UNO
No saben salir de su celda de significados las palabras. No porque permanezca cerrada la puerta o exista un vigilante que todavía no se haya distraído. Nada impide la huida. Ni siquiera la convención perpendicular de los barrotes influye. Dormitan durante la mayor parte del día y por la noche labran, para no sentirse apátridas, cada una su propio campo semántico. Respetuosas. Nunca invaden terrenos vecinos ni alimentan querellas con este propósito. Las palabras. En su mínima estancia de dos por dos, un estante de obra con un reloj de cuerda encima y una mesa vacía. Con eso les basta.
DOS
Que escribiera, me dijo la carta al despedirse. Escríbeme, repitió. Si solo me lo hubiera pedido una vez, quizá evadirse del compromiso hubiese resultado más sencillo. Tuve que recurrir, por querer cumplirlo, a un manual de uso. Y ahí descubrí que existen tantos géneros epistolares como corresponsales hay. Y sin averiguar si nuestra relación había sido comercial o jerárquica o cómplice cómo encontrar, en el volumen consultado, las indicaciones certeras sobre el encabezamiento adecuado, el tono exigido, la familiaridad justa en las descripciones. Una jungla ofrece orientaciones más precisas. Así que, confundido como andaba no tuve más remedio que olvidar.
TRES
Que desconfíe de las frases que llaman a la puerta y, tras abrir, los ojos de quien las recibe de inmediato se desvían hacia la diadema que lucen es la primera regla. La segunda explica cómo colocarse sobre la cabeza una diadema cada vez que sea menester tocar un timbre para que alguien abra. Trabajo de precisión y paciencia sobre la finura de los materiales en los talleres de orfebrería. A este conjunto de normas se le denomina sintaxis. Y pretende proteger la economía de quienes instalan puertas en los vanos y también de los que talan bosques para fabricarlas.
CUATRO
En el curso alto de los ríos pasan desapercibidas las letras que carecen de sonido. Son tantas y tan recientes que resulta absurdo preocuparse por lo que existe. Que exista basta. O incluso que no exista. Da lo mismo. Siempre he vivido cerca de las fuentes. Una construcción humilde, aunque próspera en humo durante los inviernos y en gritos infantiles al llegar las vacaciones. Todo propicio para que descuidara el sonido de las letras que no lo poseen. Idiota, diría cualquiera de contárselo. Pero lo mantengo en secreto, como quien, humillado por una lacra, la airea a los cuatro vientos.
CINCO
Cuanto más íntima resulta la escena, antes espera la prosa que le mienta. Nunca he podido con eso. Lo otro, las alucinaciones y de vez en cuando el letargo, lo admito con indiferencia. Como el funcionario de la estafeta que no se implica en el estilo caligráfico del remitente. Su trabajo es leerlo. Y a mí me hubiera convertido en mejor intérprete que me exigiera sinceridad. Oh, cuánto me hubiera esforzado. Con qué voluntad se la entregaría en la ceremonia nocturna de despedirse del día ante el espejo. Indemne a tales deseos, solo de mí la prosa anhela soeces mentiras.
SEIS
Por fiestas, en el baile de la plaza Mayor, en cierta ocasión, siendo muy jovencita, me sacó a bailar un verbo. Aquella tarde ni lo parecía. Vestido de infinitivo, mantuvimos una animada conversación. Al irme, quedamos citados para el domingo en una cafetería del pueblo. Le estuve imaginando durante las noches siguientes como un apuesto presente con proyección de futuro. Era tan inexperta y soñadora como una interjección. Pero cuando lo tuve delante, sorbiendo un café que arrebolaba las comisuras de sus labios, poco a poco, conforme hablaba, me di cuenta de que solo estaba ante un triste pretérito. Imperfecto.
SIETE
Todos los términos con los que me trato nos conocemos desde el primer diccionario. Pequeño, tipografía grande, profusión de dibujos. Juntos pasamos a las versiones abreviadas, cuyas tapas se cubrían con adhesivos y viñetas reivindicativas. Volúmenes que viajaban de cualquier manera en caóticas mochilas. Fue una temporada, como todo en la vida para nosotras, que somos eternas dentro del mamotreto monumental que nos reúne. Esta reunión es, en esencia, un territorio del que somos dueños de forma alícuota. Muchos otros términos nos disputan la identidad, lo sabemos, pero como nunca han aparecido en las mismas páginas que nosotros, los despreciamos.