AFORISTAS sobre «Ventana ciega»

Lúcidos brotes líricos: Ventana ciega


José Ángel Cilleruelo
Ventana ciega
Mixtura, Barcelona, 2024
84 págs.


José Ángel Cilleruelo es uno de los escritores que ha mostrado en los últimos años un compromiso más firme y exigente con el género más breve (se le llame aforismo, apunte, nota, fragmento o como se quiera). Aunque hasta ahora solo contaba en su haber con un único libro, Lunáticos, lo cierto es que de manera puntual (como un reloj) ha venido publicando en su blog una entrega de sus más recientes creaciones en este ámbito, además de incluirlos en las sucesivas entregas de sus diarios editados, presentándose así -frente a advenedizos, oportunistas y pelotaris de diverso pelaje- como un auténtico militante del mismo.

No es Cilleruelo un autor que se permita ni la más mínima licencia ni concesión a la tan concurrida galería aforística. Son las suyas unas frases concentradas, lúcidas, atentas al brillo que desprenden los objetos y sus colisiones con una subjetividad siempre arrobada ante el milagro del mundo. En su dicción extática, se rebasa el ensimismamiento aparente de la expresión con la apertura generosa a las percepciones: de este modo, el dique que separa, en la existencia común, lo interior y lo exterior, cae abatido por la impregnación de una entrega total a lo sensible (que, por serlo, parece ocultar un aura espiritual deseando ser revelada).

Las virtudes heurísticas del aforismo encuentran en Cilleruelo a un devoto practicante. Por ello es de celebrar que la editorial Mixtura -un sello de intachable trayectoria y probada calidad- haya decidido dar a luz esta Ventana ciega, donde el autor vuelve a dar muestra de su admirable congruencia poética, la cual nunca resulta previsible ni rutinaria. De hecho, cada nuevo apunte supone la constatación de una verdadera epifanía de lo real (no de los conceptos de lo real), de su brotar ante una conciencia pendiente, agradecida y servicial, descorriendo las cortinas que opacan nuestra mirada para permitirnos captar, en su pureza, cada nueva experiencia del sujeto en el fluir del tiempo. 

Ello no obsta para que el autor deje de consignar, de manera ocasional, las reflexiones que le asaltan, pero nunca obedece a un prurito intelectualista, sino a la lealtad del autor para con lo que le acaece, ya sea una sensación o, por qué no, una idea. Y es que las ideas no dejan de ser las sensaciones con que nuestro pensamiento se reconoce a sí mismo como un ente genuinamente vivo.

El saldo final es altamente satisfactorio. Cilleruelo es un valor seguro para el aforismo que vuela alto sin dejar de permanecer fiel al pálpito de la vida. Leer su libro implica embarcarse en un viaje que, a buen seguro, nos deparará, no solo una sucesión de hallazgos afortunados, sino una nueva ocasión para recordar -por si lo hubiéramos olvidado- que no hemos nacido únicamente para comer, trabajar, divertirnos y dormir, sino, por encima de todo, para prestar la máxima atención a todos y cada uno de los instantes que componen la textura de los días, pues es en ellos donde reside la penúltima esperanza de redención para un mundo de donde los dioses parecen haberse ausentado (quién sabe si para siempre).


En el interior de una nube. Donde vives lo mismo que han vivido.

*

El punzón que araña el papel crea los significados que no están.

*

El camino de regreso debe ser también un camino de ida.

*

No recuerdo lo que pensé entonces, pero sí dónde.

*

A veces se han quedado cerradas las puertas que se dejan abiertas.

*

La flor de la acacia alfombra la senda. Hay que pasar de puntillas.

*

La algarabía de alas que se desata nada más abrir la puerta del campanario.


Revista AFORISTAS 5

Aforismos del unicornio


1

Las razones de la existencia de lo que no existe emanan de la propia experiencia del tiempo y de la condena a la inexistencia, antes o después, de cuanto ha existido. A partir de esta evidencia es posible distinguir algunas pautas extrañas con las que el pensamiento ordena la realidad de un modo diferente a como había acontecido. La primera es la intrincada frontera, en cualquier hecho pasado, entre lo que ocurrió y lo que nunca pasó de tal modo. En consecuencia, la proyección hacia el presente de lo que ha existido se mezcla con lo que no tuvo existencia.

