Añil, la última obra de José Ángel Cilleruelo, es un diario de sensaciones, lo cual contrae un compromiso de poesía y de sinceridad. Al desvelar las cosas es la persona la que se desvela. Lo deja a modo de cita de apertura en este pequeño (aludo únicamente al tamaño del libro) registro de vida, con todo lo que esa palabra (vida) exige. El propósito, si es que hay alguno que descolle o que aplace la impresión de otros, ha debido ser el de asentar una manera de mirar o una manera de vivir (tal vez sean la misma cosa las dos) y, con más afinación, detenerse en lo observado (en lo vivido, añado) y confiarlo al insensato conducto de las palabras. Las hay de una belleza que hace pensar en si el autor no tendría la idea de hacer un poemario y acabó forjando esa prosa final, tan rigurosa y tan dulce, tan delicada, tan convencida ella de que el lenguaje de la sensibilidad podrá arrimar la bondad de las imágenes (desaparecidas una vez no las vemos) y fijar en nuestra memoria una huella fiel, un certidumbre cabal y fiable sobre el discurrir de la vida que alrededor de esa mirada se expande y enseñorea.
En cierto
modo, a pesar de la concisión, se puede extraer un texto supletorio, más hondo,
que deja al lector en un estado de zozobra o de fragilidad. Invita José Ángel
al viento que hace ascender un globo y lo "desentiende del paisaje" y
hasta lo convierte en nube o en algo más alto aún o a la permanencia paradójica
de una barca que, sacada del mar, al tanto de su vaivén y de sus antojos, sufre
en tierra el dolor de saberse inútil y comprometer su erguida constancia. Esa
imagen, la de la barca desalojada, estremece por su rigurosa verdad, por
hacernos comprender que es uno mismo el que, a poco que se le zarandee o
expulse de su rutina, cae en idéntica vacilación, se duele de un vaciamiento
análogo.
Algunas
de las imágenes que ocupan los brevísimos textos tardan en abandonarnos:
vuelven con cierta insistencia, convierten lo real en una figuración
enteramente poética. Ese hecho poético lo impregna todo. Es mirar con intención
o es mirar adrede, con ese colmo de lirismo. Así el carro de heno detenido
frente a un pajar antes o después de que una vaca se asombre (aquí cualquier
anomalía en el discurso de la normalidad es bendecida y se agradece) y espante
una banda de gorriones que aplazaba el vuelo en su grupa. Liviandad y
trascendencia juntamente. Sigo leyendo. Lo pequeño se desprende de la
consideración primaria del tamaño y adquiere un pronunciamiento etéreo, una
inclinación natural a que se hurgue en su realidad y se advierta la presencia
de lo recóndito, de todo lo que pugna por imponerse a lo real. Lo que no es (en
apariencia) indicio de belleza se realza y adquiere rango de verdad. Belleza y
verdad de las que se preguntan uno si no es posible que se paseen juntas y una
no excluya a la otra. Tal es esa verdad que se extraña uno de que no haya caído
en su cuenta antes de que nos la ofrecieran tan a las claras, en esa textura
dulce y sencilla en la que las palabras son las justas y no hay manera de que
otras las reemplacen y mejoren.
Hay una
hendidura, cuándo no la hay. Es más visible cuanto más se oculta. Añil es el
recado mismo de escribir, la tarea confiada a quien se apresta a inventariar lo
diminuto y lo prescindible, aunque al final de la intervención, una vez se ha
aquietado ese afán, lo prescindible irrumpa con un afán nuevo, el de querer
saber, el de querer (también) comprender. Porque la poesía es una pesquisa, una
indagación en la realidad. Frases que quedan en el aire sobre un cuaderno
improvisado súbitamente reclaman que se las concluya y el desánimo primero (el
que no las cerró) mude a entusiasmo. Imagino la felicidad del poeta hilvanando
y deshilvanando estas piezas menudas y pensando qué lograrán, si animan la
composición de un conjunto mayor, quién sabe de qué realidad más alta, cómo
saberlo.
Las dos
partes en que se divide el libro (son tres, en realidad: dos de aliento
poemático y uno que concluye a modo de diario de la pandemia) podrían constituir
dos obras independientes. Se dejan querer los dos, pero una lectura posterior
(más detenida) hace que converjan y se abra un sentido único. Dejó escrito
Borges que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía y luego se
desdijo: la realidad es simple, pero su construcción sentimental es compleja.
Así la literatura de José Ángel Cilleruelo: urde una tormenta sin que el cielo
la presagie o, volviendo a las sensaciones de las que hace dietario militante,
fija las metáforas en la piel: imágenes que uno desea recordar y a las que da
un lenguaje, una estructura lingüística que la refrende cuando desaparezca de
la vista o la memoria no la restituya con fidedigna verosimilitud. Hay una
nueva manera de registrar la emoción que nos causan los objetos o los paisajes
(hay muchos de ambos) y ese idilio recién alumbrado fluye con limpia verdad.
"Por la página en blanco de la mañana las botas van escribiendo un
versículo" y la nieve es un palimpsesto sagrado, una concesión que la
blancura ofrece a quien desee sentirse concernido por la elocuencia de su
mudanza. "El libro es, en cada pisada, ejemplar único".
El poeta
es un indagador exigente, pero de una mansedumbre que se agradece. "Las
pompas de jabón son pintores miniaturistas". Destellos luminosos. Pequeños
indicios de un vuelo que se busca a sí mismo. Un banco de un parque no existe
si no se ocupa: languidece. Un insecto muerto que entretiene el ocio interesado
de unas hormigas. La brisa hace bailar unas hojas. Así todo. "Un banco
vacío, junto al sendero, sin que importe si le da sombra o está el sol".
