Ventanas de Dachau

Verja

No mienten las palabras. Nunca. Dicen, expresan, a veces sienten. Por eso abochorna verlas mentir. Aunque no las veamos afrontar la vedad, ellas no son las que falsean. En la verja de entrada al campo de concentración de Dachau, el hierro junta dos vocablos hermosos. Trabajo y libertad. No solo son auténticas todas las palabras, sino que otorgan credibilidad a quien las usa. A quienes se visten con su túnica, les proporciona honores. Confianza a quienes se acercan a escucharlas. Dádivas a quienes con ellas comprenden. De ahí que la mentira resulte tan cruel. Un crimen como el crimen mismo.

Duchas

Ha cerrado los ojos a la luz. A la reverberación sobre su voluble vestimenta. A la inquietud que les hace a las gotas jamás sentirse quietas. Cauce continuo, borboteo, apremio. El agua. La túnica simbólica con la que oculta su insaciable infancia. La he visto cerrar los ojos y pasar por los cuerpos arracimados con la opacidad de la incertidumbre, agua que transita por tuberías gélidas y regresa a la tierra en sumideros por donde abandona lo real la realidad. Desnudeces que no ve porque ha cerrado a la luz los ojos de su esencia. Porque no ha podido callar.

Barracones

Dentro, la madera aprende a ser piadosa y acoge. El lugar donde el tiempo se sienta en el suelo con su mono de presidiario arrugado y las manos agrietadas sobre el rostro para que no le vean aquellos a quienes no deja de mirar. El frío, expectante en los cristales empañados. Crepitación de guijarros cuando las botas de la patrulla los alteran durante la noche que jamás duerme. La lengua, cada una de las lenguas, posee palabras que se guardan en el monedero como calderilla. Existe casa. Y pueblo. Y ciudad. Aves que echaron a volar y cruzaron la verja.

Foso

Cauce quieto, y de ahí la amenaza. Cuadrangular, cerca. No es el río que corre por el centro de la población y permite decir que uno está a un lado o al otro lado con solo cruzar uno de los puentes. No hay puentes. Razón por la que jamás podrá parecerse a un río, pese al hueco hendido en la tierra. Circunscribe, no atraviesa. Se queda, no va a ninguna parte donde alguien desee viajar, aunque tampoco le importe no ir todavía. Permanece como quien lo rodea por descubrir el cerco de todas las querencias. Nuestras vidas son el foso.

Torre

Cómo a los lejos, si siempre está tan cerca. Cómo tan cerca, si se alza en la lejanía del campo. No hay manera de comprender la paradoja. Quizá nadie esté vigilando allí donde se vigila. Si el soldado ha posado el fusil en el suelo y el recuerdo de una noche en la que sintió el vigor de los dioses en su cuerpo le vence y el sueño pasa por delante de las bien aprendidas instrucciones, aun así, la vigilancia sigue impertérrita. No es la mirada legañosa del recluta el vigía. Lo son los ojos de los vigilados, siempre vigilándose.

Alamabrada

Alguna especie de corporeidad poseen. La del pájaro extraviado que en vuelo rasante se araña el vientre y esparce diminutas gotas de sangre sobre las hojas que soy capaz de ver cuando sueño. Los rasguños en la cabeza del lince que persigue una presa y cree que puede atravesar el muro de aire que sujeta los espejismos del ensueño. El bulto de la comadreja que ha quedado atrapada en las espirales de espino y cuyo silencio se convierte en una oración nocturna. Alguna consistencia, materia o grosor han de tener para que no consigan tampoco los sueños traspasar la alambrada.

Crematorio

De repente, los muertos. Los miembros inútiles, la color extraña, el impenetrable silencio. Un garabato en el suelo, sobre una litera, trazado de cualquier manera. No hay lugar sin cuerpos abandonados. Las duchas, la sala de fumigación, los barracones, los senderos, las letrinas. Cuantos más vivos, más muerte. Juntos forman montículos que no van a ninguna parte. Su quietud expresa la rebeldía que no se puede contener. Que no acepta ya sometimiento. El grito callado. Mirada acusatoria en ojos áridos. El gemido de las ruedas del carro que retira los cadáveres. Uno, luego otro. Retumba al caer su peso muerto.