Cuentos del hada jubilada T8


(septuagésimo octavo)


Creí que era un viaje, pero veo que accede a la autopista con la ilusión del niño que enseña el mundo que le descubrió su abuelo. «Por allí —señala en una dirección hacia la que no mira—está el melocotonero del que te hablé. El huerto es un prodigio de olores. Y sonidos. El del agua, cuando se riega; el de los pájaros, enloquecidos al atardecer. Abría un libro y así se quedaba mientras mis ojos no paraban quietos». Trato de vislumbrar algo entre el muro de camiones y furgonetas que va adelantando, pero solo veo la línea discontinua del asfalto.

(septuagésimo noveno)


No he parado hasta conseguir una pecera. Una bola de cristal llena de agua con un pez anaranjado dentro. La mía la dejo llena de aire, y ni siquiera he colocado un pajarito. Solo me sirve para contemplar el vacío. Ahora que no cumplo horario de hada ni acudo a reuniones del sindicato de magos, he decidido convertirme en arúspice. Desvelar el porvenir en hígados de vaca me parece algo fascinante, aunque no tengo paciencia para limpiar la sangre de las vísceras que compre en el mercado. Así que leeré el futuro en la nada que encierra mi nueva pecera.

(octogésimo)


Cualquier cosa era siempre más alta que yo. Para elegir la fruta que va a comprar, mi madre abandona la mano que me daba y al instante siento cómo mi cuerpo se desdibuja ante la madera del mostrador, un muro que mis ojos no consiguen rebasar, rodeado por una penumbra no menos densa. El vendedor es una voz que llega desde el otro lado e informa de precios entre silencios. Mi madre también calla, con lo que disfruta hablando. A través de la cortina de filamentos metálicos contemplo la luz de la calle como una salvación. ¿Qué me estaba perdiendo?

(octogésimo primero)


Anoche olvidé llevar al punto de residuos orgánicos los restos de la cena, entre los que había un huevo que se me había roto al tratar de abrirlo. Para colmo, tampoco cerré, como acostumbro, la puerta de la cocina que comunica con el patio. La tormenta perfecta. Así que esta mañana he tenido que enfrentarme a una invasión de hormigas en toda regla. Estaba con la guardia baja porque no habían asomado desde hacía mucho tiempo. El hormiguero habitual había desaparecido. Estas han llegado de otro, más distante. ¿Cómo se han enterado las hormigas de que ayer cometí tantos errores?

(octogésimo segundo)


No conozco a nadie que se sienta inmune ante el misterio de las costureras. Ni hada, ni duende. Cerca de los cuarenta años, Velázquez pintó una que fija el semblante que las convierte en enigmáticas. Las manos, capaces de lidiar con lo nimio y restaurar el daño que parecía irreversible. La ausente mirada, cautiva de la tarea, que impide a quien la contempla entrar en contacto con su ser, en cuya apariencia discreta nada desentona. Velázquez, incapaz de resolver el arcano, no ocultó hacia dónde huía su mirada: toda la luz de su paleta baña el escote de la costurera.

(octogésimo tercero)


En las películas de piratas me inquietaba, de niña, el contraste perpetuo en el que se desarrollaba la vida de los marineros. Un lugar tan pequeño para poder moverse, dentro de una inmensidad alrededor tan inútil para dar un paseo. Luego, de joven, la inquietud no dejó de crecer y empezaron a preocuparme los efectos que debía de producir el olor en la convivencia, el de los cuerpos encerrados y el de los espacios interiores del barco, sobre todo después de que descubriera la palabra «sentina». Hay vidas que, quizá por parecer inviables, me hacían soñar con otra vida diferente.

(octogésimo cuarto)


Colecciono personas de las que desconozco el nombre. Inicié la recopilación cuando di por concluido el repertorio de aquellas cuyo nombre podía recordar. Al inicio no sabía a qué me enfrentaba. De hecho, cualquier ser humano vivo podría formar parte de mis preocupaciones; propósito que me asustaba, no porque no me interesara, sino por el abultado número de elementos del grupo. Con el tiempo he conseguido encauzar las dimensiones de mi nueva colección, que ya no me abruma, en absoluto. La forman las mismas personas que integraban la anterior, solo que ahora ya no me acuerdo de cómo se llaman.

(octogésimo quinto)


Nada hay que deje un poso tan agridulce como la jornada de hoy. Una no se acostumbra a que llegue como un día sin más, por sorpresa. Aunque parezca abultado el número, nunca parece suficiente. Por sortearlo me escondería en un tren de los que cruzan planicies inabarcables para la mirada. Me sentaría, luego, en una piedra, junto a una finca de cultivo, a contemplar las maniobras del tractor y aplaudiría después al labriego. Si lo hace bien, claro. Juzgaría el mundo por lo que ocurre en su esquina más remota, y tal vez saliera así indemne de esta fecha.

(octogésimo sexto)


Uno de los artistas plásticos que más aprecio es el humo. No todos los humos, claro. Me obnubila el de los cigarrillos rubios. Tan estilizado e hialino cuando emerge directo del tabaco, quieto sobre un cenicero. Es un lenguaje puro. En una época incluso estuve estudiándolo. Cómo sería la lengua que hablamos si los órganos de fonación pudieran emitirla desasistida de cualquier semántica. Una columna de sonido, parecida a la del humo, ascendería desde las bocas con idéntica inocencia. Lo malo es que enseguida el fumador retoma el cigarrillo, aspira y devuelve un humo lleno de significados pérfidos y egocéntricos.

(octogésimo séptimo)


El vecino ha instalado una chimenea de metal brillante junto a la vieja, que era de teja. Cuando regreso veo humear la reciente y contemplo la antigua silenciosa. Me pregunto por qué el no lanzar humo a la atmósfera lo identifico con no hablar. Podría haber dicho improductiva o estropeada. Sin embargo, la columna que emborrona el azul del cielo me ha parecido locuacidad y mudez la inútil. Me inquieta qué hay detrás de metáforas tan simples. Que me identifique con la que está llena de grietas antes que con la que reluce no es significativo; que prefiera callar, quizá.

(octogésimo octavo)


Entre las citas poéticas que habré leído en mi vida sobre las rosas, me quedo con el verso de William Blake: “¡Oh, rosa, estás enferma!”. La primera vez que lo leí pensé en Heráclito, aunque no estoy segura de que el clima de Éfeso sea propicio para los jardines. Resulta frecuente que, siendo hada, a una la relacionen con símbolos de la belleza. Es verdad que las rosas combinan sus pétalos con elegancia y saturan muy bien el color en las fotografías. Y nadie piensa en gusanos cuando perciben su fragancia. Excepto yo, que las aprecio solo cuando se marchitan.