2


Cuanto ha ocurrido se conserva atravesado por una lacerante contradicción, difícil de desentrañar. Por una parte, cualquier suceso, feliz o adverso, por el hecho de haber existido ya puede repetirse en otro presente. Pero al mismo tiempo se ve sometido a una estricta ley que impide de modo absoluto su repetición. Así, en el caso de una guerra, los errores que desembocaron en el conflicto amenazan con reiterarse, pero los muertos nunca serán los mismos que en las contiendas anteriores. Para el caso de un hecho cuya repetición se desee, la vivencia será diferente a la recordada. Incluso, quizá, opuesta.

3


Una de las virtudes de lo inexistente es la ausencia de contradicción en su esencia. El no haber acontecido nunca le libra de la imposible posibilidad de una repetición. Puede ser convocada innumerable ocasiones, y siempre se vivirá de la misma forma y siempre parecerá diferente. Al no ocurrir, permanece inalterada como potencia. Tampoco le afectan los olvidos, ni las recreaciones, ni las dudas que contraen o extienden todo aquello que tuvo realidad. Por no haber existido mantienen vírgenes sus opciones de duración. Sus cualidades simbólicas, a diferencia de lo que perece, exhiben ingenuas su firme candidatura a lo eterno.

4


Lo existente naufraga continuamente en el sinsentido que lo sustenta. La condena a la desaparición impide que fructifique una idea sobre lo que acontece. Resulta demasiado frágil, por su entrega al tiempo, ante cualquier propósito. La inexistencia, sin embargo, proporciona un orden y un significado a lo que existe. Un fin, si es eso lo que se persigue; una razón, si se necesitan razones; una trascendencia, en suma, que anule la deflagración constante de lo que acontece. Las nociones sobre lo que existe se construyen encima de inexistencias capaces de dotar de sólido sentido a lo que no lo tiene.

5


Los animales que no existen heredan de los que existen todas sus carencias simbólicas. Son sus insuficiencias las que conforman el atractivo de su morfología. Su animalidad olvidada cifra el mensaje inteligente que nunca ha creado la naturaleza. Su zoología traza el camino del abandono hacia los campos de la religión y de la filosofía. Son los animales que no existen indemnes a la evolución y al maltrato. Brillan en el cielo de la tarde desde lo alto de los obeliscos. Iluminan la mirada de quienes malviven insatisfechos por las carencias. Rubrican un sueño que, de existir, perdería su magia.

FUGAS


/ 01



Nunca irradia tanta blancura la cebolla como cuando el hortelano la arranca del caballón donde está plantada y, tras quitarle la tierra golpeándola contra la pernera de su pantalón, la observa con una sonrisa en los labios y ojos de enamorado. Luego la deja caer en el cesto, junto a las otras, y su mirada absorta no oculta que la atraviesa un pensamiento difícil de determinar. O tal vez sea el estribillo de una canción sin excesiva pureza: Nunca avanzarás solo en el camino. Los pájaros ya emprenden vuelo, ronroneo de insectos, temblor de hojas en el limonero. Otra cebolla.

/ 02


En el espacio cerrado de un silencio prendió aquel significado que el estudiante de filología y comunicación se entretenía desentrañándolo a ratos, mientras aguardaba a que se encendiera el viejo ordenador que el departamento había puesto a disposición de los becarios. No le preocupaba desconocer su contenido. Tenía artículos por leer, a montones, y aplicaciones que rellenar durante horas sobre el uso al que destinaba su horario. Los otros conceptos que aparecían aquí o allá los resolvía con un mero golpe de buscador. Todo parecía hablarle con claridad desde sus resúmenes, menos aquel instante en el que había permanecido callado.
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/ 03



El conductor del último tranvía que circuló por la ciudad, el día en el que había previsto el ayuntamiento la finalización del servicio, fue elegido por ser el más joven de la plantilla. Una mitad del consejo de administración opinaba que debía ser el de mayor edad, para sugerir el envejecimiento natural del medio de transporte. La otra mitad discrepaba pensando en los reportajes fotográficos en la prensa al día siguiente. Al final triunfó este criterio. Un guapo conductor fulguró en un viejo tranvía, idéntico al que me había subido mi padre cuando me llevó por primera vez al cine.