La construcción de una imagen se agranda si se la hace pensar en sí misma: como
el vuelo del pájaro o como la arena en la playa cuando el mar repara en lo
alocado de su avance y se retrae. He aquí el oficio del poeta: sentarse,
observar, cumplir con alargar en el tiempo el prodigio al que ha asistido. Hay
que contar, más que lo sucedido, el modo en que sucede, su relato, el vuelo de
las palabras, la constatación del destello, de modo que el banco del parque
sea, haya sombra o lo adorne el sol, un instante en el tiempo, una de las
herramientas con las que nos cuestiona nuestra posición en el mundo. Como una
disciplina interior. Como un encargo privado.
Es el dulzor en la boca cuando
las palabras han hecho el recado que se les confió lo que de verdad restaña la
sensación de que algo maravilloso se ha perdido. Porque escribir produce una
herida dulce, un estrago que duele y, al tiempo, sana: la verdad de la
literatura está en la permanencia de lo leído, en su anclaje, de modo que no
somos los mismos cuando la lectura concluye: algo hermoso se ha fijado más allá
del continente tangible del libro, de su cerrada vocación de objeto. Añil dura
más que lo que duran las 108 páginas que lo componen. Tiene Añil también otra vocación:
la del regreso. Hay libros a los que se regresa: no acaban nunca, no tienen un
inicio, ni un desenlace. No es ahí el tiempo una consideración mesurable: va a
su antojadizo capricho y voltea (descuadra, deforma, descompone) la realidad a
la que alude, sobre la que se urde, en la que establece su diálogo con el
lector. ¡Qué fluido ese diálogo aquí, con qué primor van y vienen las palabras!
Como
dietario, Añil anhela ser un muestrario de sensaciones inéditas, vertidas con
la mirada del que se enfrenta a un paisaje nuevo, del que no sabe nada y con el
que no sabe cómo relacionarse. De ahí el principio de incertidumbre, de
descreimiento. no de la pandemia que nos cercó con más fiereza cuando
Cilleruelo escribió esas páginas, sino de la actitud del cenobita amateur,
reducido a una expresión doméstica de sí mismo, que se parapeta y observa, que
se conmina a que la reclusión pueda tener un apresto benéfico, una especie de
bondad sobrevenida e inocente. Las reglas benedictinas (es suyo el adjetivo),
las que se impusieron, las que todavía (en otra medida) continúan, permiten que
el poeta (sigue latiendo ese aliento) se permita una cierta relajación y se
explaye con matices imprevistos: la sequía de información deportiva en la radio
o el problema mayor (dirá Segismundo) de no poder ir al peluquero o al
podólogo. El presente se ha vestido de excepcionalidad, la realidad ha decidido
mutar a ficción. La vida se ha reducido a un novicio sentido de la oportunidad
en el que rasgamos el placer que buenamente concurra, pero sin la grandeza de
los tiempos de la cosecha, sin la fastuosa hermosura de los días de la
libertad. Con todo, Cilleruelo calza la poesía en el texto normativo: extrae la
parte apartada, no incurre en la obviedad, ni se recrea en la desgracia.
Editado
con el habitual rigor y mimo por José Luis Trullo, Añil es una cosa pequeña, no
estará (ojalá esté) en esos inventarios de libros muy vendidos de los que se
hacen eco los medios de comunicación. No es Cypress una editorial que desee (no
habría problema en que prospere la idea contraria, la de la difusión masiva, la
del éxito fulminante) incorporar su catálogo a esos rankings librescos. Su
recorrido es muy elitista, así debe ser. No la élite como un registro de
exclusividad, sino como un marchamo de belleza y de calidad, de compromiso con
la literatura.
Añil es una pieza extraña,
además. Asombra de ella el mero hecho de que exista, así estamos. Hace pensar
en la honestidad de la palabra y en la elocuencia de la poesía, tan rebajada en
estos tiempos, tan confundida ella, tan hecha a dejarse vestir con prendas que
no se precisan. También hay algo que emerge con dulzura y se hace sólido,
duradero, fiablemente tangible: es la enunciación primaria de las emociones. De
una gota en un lienzo nace una amapola, pero no hay falta ser un pintor
paisajista: el instrumento que hace erguirse a la inmarcesible amapola (es
metafórica la flor, podemos darle ese sesgo eterno) es el bendito lenguaje, que
José Ángel Cilleruelo mima como ese pintor haría con los trazos, difuminando
unos, dando empaque y vistosidad a otros, imprimiendo fiereza a los colores o
rebajando su duro engaste hasta que todo cuadre. Está la consistencia (lo dice
él) y está la autenticidad: qué poco aprecio se le da a veces a estos dos
atributos de la realidad.
Lo
milagroso (permitid que haga florecer un poco de mística, conviene que nos
visite) es la certeza de que se está asistiendo a una confesión que podría ser
la de otro, no necesariamente la volcada por el autor, sino la mía o la del
amable lector. No hay casi nada de lo que aquí se narra, pues es una narración
la que avanza, sobre todo al final, en el dietario, que no pueda ser sentido
por cualquiera que aporte un grado convencido de sensibilidad. "El tiempo
es un perro que se queda afuera cuando la cancela se cierra". Es también
un diario del tiempo, cuál no lo es. "Un globo en la mano de un niño. Eso
son las palabras". El tiempo es el globo y es el perro y el que ve cómo
los dos se alejan y abandonan una incógnita. El poeta es el encargado de
despejarla. Este libro es la declaración de esa ocupación feliz. Una
celebración de la literatura.
Emilio Calvo de Mora Facebook, 29 de abril