Cuentos del hada jubilada T6

(quincuagésimo sexto)

No solo vuelan los pájaros. También las hojas. A inicios de otoño ya se preparan para los días de ventisca. El momento de su gran viaje. La oportunidad de abandonar el bosque y recorrer caminos inusitados, paisajes diferentes. Una vida nómada soñada desde la copa del árbol maternal. Y tener la suerte de caer, después, en el porche de alguna casa y sentir como unos dedos, al cogerla del suelo, la acarician. Manos que después abren un tomo de poesía, grueso, obras completas seguramente, y acomodan la hoja que volaba entre las hojas que permiten volar a quien las lea.

(quincuagésimo séptimo)

Agosto es un mes cansado. Solo le gusta descansar. Por la mañana, por la tarde. Por las noches despierta de su pereza congénita y acude allí donde escuche alboroto. Disfruta bailando canciones de pachanga con una camisa de flores tropicales, pantalones cortos y calcetines estirados hasta debajo de las rodillas. Agosto es un mes lechuguino. No soporto su carácter, pero aprecio la manera voluptuosa de descansar que sostiene como filosofía. Me acuesto con cualquier pretexto en la tumbona por ver pasar las nubes que van de camino hacia otros meses más formales, y tal vez más elegantes, pero menos irresponsables.

(quincuagésimo octavo)

Los poetas medievales escribían cancioneros. He pensado en estas cosas hoy. También quisiera algún día escribir un cancionero dedicado. Tal vez ya lo haya hecho, con otros nombres contemporáneos. Lo contemporáneo, ya se sabe, se pirra por lo laberíntico. La magia de los cancioneros reside en su claridad de expresión y de sentimiento. A pesar de escritos con alta tecnología, los poemas de ahora alguna cosa han heredado. No ha cambiado tanto ni una cosa ni otra desde que los trovadores, según dicen, inventaran el amor. Trovadora, otra palabra que me gusta, creo que se da bien con estos cuentos.

(quincuagésimo noveno)


El arte del consuelo es el más antiguo. Se diría que es aquello que en la mitología convierte en humanos a los humanos. En el Gilgameš, la muerte de Enkidu, el amigo, solo halla alivio al emprender el viaje al país de los ausentes. En la Biblia, la expulsión del paraíso inicia la unión que reconforta. Las pinceladas con las que actúa el consuelo son las más humildes y, al mismo tiempo, las más profundas acciones humanas: el susurro, la caricia, el abrazo. Es, en el silencio de la noche, la caligrafía con la que se va escribiendo la vida.

(sexagésimo)


La verdad del encuentro está en la búsqueda. La identidad germina en su cauce. Lo que se busca es lo que define. No es el fin, es el camino. Lo que cada cual lleva le acompaña, pero lo que desee ser solo se adivina en el bosquejo del anhelo. Intensa, constante, interminable; la búsqueda es el argumento. Lo que, sin aparecer, absorbe el protagonismo. No es el blanco, es el instante previo al lanzamiento. Es la plenitud del vacío como sueño de plenitud. La búsqueda, lo real de una identidad. El encuentro, a menudo, es solo la víspera del olvido.

(sexagésimo primero)


Preparo una obra de teatro. Soy autora, directora, actriz, taquillera, acomodadora y público. El comedor es escenario y platea. Mi sola presencia solventa todos los papeles. Primero escribo la obra. Es un diálogo con dos protagonistas, una pareja. Luego dirijo el ensayo, y lo ensayo. Hago de mujer y hago de hombre. Me disfrazo para actuar. El personaje masculino viste de mujer y el femenino de varón. A un vecino le pido una corbata. Memorizo el texto. Decoro la sala para la actuación. Enciendo el televisor, sin sonido, para tener al público delante. Y tiemblo de nervios antes del estreno.

(sexagésimo segundo)


A la hora de regresar desde los campos y fincas de labranza, por los caminos de arena hacia la población, hay quien la abandona. La tarde se pone sobre el horizonte, como final de una película en un cine de la capital, para nadie. Para el proyeccionista, tal vez, que desde el ventanuco del fondo en la sala admira lo que muestra. Y quizá también para quienes a esa hora dejan las calles, ya bulliciosas, y avanzan de cara a poniente, escuchando el crujir de los guijarros bajo sus pasos y el temblor en la maleza que producen las alimañas.

(sexagésimo tercero)


Los gatos recorren la pasarela del día con la elegancia de un pase de modelos. El perro tuerce la cabeza mientras mira con la lengua fuera y parece sonreír. Una mariposa huye decepcionada con las flores del vestido, al darse cuenta de que su dulzura es de una naturaleza que desconoce. Los escarabajos caminan entre los terrones de arena con paciencia de filósofos. Una araña, diminuta y simpática, hace sus costuras artesanas en un rincón de la leña. La pareja de golondrinas que ha anidado en el tejado lo visita una y otra vez con la ilusión de padres primerizos.

(sexagésimo cuarto)


En un libro antiguo trufado con láminas de naturaleza, sentada en el balcón, contemplo la imagen un colibrí. El papel amarillo oscurece sus colores, que entre los árboles exóticos de países lejanos seguro que brillan con mayor intensidad. El dibujo tampoco es exacto, lo que no resulta un impedimento para admirar lo insólito de este pajarillo del tamaño de una caja de cerillas capaz de hacerle cosquillas al incógnito corazón de las flores. Su pico, tan fino y largo, parece un incordio para la vida cotidiana. A mí, creo, me resultaría incómodo para tomar una taza de té con pastas.

(sexagésimo quinto)


Por megafonía anuncian el final del viaje. La última parada. No puedo decir que no lo haya oído. Tampoco que no tuviera ganas de que acabara. El trayecto ha sido largo. Ha habido incluso una incidencia. Una leve invasión de humo y mal olor, al parecer el efecto de una chispa en la catenaria se ha colado en el circuito del aire acondicionado. Por fin el tren ha llegado, con algún retraso, a la estación término. Todos los viajeros han abandonado el vagón, en general con rapidez, menos yo, que continúo sentada cuando ya no queda posibilidad de viaje, desafiándola.

(sexagésimo sexto)


En sus estantes, los libros de la sala ciertos días parecen pájaros erguidos sobre las ramas de los árboles. Miro sus colores y creo incluso escuchar el gorjeo de alguno. Las estanterías se convierten, entonces, en un bosque y yo en una peregrina desorientada. O tal vez en una naturalista que refunfuña ante los hábitos de sus contemporáneos. Las posibilidades son diversas. Dejo que vayan sucediéndose. Es lo que me han enseñado los pájaros. Llegan, revuelven, desconfían y se van. Los libros, ahora lo veo más claro, no son así. Llegan, confían y aunque nadie los abra, aquí se quedan.