/ 04



Las virtudes de la somnolencia es el secreto mejor guardado por los vigilantes de seguridad nocturnos. En el abandono de las instalaciones, en los corredores vacíos, en las puertas cerradas, en la práctica ritual del silencio encuentran un sentido que el resto de empleados —habituados al ruido y al desorden— ni se imagina. Leen de un libro solo las páginas en blanco que deja por cortesía el editor. Y las comprenden. Hasta tal punto que cualquier raya o muesca del volumen solo su lectura es capaz de interpretarla. Son veladores de la nada, incluso cuando se les cierran los ojos.

/ 05



Coincidí en un bar nocturno con una fiesta de bibliotecarios que celebraban la jubilación de uno. Me uní al grupo porque, por edad, conocía todas las canciones que coreaban a voz en grito, al mismo tiempo que despejaban las jarras de cerveza a una velocidad que causaba vértigo. No aclaré demasiados conceptos sobre su oficio aquella noche, porque a las preguntas que planteaba respondían todos a la vez con argumentos diferentes, a raíz de los cuales iniciaban intrincadas disputas verbales. Cuando apagaron las luces para echarnos, el que se jubilaba me confesó, cabizbajo, que ahora solo le temía al silencio.

/ 06



En los anales policiales se le recuerda como inventor de un sistema de interrogatorio a detenidos que obtenía un cincuenta por ciento más de confesiones que los métodos habituales. Desarrolló un retorcimiento sistemático de las preguntas sobre el delito que dejaba al acusado con escasas opciones de responder mediante evasivas. Se le denominaba en los tratados el método salomónico; título que a él siempre le molestó porque ni se llamaba Salomón ni conocía a nadie con ese nombre. Cuando asuntos internos se hizo cargo de su caso, tiempo después, lo que peor llevaba era la ineptitud inquisitiva de los inspectores.

/ 07



En mitad del erial, que cualquiera llamaría desierto, encuentro dos columnas de hormigón que no llegaron a sostener techumbre alguna. Ladrillos por el suelo, entre los que crecen matorrales, y un saco petrificado de cemento. Restos que con el tiempo han adquirido el mismo color parduzco de la tierra y de la vegetación reseca. Me siento sobre mi mochila, entre las columnas tal vez levantadas para sostener el pequeño porche de una casa soñada, y observo con qué parsimonia la nada se extiende alrededor. Un lugar ideal para contemplarla. Maleza, piedras, ondulaciones, insectos, silencio. No poder construir aquí la mía.

/ 08



En el carro del supermercado que utiliza el recogedor de chatarra para transportar los objetos metálicos que encuentra abandonados por las calles o tirados a la basura hay una vieja cafetera, una plancha usada y un artilugio extensible para tender la ropa. Bajo la marquesina donde se ha refugiado de la intensa lluvia aguarda pacientemente a que cese para continuar con su recolecta. Mira con ojos de estar viendo otro paisaje, tras la cortina de agua, diferente al que ambos contemplamos. De hecho, si me fijo bien, también puedo contemplar un lugar que no está delante. O así lo creo.

/ 09



Cuando alza la persiana del taller el mecánico y de repente la luz de la calle lo inunda, el color de las legañosas paredes hace esfuerzos por mostrarse con una apariencia que sea digna de su nombre. Hay tuercas por el suelo, una columna de neumáticos usados, restos desperdigados de paños blancos rebozados en grasa negra y un brillo amargo en el pequeño charco de aceite donde se ha hundido el pavimento de indefinidas baldosas. Enciende a continuación un cigarrillo y tras unas caladas rápidas lo deja caer y lo aplasta, con prisas porque en ese instante empieza el cántico.

/ 10


La mayor destreza del revisor en una línea ferroviaria es descubrir desde el andén al viajero que accede sin billete. Quizá por el escaso nerviosismo y la escasa prisa con los que sube, mientras el resto se apresura con movimientos inconexos y precipitados. O porque no se asegura de la portezuela echándole un vistazo a un trozo de cartón que se sujeta entre los dedos como si fuera la clave de salida del laberinto. Y al contrario, mantiene la vista alta tratando de reconocer a quien le ha detectado ya para evitar pedirle que muestre el pasaje que no tiene.

