazo hacia atrás, sin mirar siquiera un instante la que sus dedos seleccionaban?  A Gerôme le parecía la misma prosa de los anuncios, de los periódicos, de las novelas. Las palabras igualmente lanzadas al recipiente de la hoja sin ton ni son. El mismo caos que el tráfico en las avenidas de París. No tendía Gerôme por ayudar a su madre, sino para ofrecer poesía desde el patio de vecindad; soñaba que la armonía cromática entre pinzas y ropas encandilaba algún corazón desconocido.


Me desgarra el corazón
Llegaron a las puertas del recinto de la Alhambra una bochornosa mañana de verano. El guía les había dejado solos mientras retiraba las entradas. «Es muy bonita, ya verás», decía Brunhilde, animosa como siempre; «una ricura —subrayaba Mathilda con voz aflautada—, mira qué fotos en la guía». Helmuth insistía en su desánimo. No hay aquí dentro nada que me resucite, iba diciéndose camino del monumento, cuando al pasar junto a un abedul del jardín tuvo una idea que le rejuveneció. Sacó una navajilla y sobre la corteza grabó en cinco palabras sus obras completas: Das zerreißt mir das Herz.


El corrector
«Ningún escritor contemporáneo sabe escribir» —clamaba Ignacio Hechebendría a las enfermeras mientras repartía por la habitación folios de la novela cuyas pruebas de imprenta corregía. Acababa de cumplir 75 años, 50 de los cuales había dedicado a enmendar originales: era su argumento de autoridad. «Un premio Nobel, tres Cervantes, incontables Nacionales. Ninguno sabe escribir. El archicélebre Casín escribe osco, sin hache; y el académico Louroño en el aplaudido libro El desafuero escribe tres veces gorjear con dos ges». Se lo repetía a quien le escuchara, médicos, enfermeros o celadores. «Algún día escribiré un libro para contarlo» —fueron sus últimas palabras.


Episodio inédito en la obra de Joaquim Maria Machado de Assis
Sus dedos temblorosos rebuscan en la bolsa de cuero y una tras otra encuentran las tres monedas que deja sobre el platillo de porcelana. Tintinean. Igual que cada mañana, pero como si fuera la primera vez, advierte al servicio de que si aparecen los achaques vayan rápidamente en busca de su sobrina. Sobre la cómoda les deja el importe del billete de tranvía. Al anochecer, cuando regresa renqueante y exhausto a su estancia, las monedas han desaparecido. En otros tiempos, Carolina hubiera echado a todos los criados. Joaquim sonríe. Piensa que le sale barato: cada día compra un día más.


Variaciones sobre un tema de Blai Bonet
Un timbre amarillento devuelve su espesura de yeso que ha cuajado al rellano. Aquella pesadez blanca, húmeda, tiznada por voces distantes que atraviesan muros, esculpe cada movimiento. Los dos, Kenneth y Keegan, se miran a los ojos; tardan en abrir, y una mano se posa sobre la espalda, atrayéndolo con ternura hacia el pequeño fuego —apenas cuatro palos, hojas secas, unos cartones viejos— que se acababa de prender en aquel rincón de la noche. Si la ternura es la cara opuesta de la lujuria, cuando la moneda echa a rodar por el aire lo que quedará escrito siempre es incierto.


Århus
Sale del hotel el sábado al atardecer para dar una vuelta por la Ciudad Antigua. El camión con su mudanza no llega hasta el lunes; y el mismo lunes por la tarde se inaugura la oficina de la filial que le han encargado dirigir en Aarhus. El fin de semana es un cuenco vacío, se dice  Lennart Grønkjær, ansioso por resolver los problemas que se le vienen encima. «Tantas cosas por hacer y no poder adelantar nada hoy.» De plaza en plaza, deambula por calles solitarias como empujando el día fuera del tiempo: qué desperdicio de jornada para su currículum.



Caligrafía de la mañana
Sobre la acera  se lee la caligrafía de la mañana: las sombras de los árboles dejan estrechas franjas para que el cálamo de la luz trace sus efímeras inscripciones. Alguien, que se ha desprendido de un cigarrillo, inserta un humeante diacrítico entre la pureza de las líneas solares. Servilletas y pañuelos de papel arrugados conviven con las hojas de los plátanos, arremolinados por el viento de la víspera; se esparcen sobre los jeroglíficos matinales como signos de un humilde alfabeto que aguarda el final de las civilizaciones para imponer su pequeñez, su cualidad de hormiga gráfica, tan insignificante como perenne.




Es capaz de destrozar frases con los zarpazos gramaticales de su ruso. Nikita —le dicen— di tal palabra, y la repite para que se rían. Después sale corriendo y enlaza una pelota a sus pies. Cuando chuta la defensa rival se lanza al suelo para evitar encuentros desafortunados. El portero, una vez adivinada la trayectoria del cañonazo, se estira fotogénicamente hacia el lado opuesto. «Eres un poeta, Niñita». Todos, incluso él mismo, creían que su vitalidad no tenía fin hasta que alguien le susurró: «Oye, que Paola se ha enamorado de ti». Le alcanzó la melancolía; las defensas rivales respiraron.


Los tranvías
Desprecia los tranvías. Ohelah prefiere caminar durante horas por las calles de Estambul desde el supermercado donde trabaja. Soporta con paciencia los grupos de niños que le salen al paso para molestarla de algún modo, transige con los vendedores ambulantes que la asaltan en las aceras, procura no tropezar en el empedrado ni perderse por las callejas que toma para ir escribiendo con sus pasos, sobre un mapa imaginario, el nombre dulce del amado: AASHIQ. Tras rodear la plaza que dibuja la Q, se siente abandonada por la vida y espera a que el primer tranvía que pase la recoja.

