Bergen suite

01

Costras de hielo sobre las botas. La puerta de golpe ha silenciado el discurso delirante de la ventisca, a solas ya en mitad de la pelea con las luces del puerto. Al avanzar descalzo la madera le susurra frases de quien se entiende en una lengua foránea. Un montón para los calcetines, los pantalones húmedos, la camisa. La lamparilla parpadea, pero la luz está sujeta a las paredes con clavos y el recuerdo sigue amarrado al noray. En la pila vierte la bolsa de plástico donde trae los arenques para freír. Abre el grifo. Busca un cuchillo en el cajón.

02

Si ha de jugar contra sí mismo no se siente ni de blancas ni de negras. Le reconforta el chasquido de cada pieza al ocupar su nuevo lugar en el tablero. La lluvia, que repiquetea en los cristales desde la mañana, cesa cuando el director del coro alza la mano y cierra el puño. Con la misma exactitud. Si mueve los dos bandos, no tiene favorito. Aunque le guste ganar, sabe que una parte suya saldrá perdiendo. Después de la partida, sube al desván y contempla la calle desde el ventanuco. Con las luces, la realidad parece envuelta para regalo.

03

Amarillean las velas, lo sé. Los cabos se sueltan, los palos se tuercen, la madera se pudre. Un desastre tras otro. En las ranuras se acumula polvo desde hace tanto que el plumero resulta inútil. Pero no soy capaz de retirarlo de la ventana. Ni sé los años que luce ahí, presidiéndola. A veces hasta doy un rodeo para llegar a casa por la calle desde donde mejor se ve. El barco en el alféizar. Ni siquiera lo considero un barco. Para mí es un día. Verano. Ni una nube. El mercadillo. Aquel viejo artesano, barbudo, que nos lo vendió.

04

Hay otro yo que se queda en el atrio de la casa cada día. Es mi invitado, les digo a los fantasmas que con seguridad aún permanecen por este lugar, acurrucados junto al radiador. Pero no sé muy bien si él es un doble mío o yo un doble suyo cuando me enfundo el abrigo térmico, los pantalones impermeables, el gorro de piel y las botas. Dentro debo de ser yo, pero fuera ya no estoy tan seguro. Como tampoco la nieve es la piel propia de la ciudad ni la oscuridad su cielo. El invierno disfruta siendo el Otro.

05

La sábana que ha tejido la ceniza del día y que la ventana vierte sobre la mesa, antes de que se decida a encender la lámpara, se extiende por el cuaderno que acaba de abrir. Una niebla que tacha, sobre el papel, cuanto todavía no ha sido escrito. Pero está detrás, o debajo. Mientras el tenue tintineo de las pulseras acompaña el movimiento de la mano, escribir es una manera de borrar lo que ve para que lo rayado por el presente brote. Una forma de raspar la grisura en busca de los temblores que no están en la luz.

06

El reflejo de las luces del ferry en la superficie del agua, la dimensión el universo. El ruido del motor, la música de la oscuridad. El escaso pasaje de la hora, hundido en los asientos. Absorto cada cual en el rayo de luz que emerge de su móvil. A veces, a lo lejos, parpadea la luz de una casa. En la cubierta de popa el frío es intenso y golpea su aspereza aun pegado a la marquesina que protege la entrada, pero la belleza de la oscuridad lo hace soportable. Abro los ojos como si los mantuviera cerrados: ese consuelo.

07

Por la calle subían las hojas. A paso ligero, girando sobre sí mismas. Como si supieran dónde iban. Más certeras que yo en su dirigirse a ninguna parte. El viento, otros días, durante décadas, las ha dispersado, pero las que recuerdo son de aquella mañana, solitaria, de domingo. También a mí me arrastraron por rutas inhabituales que me alejaban del cuarto que entonces compartía con quien, en aquel instante, tenía un destino amoroso más feliz. Justo hasta el momento en el que se abrió el portal de la casa azul y se arremolinaron todas las hojas caídas de la ciudad.

08

El día en el que busco el antifaz. No para salir a la calle con los ojos cerrados, ya quisiera. Tampoco para no ver la cocina, donde me aguardan todos los platos disponibles apilados en el fregadero, aunque cuando pase delante mire hacia el barco que navega la ventana. La mañana, quizá, en la que las botas de invierno me molesten en el atrio y descuelgo el plumón y pienso que debería guardarlo y después, tras acordarme de las hojas que corrían frente al portal, sentarme a escribir el poema del día en el que busco el antifaz para dormir.

09

Con botas de goma negras, delantal y guantes de piel el día vierte el cubo de oscuridad que le ha sobrado de iluminar las horas. La masa de opacidades fluye, un curso de agua desbocado que anega en su silencio las estrechas calles de Nøstet. Las farolas bostezan hacia el suelo, avergonzadas de su somnolencia. Solo siente orgullo de la luz que emite la vela que arde solitaria en el alféizar de una ventana. El lugar que debería ocupar un jarrón con flores, una figura de cerámica o un barco de marquetería. Los signos con los que habla la vida.

[Enero 2019]