/ 11



No dice gran cosa sobre su naturaleza la palabra «mancha» con la que se designa la pérdida de armonía cromática de un objeto o de una prenda. La mancha misma, en sí, resulta más explícita. Indica actividades, por ejemplo, incluso los ingredientes de una comida. También aporta información sobre las circunstancias climáticas de un lugar o sobre su orografía. Nada de ello, sin embargo, se especifica con la palabra, que por otra parte incluye todos los matices posibles, ya sea en el exterior y visible, o en la de recia textura mal disimulada entre el montón de la ropa sucia.

/ 12



Los mingitorios de aeropuerto muestran una ciega vocación de servicio no siempre comprendida. Se trata de una ceguera que no se vincula al emisor, pues desde la vocación hiperrealista de los grandes espejos hasta el mecanismo pendular del cierre en las puertas, todo está pensado para facilitar el uso, bien sea de los urinarios, inodoros, pilas, grifos, recipientes de jabón o secadora de manos, en el momento previo a surcar los cielos. Los que no lo advierten cuando acceden son los usuarios. Pese al alto número de visitantes, la posibilidad de que el servicio sea recordado alguna vez resulta nula.

/ 13



Entre los autores de haikus existe la convicción de que una actitud pedagógica resulta conveniente en la escritura poética. Creen que sin ella el lector de sus textos podría sentirse timado por la escasísima inversión en sílabas con la que están resueltos. Es necesario mostrar que la abundancia no es lo único que aguarda el plato del lector cuando vacío se extiende hambriento frente al puchero. Hay que enseñar desde la infancia que el pensamiento no tiene por qué exigir los mamotretos que suelen adscribir a su nombre los filósofos. Ahora bien, cuando olvidan este propósito, escriben los mejores poemas.

/ 14


Preocupa en el Sindicato del Crimen la fatal paradoja que ha conducido ante el juez a muchos de sus mejores integrantes mientras el nivel general de sus miembros desciende constantemente, y sin que medie una mayor actividad policial. Se da el caso de que quienes son capaces de preparar el golpe más audaz, en el que se cumplen los pasos previstos con perfección, el día en el que un eslabón se suelta resultan incapaces de improvisar una huida. Y, por el contrario, aquellos que realizan trabajos chapuceros, improvisados, desastrosos consiguen, tras sus estropicios, convertirse en experimentados artistas de la fuga.

Cuentos del hada jubilada T9


(octogésimo noveno)


En la noche que ha limpiado el viento durante el día, la luna. Una brillante C de decreciente. Como la mía al escribir estos Cuentos con descuento de palabras. Menos que breves, ajenos al trinomio de presentación + nudo + desenlace. Eso da siempre algo más que la nada de tristes paradojas entre opuestos que se llevan bien. Quedan para tomar unas copas, se cuentan intimidades y muestran su compresión con leves inclinaciones de cabeza. ¿Qué contrarios son estos que tanto se quieren? Contemplo la luna detrás de la ventana. La invitaría a cenar para que no esté tan sola.

(nonagésimo)


Una gasolinera abierta en mitad de la noche, junto a una carretera por donde transitan camiones taciturnos, es lo más parecido a un oasis en el desierto. Lo que allí ofrece el agua, aquí lo entrega una combinación enfática de luces eléctricas. Las palmeras de la iconografía infantil se transforman en postes de combustible y en un pequeño comercio donde la tentación se ofrece convertida en galletas bañadas en chocolate. Una vez que he detenido el coche, no lo arrancaría nunca. Me quedaría a vivir como una beduina cansada de serlo, que hornea pan por las mañanas para los peregrinos.

(nonagésimo primero)


Al retirar la colección de cuadros con los retratos de los presidentes, alineados en el corredor de acceso al salón principal, quedó durante unos días en la pared una seriación de rectángulos verticales sombreados por antiguas capas de polvo nunca limpiadas. Los cuadros, a su vez, permanecieron agrupados contra la pared en un despacho del piso superior, que hasta aquel día ocupaba un vocal opuesto a la dirección. El pintor, con informales manchas de color espolvoreadas en su vestimenta blanca, cubría el suelo con papel de embalar. En ese momento tuve que atravesar la estancia, sorteando rodillos, cubos y cubetas.

