Cuentos del hada jubilada T1


(Primero)

En el interior de las palabras existe un melodioso silencio. Esferas de arcilla que antiguas manos modelaron y dejaron después que se secaran al sol. Con frecuencia, en su intercambio constante, solo se las conoce por la cápsula de loza que las envuelve. Algunas se han quedado apiladas en almacenes sombríos. Otras, padecen la erosión del uso fugaz, siempre toqueteadas. Es lo que me contó mi nueva compañera de pupitre. Me propuso que las rescatáramos juntas. Unas, de la oscuridad; otras, de la intemperie. Y nos tumbamos tantas tardes a escuchar lo que las palabras desde su silencio nos dicen.

(Segundo)

En el huerto de su abuelo se encargaba de recoger las mandarinas. Los limones, no; porque era pequeña y el limonero es un árbol traidor. Pero el mandarino crece poco y mira triste. Hojas lánguidas y oscuras que no le dan conversación a los pájaros, que huyen hacia copas más esbeltas. Luces, piensa; deseos, tal vez. No se explica cómo de un árbol tan feo y desangelado nazca un fruto tan brillante. Tan dulce. Su abuelo conocía el secreto y por eso se lo había dejado. Y cada temporada la ilusión por llenar un cesto de mandarinas ilumina su recuerdo.

(Tercero)


Una maleta. No de las de cartón, pero casi. Sujeta con una cuerda y los cierres rotos. Llevaba ni se sabe desde cuándo en el almacén. Ningún empleado recuerda a qué anciano había pertenecido, ni por qué se guardaba si todo se entrega a la familia. Anciana, mejor. Un jirón de vestido de flores asoma. Hago lo que no debo. La abro. Ropa interior. Dos batas. Unas zapatillas. En una caja de galletas, un legajo de sobres en blanco. Sin sello, ni remite, ni rozaduras. Una carta en cada sobre. De amor. Dirigidas a la misma persona que las firma.

(Cuarto)


Desde niña, siempre he creído en la noche de las flores. Quiero decir, en la infancia claro que creen todos, pero yo continúo celebrándolo junto a mis nietas, con la misma ilusión. Soy de siete flores. Me gusta el siete, resulta útil para complicar las cosas. El prado en junio está pletórico de florecillas silvestres. Hay que elegir las más raras. Un ramillete que ni siquiera lo es, ni aroma tiene, bajo la almohada, coloreando los sueños. Desde niña, nunca me ha servido para soñar lo que me ocurriría luego. Solo aprendí a mentir, al despertar, cuando me lo preguntaban.

(Quinto)


Está demasiado cerca del camino —le avisaron al testarudo Olacio. Pero lo cavó en la tangente de su huerto. A él se lo llevó por delante un mal aire, pero el pozo permanece. Y aunque nadie saque agua, porque el campo olaciano dio en baldío al poco, de su aciaga boca siguen manando leyendas. Basta acercarse para oír llorar a un niño travieso, gritar a una muchacha demasiado curiosa o ladrar a diversos perros ladradores. No hay mal en el pueblo que no aceche desde aquel hueco en la tierra. Nadie ha olvidado el nombre del terco cavador de pozos.

(Sexto)


En un banco de estación descansa la tarde nubosa. Gesto de despedida. La mujer que se ha sentado a su lado lleva un ramillete en las manos. Flores menudas, silvestres, de las que nacen en los taludes. Cuando se cruzan las miradas, la mujer sonríe. La tarde nubosa no sabe cómo corresponderle. El rostro adusto, la luz metálica, el relente en las ropas, pero agradece la sonrisa. Le deja junto al ramo una hora. «Luego llegará el expreso nocturno». «Pero aún falta una hora», grita la mujer mientras recorre el andén a toda prisa por vivirla con quien la espera.

(Séptimo)


Durante los crepúsculos de verano, cuando parece que el tiempo ha abandonado su puesto de mando, alrededor de una mesa, en el bar, los dos cuentan sus cuentos. Compiten. El uno apela siempre al doble sentido y el otro al sentido único. No me entendéis, repite el primero, quiero decir... El segundo no le deja acabar la frase: Pues dilo de una vez tal como suena. Nos gustan los cuentos. Todos. Tantos unos, enrevesados —simbólicos, clama su autor—, como otros, costumbristas, acaban por no poder acabar nunca. ¿Y de qué es eso metáfora?, interrumpe uno. Obviedades, ataja el otro.

(Octavo)


Entre las rocas, un charco de agua salada que ha llegado de alguna ola que quiso saltar por encima. Moluscos, algas y un pez que no sabe regresar al mar, va de un lado a otro, con miedos que al principio la niña no entiende. Lo comprende al imaginar que un día se quedara encerrada en la calle, sin poder entrar en casa. He de salvarlo, piensa. Construye una cesta entrelazando los dedos, bien apretados, y la llena con agua. Capturado el pez, corre hasta la playa y al lanzarlo al agua se descubre en la proeza a sí misma.

(Noveno)


Los fugitivos de la jaula cronológica del tiempo regresan sin que los demás lo perciban a la infancia. Se sientan en el suelo y se entretienen disfrazando las piedras con brizas de hierba. Practican el ajedrez con las nubes y se alían con la luz para perseguir las esporas que llueven de los árboles. Se lanzan por el tobogán de la lengua y la inventan de nuevo para sus juegos inverosímiles. Crean redes invisibles con otros fugitivos. En el parque, en el barrio, en la ciudad. Cumplen siete años. Corren al pilla-pilla, se buscan al escondite y luego, se encuentran.

(Décimo)


Las noches de tormenta evocan la intensidad de la creación. Una cama en un rincón del lienzo que el artista pinta mientras los grumos de color explotan sobre el insomnio. Una esquina de la hoja que el poeta tacha una y otra vez, a la búsqueda enloquecida de la palabra que nunca ha existido. Un saliente de piedra que el escultor golpea con la delicadeza del cincel y del martillo. Un anillo de enfoque cuando el fotógrafo trata de adentrar su pupila en el objetivo. También la intensidad perdida en la creación del presente, pendiente de construir a cada momento.

(Undécimo)


En un banco de estación descansa la tarde nubosa. Gesto de despedida. La mujer que se ha sentado a su lado lleva un ramillete en las manos. Flores menudas, silvestres, de las que nacen en los taludes ferroviarios. Se cruzan las miradas, la mujer sonríe. La tarde nubosa no sabe cómo corresponderle. El rostro adusto, la luz metálica, el relente en sus ropas, pero agradece el gesto. Le ofrece a cambio del ramo una hora. «Luego llegará el expreso nocturno». «Pero aún falta una hora», grita la mujer de falda azul cuyos pliegues bailan sobre el andén que abandona corriendo.