Cuentos del hada jubilada T5

(cuadragésimo quinto)

¿Sabrá la niebla hacia dónde se dirige cuando se extienden las sombras? ¿Encontrará los senderos y taludes que desea cegar con su presencia en la ceguera de la noche? ¿Hallará en la luna un punto de referencia que la oriente después de hurtársela a los demás? Como no consigo vivir sin resolver estas incógnitas, en noches de fosca me gusta salir a recorrer las calles y las plazas en las inmediaciones del puerto. El hecho de no ver dentro de la no visión agiganta el sinsentido de la irrealidad en la que la única realidad tangible para mí soy yo.

(cuadragésimo sexto)

Los días. En una época fueron un estuche con colores para pintar, un lápiz para escribir en papelitos muchas veces doblados y el anillo de plastilina de quien conserva un recuerdo que ha olvidado. En el fondo del cajón de la cómoda dedicado a guardar trastos, ahí se quedó junto a otros atributos de la infancia. En la edad adulta ya no se pintan los días, ni se escriben secretos en caligrafías confidenciales y la memoria entera permanece apretujada en aquel cajón que sirve para todo lo inservible. Aun así, los días continúan siendo el estuche que ya no está.

(cuadragésimo séptimo)


Al rocío lo que le gusta es engalanar el cabello de los paseantes. Tampoco demasiado, y con delicadeza. Es devoto de los tránsitos. Recorrer el que va desde lo oscuro hacia la claridad es su propósito principal. Y lo cumple con fiabilidad gracias a su esencia de lágrima, que le proporciona la condición de transformar la tristeza en alegría sin necesidad de que transcurra el tiempo. El rocío habla en voz baja, pero prefiere escuchar. En especial le emociona oír los gorjeos de ciertos pájaros y el rumor de las hojas en las copas al paso enloquecido de la brisa.

(cuadragésimo ocho)


Agosto es un mes cansado. Solo le gusta descansar. Por la mañana, por la tarde. Por las noches despierta de su pereza congénita y acude allí donde escuche alboroto. Disfruta bailando canciones de pachanga con una camisa de flores tropicales, pantalones cortos y calcetines estirados hasta debajo de las rodillas. Agosto es un mes lechuguino. No soporto su carácter, pero aprecio la manera voluptuosa de descansar que sostiene como filosofía. Me acuesto con cualquier pretexto en la tumbona por ver pasar las nubes que van de camino hacia otros meses más formales, y tal vez más elegantes, pero menos irresponsables.

(cuadragésimo noveno)


Los domingos usan gafas de entomólogo y caminan atentos únicamente a los detalles del universo. Tampoco les preocupan las nubes, las simas geológicas y menos aún los llamados seres humanos. Solo existen para los domingos especies de escarabajos, colores de mariposas y belleza en las mariquitas. Llevan trajes pasados de moda y calzado con surcos tallados por el tiempo. Comprometen su reino por descubrir un coleóptero desconocido cruzando cualquier campo en barbecho y tras capturarlo lo sueñan sujeto por una aguja al fondo de una caja de insectos, que es un lugar de aire quieto, luz tenue y contraventanas cerradas.

(quincuagésimo)


La luz sombrea a lápiz, solo por uno de sus costados, la forma de la casa, del limonero, de las plantas, del gato cuando aparece y la figura de mi cuerpo de la que nace el extenso hilo de la manguera. Tiene un excelente trazo para sombrear también las salpicaduras del agua que saltan sobre el jardín que refresco. En verano, curiosamente, esta habilidad de oscurecer es la que más aprecio. La que incluso persigo entre el brillo y desnudez de los colores que extienden su ceguera. Refugiado en lo sombrío, con un vaso de agua fresca, celebro el calor.

(quincuagésimo primero)

La palabra «imposible» viste traje gris, desarreglado, con hilos sueltos en la bocamanga, y la camisa, que parece blanca, colecciona manchas de diversa procedencia. Lleva gafas de sol, aunque siempre permanezca en un interior y habla sin pronunciar del todo los sonidos, por eso nunca se le oye afirmar nada que sea posible. Con aire de inspector de policía en una película de los años cincuenta, o de un dentista cuando aún no existían odontólogos. El miedo es el arma en la que más cree. Discursea, pero nadie entiende lo que dice. La palabra «imposible» forma parte de otro diccionario.

(quincuagésimo segundo)


La lámpara de la mesilla es un pintor intimista. Trata los cuerpos con delicado pincel. Pasa horas para perfeccionar su técnica predilecta, el sfumato, en el que sumerge el abrazo sobre el oro viejo de las sábanas que está presenciando. Tiene especial cuidado al dorar el cabello. Se diría que avanza pelo a pelo, con una paciencia infinita. Es un pintor de cámara. A veces, sus modelos se duermen y entonces tiene tiempo de completar su obra maestra, la que la ventana borrará poco después, en cuanto llegue el pintor de tiesos bigotes y voz enervada que es el día.

(quincuagésimo tercero)

Lo caminado permanece en la memoria del pie. Inscribe en la planta el significado que tuvieron los pasos. Nunca el lugar que atravesaron, para el pie la geografía carece de interés. Memorizan estados de ánimo. Los pasos cotidianos que ni siquiera se tiene conciencia de dar son sus predilectos. Los guarda para que guíen el cuerpo cuando se repitan. Y lo acostumbrado resulte más liviano que lo desconocido. Los medidos por la emoción del descubrimiento ni se molesta en registrarlos. Sabe que lo excepcional lo es porque ocurre solo una vez. ¿Para qué conservar lo que se convertirá en inolvidable?

(quincuagésimo cuarto)

De regreso del paseo de la tarde, en el último tramo, pensamos en el agua rociada desde la ducha, en el plato que vamos a preparar para la cena, en la película que veremos después. Todo cuanto va a pasar ya está pasando en nuestra imaginación. Pero al llegar descubrimos que la lavadora se había quedado por tender y en la cocina están sucios los platos del mediodía, en una montaña que requiere limpieza y orden. En seguida me pongo con la vajilla y tú sacas la ropa de la lavadora. Tan contentos con lo real como con su doble.

(quincuagésimo quinto)

Guardo la palabra nostalgia en un bolsillo de los pantalones donde solo hay un pañuelo limpio, pues si tuviera necesidad de él recurro a los de papel que llevo en otro lugar. No puedo no llevar pañuelo. Antes creía que era cosa de persona de otra época, pero ahora sé que es para cuidar de mi mano cuando se refugia en el bolsillo, donde reside la palabra nostalgia dándole la mano a mi mano. No es ese el lugar donde actúa, solo donde permanece. Para ser pensada, se instala en los ojos que miran hacia delante cuando miro hacia atrás.