(nonagésimo segundo)


A un costado de la carretera, a la salida de la ciudad, en un descampado, lanzándolos al montón, ha conseguido formar una colosal montaña de neumáticos desgastados e inservibles. Al pie de la negrura, el operario fuma en pipa, rascándose la barba con frecuencia. Permanece la mayor parte del día sentado en una deshilada tumbona que parece sostener su peso de milagro. Con el trascurrir de los años, en cada salida de la ciudad he visto cómo crecía la montonera de neumáticos y se mantenía el bulto humeante del cuidador. Que la visión carezca de un significado me proporciona certidumbre.

(nonagésimo tercero)


Mi padre había sido propietario de una chopera en la ribera del río. Cada domingo desde marzo hasta octubre, subía a la galera las bolsas con la comida y los juguetes de mis hermanos, enganchaba la pareja de mulos, nos alzaba a plomo uno tras otro y partíamos. No le gustaba el campo, al que dedicaba los seis restantes días de la semana, pero sí sentir bajo sus pies un terreno valioso del que era dueño. Entre álamos jugué a pilla-pilla y también partidos de fútbol con los chicos. Era el decorado teatral en el que aprendía a ser protagonista.

(nonagésimo cuarto)


Nunca he sudado tanto en toda mi vida como dentro de la sala de baile en el centro parroquial. Un sótano húmedo y sin ventilación que iba agotando lentamente el aire disponible para respirar. La actividad, cuyo frenesí era alentado por algunas piezas emblemáticas que lo multiplicaban, no ayudaba a mantener las formas. En una esquina, con una sotana recia que debía de parecerle un cilicio, el cura más joven ejercía la misma vigilancia que una señal de tráfico, la observaba quien quería. Nosotros, los adolescentes, sudábamos hasta conseguir que la transpiración desmedida sobre la ropa nos hiciera parecer desnudos.

(nonagésimo quinto)


A medianoche, bajo el leve guiño de la luna, no resulta difícil percibir entre las viñas próximas la existencia de fantasmas. Es una experiencia parecida a lo que ocurriría si se supiera extirpar los sueños y dramatizarlos a la luz del día. Un cineasta capaz de rodar en la oscuridad absoluta y que la cinta, al ser proyectada, mostrase un fundido en negro donde se pudiera ver con claridad el movimiento de atractivos personajes a los que no se consigue reconocer. Imaginando estas inexistencias, mientras sonaba una pieza de Debussy en el tocadiscos, me he quedado dormida en el sofá.

(nonagésimo sexto)


Cuando nos dijo que era coleccionista de hileras de hormigas empezamos a reír. La tarde brillaba en las hojas del sauce. El hombre aquel se acercó a nosotras, amigas urdiendo algún estrago a la salida del colegio. Lucía un bigote de comisario de policía en película española. Los niños se peleaban por subirse al tobogán. Las madres se intercambiaban recetas de rosquillas de anís. El momento parecía propicio para un delito. No nuestro, almas cándidas, sino del mal encarnado en un señor que se acerca a las muchachas con enrevesadas intenciones. Ahí quedó todo, cuando imaginábamos lo que nos diría.

(nonagésimo séptimo)


Al final del callejón, donde las galerías traseras de un bloque le ponen punto final al recorrido con restos de pinzas de tender la colada esparcidos por el suelo, a la derecha, por una puerta que parece de antigua tenería, se accede a la taberna. Las señas parecen de templo expresionista, pero el lugar es humilde y amable. Sobre el polvo acumulado en los cristales de la puerta, quien entra enamorado escribe con el dedo un nombre y alrededor un corazón. Es el bar de los amantes solitarios. Lo atienden una viuda y un viudo que nunca han sido pareja.

(nonagésimo octavo)


Hay un instante en el paso de la niñez a no sé muy bien qué cuando de repente se descubre lo que una nunca había imaginado que existiera. Es el día en el que mis compañeros de curso se olvidan de los juegos rutinarios en el parque porque están construyendo, con unos cartones y unas arandelas, un avión de combate. Y una lo ve atravesando el cielo a la velocidad del sonido en ojos que no reflejan ya ninguna otra realidad. De nada sirve introducir en la conversación palabras picantes que los exciten. No los excitan. Insinuaciones. No les interesan.