Cuentos de amor
Frente a las iluminadas vitrinas donde las mujeres disimulan su tedio en los edificios del Barrio Rojo de Ámsterdam es fácil identificar la figura desmejorada del cuentista Peter van Naakt con una libretita en la mano. Creador de un código alfabético de desnudeces, acude diariamente a las calles del distrito para escribir al dictado de las ropas íntimas, tatuajes, teñidos y gestos de las prostitutas. Pese al interés que algunas revistas para hombres mostraron por publicar sus obras cuando un diario le entrevistó para la sección de Ocio, todas acabaron desestimándolo tras comprobar que se trataba de cuentos de amor.


Passer domesticus
Atléticos, los gorriones —humildes habitantes del cielo de la ciudad—dibujan rayotes sobre el vacío de la hora. Pían, y su piar desacompasado ocupa el hueco que dejan los esporádicos vehículos que circulan. Carecen de prestigio estos pajarillos feos, desconfiados, tristes. Ross camina por las aceras que el verano aletarga, busca el cielo entre los edificios por adivinar en sus posos las señales del día y los descubre, trazando diagonales entre azoteas con tanta indiferencia. Se dice: «Merecerían un buen poeta. De hecho, los dos lo mereceríamos. Los gorriones en busca de almas y yo detrás de un buen trabajo.»

El invierno
En las rodillas, sobre los hombros, hacia los brazos, el invierno escribe su prosa en los huesos del padre Slawoj. Las trizas de niebla le caligrafían la pierna, dentro del muslo. Aunque no será él quien pague la factura del gas este mes, ha apagado la calefacción una hora antes de partir. Aguarda en la rectoría junto a las maletas la llegada del taxi. Ha pinzado los extremos de la cremallera y se ha cerrado la chaqueta. Arranca unas cuantas borlas de lana y las reparte por la estancia, por corregir puntuación, acentos y diacríticos en la ortografía del frío.


Charcos
Al caminar por la avenida el paraguas —como celestina en pista de baile— empareja la mirada de Takuma  たくま con los charcos. Su intimidad crece alimentada por la lluvia. Le seduce la piel que motean círculos fugaces y también las impurezas que los charcos atesoran: hojas que amarillean y hojas secas, colillas blancas y colillas oscuras, pedacitos de celofán, papelillos arrugados de diversos tamaños, plásticos nómadas, una brizna de silencio y, cuando se inclina para observar a fondo sus secretos, la imagen de su rostro bajo el paraguas. Cada charco parece un pequeño recipiente de sílabas. Trata de llegar a diecisiete.


Poética: ¿cuántas palabras entran en un cuento de cien palabras?
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuna, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta, treinta y una, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y una, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y una, cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y


Ventas
Se sienta en el escalón, bajo el porche de un café. El atadillo de paraguas lo deja apoyado cuidadosamente contra una columna. Ha de retirar las piernas para que aparque un coche cuyo conductor no quiere andar demasiado hasta la barra. En el pañuelo donde guarda las monedas cuenta el resultado de las dos ventas tras una mañana de caminar el barro de las calles de Duala. Victorine sabe que la jornada no le da para un refresco. Lo dibuja con un dedo sobre la arena y su imaginación se lo bebe. Luego, al levantarse, se golpea con el parachoques.

Luciérnaga
«No tengo paciencia para aprender a escribir todas las palabras. Con la cantidad de palabras que hay, enséñame sólo las importantes.» «Esto no funciona así, Xênia.» «No te rías, pánfila; aunque analfabeta, también yo fui jovencita y garbosa, ¿o es que crees que siempre anduve así de vieja?» «Es que se enseñan las letras, no las palabras.» «¿Y para qué sirven las letras si no es para escribir palabras?» «Pesada.» «Además, enseguida llegará un cliente y me dejarás a verlas venir; eres la preferida de la casa.» «Te haré caso. Empecemos: ¿cuáles es para ti la palabra más importante?» «Pirilampo

哑巴 (Yâ Bā. El mudo)
«¿Qué es eso?», preguntan a coro los tres compañeros del grupo ante la impenetrable grafía. Yâ Bā escribe debajo, en castellano, «poema». «Profe, Llabá ha escrito un poema». «Y ha escrito la palabra poema», se fija la profesora cuando pasa a su lado. «Llabá es un poeta». «Por eso nunca habla». «Y mira tan triste». «Llabá, ¿de qué es el poema?» Yâ Bā tuerce un poco los ojos y se esfuerza por no fijarlos en ningún lugar, pero no dice nada. Raquel sigue preguntando. Betty le pide la hoja del cuaderno. Yâ Bā la arranca. Se la entrega.


Pequeño cuento de Año Nuevo
Se levanta temprano para mirar el cielo. El día amanece nublado, metálico. No hay mañana más solitaria que la de Año Nuevo, piensa Ziza. Cree intuir —antes que ver— un pálido reflejo dorado entre las nubes grises. El sol que se abrirá paso en su vida; esas cursilerías la reconfortan. En la casa familiar le espera comilona y aburrimiento. Después quedará con las amigas del taller. Al cine. «Qué asco —redacta en su blog— igualito que si fuera el año pasado». Entre sus piernas pasa caracoleando un pececillo de plata. Reacciona rápido, lo aplasta con la zapatilla: Feliz año, bicho.



[2008]