La siesta de un fauno

 Nymphes

 


Los vientos esparcen, lejos del fuego, diminutas cenizas del bosque que arde. La incandescencia y el destello, ahora muertos, alcanzan la estancia que amuebla la música con su quietud y la cubren con el manto de las evocaciones. No me sobresaltan los lobos ni hay aullidos que estremezcan en mitad de la noche. Abrasados. Chirría la lechuza en su capitel de sombras. Insomne, le escribo al tiempo de las odas, pero solo consigo malos estribillos para el ritmo que crea la realidad desde los auriculares. La calma de las sábanas de polvo sobre los muebles. Lo desaparecido por única conciencia.

 Rêve

¿Es el mismo bosque lo calcinado sobre las losas del suelo que el bosque? Que lo recorriera con un rastro de mis botas en cada charco de barro o lo atravesaran las agujas de tejer fascinaciones resulta indiferente. Si me detuve y sentado en una piedra giré el cuello a uno y otro lado por contemplar las ofrendas del paisaje o aquel día no abandoné el camastro ni las infusiones de hierbas aromáticas, nadie, ni siquiera yo mismo, puede entregar en mano una certeza. La bandada de vencejos que ha partido hacia el sur deja en el vacío un surco.

 Souhait

 


Si ardí mientras crepitaban las copas de los pinos en aquel incendio, alguna señal habré de identificar alrededor. Un péndulo de reloj, detenido en otra época, que solo expanda retrocesos. Un peine dibujado en la piel que identifique la llama. Algo que arranque silencios al zumbido inmisericorde de los monólogos. Y en el interior de tal hueco, un bisbiseo apenas. Un trazo sin más. Lo que sea. Un garabato. Nada será nunca suficiente, luego una brizna basta. Cualquier muesca que quede sobre el papel tendida como un cuerpo que ha dejado de atender a los signos. Un simple, ignoto, significado.

 Marécage

La luz áptera refleja el erial en las gotas de sudor de quien lo atraviesa a pie. El crepitar de las botas entre guijarros y matas de romero pronuncia un decir ininteligible, que es lo que las guía. El propio caminar traza el camino. Roquedales, maleza, arbustos cuyo tronco la sombra cubre con una pudorosa falda. La que rodaba, rueda de carromato, con el girar de las bailarinas en el escenario. La gándara. Su inmediatez con el olvido enciende la fogata de la memoria. Las cenizas volanderas de lo comprensible. Esa costumbre de entender solo lo quieto sobre el mármol.

 L’heure fauve

 


Hay un arroyo que ha descendido por la ladera y la altura de un castaño de Indias tiende su generosidad hasta la orilla. Unas zarzas con el fruto granado. La canción de los vencejos. Una luz sobria al mediodía. Hay, de repente, un ramillete de sentidos que se puede recolectar entre el verdor. Y entre los signos, uno cuyo destello por su candor deslumbra. La espera tiende una manta sobre la hierba y le ilusiona desconocer lo desaparecido. Habrá una danza y un escenario para la danza, réplicas que alguien dejó escritas, una certidumbre. No habrá existido lo que existió.

 Ce doux rien

El arañazo de un arbusto en la mano que acompasa el no avanzar por ningún sendero. Un eczema en torno. El escozor en el cuerpo tumbado sobre la hierba. Dentro de la vitrina. La irritación en los pies por el sometimiento a las apreturas del calzado. Descalzo, con los pies hundidos en la corriente. Llevaderos. Un chorro de agua que emerge impetuoso del interior de la tierra y cae como llovizna sobre el paisaje desde donde ha manado. Canto o lluvia, se pregunta la leve flor que acoge las armónicas notas. Una gota de sangre esparcida por la piel reseca.

 Fuites

Y recostado sobre la página del libro abierto entonase también yo mi existencia en figuras redondas sin advertir que son, en realidad, corcheas, desdoblándose en semicorcheas. Ardido ya en el pentagrama arbóreo del bosque, la ceniza oscura cae sobre la languidez de la porcelana. Una escritura. Y quedarme ahí tal como me quede, embebido de mi desaparición estorbada por una herida, la rozadura, lo espinoso del no dirigirme a lugar alguno pese al cansancio y la sed. El emplasto en la música de las palabras. La espera de los peces a que el pescador lance la red desde la barca.

 Mon oeil

Si el desplegar de la melena por la almohada fue, ardió. No dejó de mí más yo que aquel silencio en la sucesión de estancias cubiertas por ceniza. Una ventana que abre siempre hacia otro interior. Al que aún puedo asomarme para leer la escritura del cabello sobre la blancura de la tela. Y cerrar después los ojos por confundirlo con otro meandro. Una postal en cuyo reverso quede la alusión. El broche que cierra lo que nunca estuvo abierto. O quizá sobre la almohada no durmieran las cabezas de los durmientes aquella noche y la música continúe moteando notas.

 Bonheur

 


Quien regente la mirada aún no atiende al relato de mi flauta, que como niebla permanece enmarañada con los espinos y los cactus del yermo. Incapaz de remontar la métrica con la que justifico los sonidos. Un desandar lo percibido que se confunde con el haberlo vivido. La duda entre si me arranco la flauta de las manos o las manos de la flauta. Urdimbre de cabellos desprendidos durante el sueño que la trama de dedos que la reúne convierte en símbolo. Una barca que afronta el oleaje con indiferencia hacia las tareas del pescador o a su súbito ahogamiento.

 L’âme

No dejará la luz ningún destello, ni siquiera sobre la superficie del lago, ciega de tan ávida por mostrar cuanto ve. Ningún sonido en el vacío creado por el sueño de los durmientes. Y aunque me desvele, no sabré descubrir otro camino que no sea el del regreso. La ropa usada dentro de una maleta y, fuera, las canciones cuyos estribillos tararea la memoria sin saber qué dicen. Un ir que ya se parece a volver en el gesto distendido de quien pretende saludar a quien ve en el espejo. La luciérnaga que no salta de un tronco al siguiente.