(snonagésimo noveno)


Un texto es, igual que una ventana, un cuadrilátero. Paralelogramo. Una vía certera que conecta lo interior con lo exterior. Y viceversa. Una ventana, igual que un texto. Ambos son un modo al mismo tiempo diáfano y opaco. Que permite o impide la comunicación. Sea simétrica o asimétrica. Es todo lo que sabe del mundo el encerrado. Durante siglos acogió con discreción la infinita conversación amorosa. Un texto o una ventana, da igual. Es lo que les da gracia a los edificios; valor, al papel encuadernado. Ah, en mis Cuentos Completos de Hada por ningún lado aparece el término cien.

Miradas T1


01



Con aspavientos los peregrinos al llegar se dejan caer sobre la arena. Y luego, arrodillados, con los brazos en cruz, los bártulos por el suelo, braman sus plegarias al santo. Les espuma la boca. Miran con ojos opacos. Cada grupo que alcanza la puerta del monasterio es un alboroto de voces y una tétrica danza de cuerpos malolientes. Algún monje sale para arrastrarlos hasta el cobertizo donde los fieles se amontonan en la fe de una fútil esperanza. Traía la frente sudorosa, pero se mantuvo en pie, cerró los ojos para rezar en silencio. Sus manos hablaban, cómo no escucharlas.


02


De jovencita mostraba mi rebeldía cada vez que al inicio del verano me compraban sandalias nuevas. Iba al río, me sentaba junto al cauce y sumergía los pies hasta el tobillo. Luego, chapoteando al andar, regresaba justo a la hora en que la casa había sido fregada de punta a punta. Mi madre me obligaba a permanecer en la puerta hasta que el calzado, que chorreaba, se secara. No sé por qué me puse tan nerviosa cuando lo vi aparecer. De haber sabido lo que ocurriría entonces me hubiera sentado a encender un cigarrillo de los que tenía prohibido fumar.


03


No vi resplandor alguno. Ningún brillo que llegara de lejos como un presagio. Tampoco claridad que no fuera la escasa que los nubarrones de tormenta imponen al día. Ni siquiera llameaban candelas en el pequeño altar excavado en la piedra al pie del camino. Aunque ocurriera en invierno, no ardían por los campos vecinos restos de alguna poda. Hasta el riachuelo que corre por el lugar se agazapaba bajo la maleza para no provocar destellos. No existió ninguna señal aquella tarde que se apresuraba a entregarse entera a las sombras. Y sin embargo solo recuerdo de su rostro la luz.


04


Tal como se entiende comúnmente, creía que las ventanas sirven para contemplar el exterior desde un interior. Hasta la luz colabora en este propósito anulando con reflejos la transparencia de los cristales. Y al anochecer, ahí están las persianas para solucionarlo. Por eso me sorprendió tanto verle asomando a la ventana del taller de costura desde el patio. Con ojos atentos, como si buscara dentro algo o alguien en concreto. Me pareció que su mirada no admitía dudas, pero éramos veinte chicas trabajando y mi probabilidad solo una. Menos mal que la matemática es una ciencia ciega. Como los cristales.


05


Un desdibujado sendero conduce a la gruta y aunque aparezca en las guías no es fácil descubrirla. De vez en cuando algún grupo de excursionistas la busca entre la columnata de álamos negros que la protege. Los visitantes suelen perder la orientación fácilmente y aparecen al otro lado del bosque, en el prado donde las vacas los miran con repentina curiosidad. Preguntan a voces, desde lejos, si me ven rondar por ahí. Les digo que no sé nada. Que no conozco la zona. Desazonados, se dan media vuelta. También desaparezco entre árboles. Si no fuera tan esquivo quizás la encontrara.


06


Al sastre de la familia le preguntaba, cuando veía a tomar medidas, por los tejidos de los chaqués elegantes, por los secretos que hacían triunfar al pantalón, por el trazo de la sisa en las camisas. Se diría que la moda masculina despierta mi interés, pero no es así. Indago solo para documentar mis suspiros. Aquel que ha de llegar no puede aparecer desnudo. Igual que imagino las palabras y el tono que usará cuando me hable, también lo engalano conforme a las razones de esta época. Tal vez por eso cuando llegó de verdad no supe, en absoluto, reconocerlo.


07


En los soportales que hay en el exterior del mercado, allí donde los campesinos de la zona venden frutas de la época y verduras de sus huertos, tenía su tenderete. Lo cuidaba con esmero. Fue lo primero que me llamó la atención, con qué gracia y armonía de colores ponía a la venta lo que le habían traído, de madrugada, hortelanos poco hábiles para el comercio. Iba a diario. Las lechugas conservaban gotas de rocío en sus hojas. En los pedúnculos de las manzanas se podían ver restos de savia. Nunca en mi vida he comido tanta verdura como entonces.


08


La senda acaba cuando se llega a un barranco, cortado a cuchillo, entre una loma y la siguiente. Ante ese final, a nadie le gusta caminarla porque luego ha de volver sobre sus pasos. Los excursionistas prefieren las rutas en círculo. Regresan al mismo lugar, pero sin repetir sendero. Aunque no se dan cuenta de que repiten sentido. Hay más contraste en la ida —admirando lo que aparezca delante— y vuelta, que en seguir una ruta siempre ciega para lo que se deja atrás. Estaba a punto de decírselo cuando me lo explicó, sentado en una peña ante la quebrada.


09


La trashumancia antes que un oficio parece el castigo de un dios soberbio. No por la soledad de los parajes que se atraviesan, un regalo de quien sea que mande en el cielo, sino por lo opuesto, el ajetreo de ciertas noches, cuando paso cerca de una población. Con las ovejas en el aprisco, me aseo y bajo a patear las calles hasta el último bar abierto. Conozco a gente. Me divierto. En cada pueblo busco encontrar un motivo para quedarme, pero al amanecer retiro el candado del redil. El día que no la haga, tampoco lo echaré de menos.


10


Cada vez que entra o sale alguien, la campanilla lo avisa. Es la señal que desvía levemente la mirada de la conversación que se mantenga, sin importar con quien sea, hacia la puerta. Apenas un instante, el preciso para saber si el vacío que deja quien abandona la sala resulta relevante en la geografía de aquel momento en el Café, o si, tal vez, se incorpora aquel a quien merece la pena agregar a la constante vigilancia de los ojos, a la espera, quizá, de una palabrita casual que dé pie a, quizá, una tímida respuesta como promesa de continuidad.


11



Qué sensación la de entrar el primero en el cine, tras haber encabezado la cola de entrada, y admirar después la geometría de los asientos vacíos, dar una vuelta a la sala y no saber desde dónde ver la película. Poco a poco va entrando el público de la sesión. Hablan unos con otros. No se entretienen en trazar rectas y diagonales sobre las butacas, les basta con interrumpirlas sentándose en cualquiera al buen tuntún. Continúo en pie, observando cómo se va completando el aforo desde el centro. Al final ha de quedar por fuerza un lugar libre, el mío.

12



Qué extraño se me hace ver a tanta gente arremolinada en torno a las mesas con libros en el mercado de ocasión y que ningún gesto al alargar el brazo hasta un volumen sepultado por otros, del que solo asoma una mínima esquina, no sea el tuyo de sorpresa por la edición que acabas de rescatar del insomnio. También te observo mientras extraes del monedero las escasa monedas que el librero te pide y se las entregas con una sonrisa, de repente compartida por la otra parte que realiza la transacción. Otros repiten los mismos movimientos, pero ninguno soy yo.

13



Qué silencio cuando me sumerjo hasta el fondo de la piscina. Lo que daría porque la apnea pudiera alargarse no ya minutos, sino horas, la tarde entera aquí abajo. De repente siento la necesidad de salir. Y salgo a una algarabía de cuerpos, bebés que lloran, niños que corren, adolescentes hablándose a gritos de una punta a la opuesta, gente contándose la vida por todas partes. Respiro, vuelvo a tomar aire y me impulso hacia el pavimento de la piscina en busca de un sumidero secreto hacia otro mundo más leve. Que no exista no significa que no pueda encontrarlo.

14



Qué ridículo. Ni siquiera consigo evocar aquel momento, la circunstancia, el patinazo. Cada día que pasa lo pienso como una palada de olvido sobre mi idiotez de entonces que de inmediato se deshace igual que lo haría un cubo de nieve vertido sobre un hierro incandescente. Así se mantiene, desde entonces, lo ocurrido. Bajé los escalones confiando. Me había quitado el abrigo al entrar, lo llevaba doblado en el brazo. Aquella tarde me sentía el dueño del mundo. Miraba solo para que me vieran mirar, ¿quién?, no importa, la ciudad. Te diste la vuelta y una marioneta actuó por mí.


15



Nada en el jardín me lo ha contado, y lo he sabido. El día se mueve con torpeza, se apoya en las azoteas en su inarmónico avance hacia ninguna parte. No parece que pueda traer algo en las manos que sorprenda. Ni siquiera a una despistada como yo. He sumado los números de la fecha y jamás había obtenido una cantidad tan anodina. Ningún pájaro alrededor se ha posado en la copa de un tilo a meditar sobre la gratuidad de su canto. Y, sin embargo, esta alegría entre los setos por florecer no la recuerdo en ninguna otra jornada.

16



Ni siquiera se me habría ocurrido soñar con el abrazo de la noche que tan excelsa supo cómo abrazarnos en el callejón empedrado que hay junto a la verja del parque. Ningún carruaje transitó a deshora, ni nos asustó el retumbar de botas que se han lustrado con el trapo de una rancia filosofía. Tampoco el viento hizo cantar a herrajes mal resueltos. Una insólita quietud, que se extendía alrededor, semejante a la de nuestros cuerpos entrelazados, sellaba el ánfora del tiempo. Sus manos en mi nuca, mis manos, agrimensoras de su espalda. La noche nos acogía como a peregrinos.

17



Tras tantas veces como lo he imaginado aquí, a mi lado, encendiendo un puñado de broza bajo los leños que cruza en el centro del hogar o limpiando con un rastrillo la hojarasca caída durante la ventisca en el patio trasero, siempre llega un día en el que el invierno se suaviza, parecen querer desabrochar los botones de los rosales y a mí de nada me sirve cumplir con las tareas rituales pensando que es él quien las realiza cuando lo observo desde el fondo del pasillo o asomada a una ventana mientras la habitación donde hemos dormido se orea.

18



A la caída del sol habrán cerrado las puertas, establecido los horarios de la guardia, dado de beber a los caballos. Humearán las chimeneas sobre el escudo de los tejados. La boca de la taberna eructará las canciones de los ebrios. Donde haya una antorcha prendida, dos insomnes desgastarán la lengua que aprendieron de sus padres. Es lo que escribo cada día cuando oigo el chirrido de las puertas que se abren, las voces de los soldados, relinchos en las cuadras, piar de pájaros ante la ventana. Saber que existe otra manera de contar el tiempo, lejos, me lo arrebata.

19



Si supiera su nombre lo pronunciaría. Cuando vuelco el saco en la vasija, con el rumor de la avena al precipitarse. Si extiendo paños y túnicas sobre la hierba para el oreo, con el silbido de insectos que merodean la humedad. Bajando las escaleras de piedra hacia la poza, con su retumbar oscuro que tanto miedo me provocaba de niña. Con el crepitar del fuego, entusiasmado con los troncos que le añado. Al rezar, en voz baja, cada anochecer lo nombro, antes de que la luz del candil se consuma. Cada día con un apelativo diferente. Hasta que alguno acierte.

20



Cuando florezcan los manzanos, me dije después de que hubieran florecido los almendros. Ahora veo entre las hojas el bulto verdoso de los frutos, madurando bajo la cáscara. Y en flor el último manzano, el más tardío. Solo me queda trazar un arco hasta las cosechas, y si no vuelve entonces, ya no habrá columna que sostenga la espera. El invierno me devolverá al lugar de donde vengo, el tiempo sin la esperanza del regreso. Me aconsejan que mire el cielo. Que tome las riendas de mi vida y la cabalgue. Sugieren, repiten, insisten: «De tu vida», dicen. También yo.