01
Con aspavientos los peregrinos al llegar se dejan caer sobre la arena. Y luego, arrodillados, con los brazos en cruz, los bártulos por el suelo, braman sus plegarias al santo. Les espuma la boca. Miran con ojos opacos. Cada grupo que alcanza la puerta del monasterio es un alboroto de voces y una tétrica danza de cuerpos malolientes. Algún monje sale para arrastrarlos hasta el cobertizo donde los fieles se amontonan en la fe de una fútil esperanza. Traía la frente sudorosa, pero se mantuvo en pie, cerró los ojos para rezar en silencio. Sus manos hablaban, cómo no escucharlas.
02
De jovencita mostraba mi rebeldía cada vez que al inicio del verano me compraban sandalias nuevas. Iba al río, me sentaba junto al cauce y sumergía los pies hasta el tobillo. Luego, chapoteando al andar, regresaba justo a la hora en que la casa había sido fregada de punta a punta. Mi madre me obligaba a permanecer en la puerta hasta que el calzado, que chorreaba, se secara. No sé por qué me puse tan nerviosa cuando lo vi aparecer. De haber sabido lo que ocurriría entonces me hubiera sentado a encender un cigarrillo de los que tenía prohibido fumar.
03
No vi resplandor alguno. Ningún brillo que llegara de lejos como un presagio. Tampoco claridad que no fuera la escasa que los nubarrones de tormenta imponen al día. Ni siquiera llameaban candelas en el pequeño altar excavado en la piedra al pie del camino. Aunque ocurriera en invierno, no ardían por los campos vecinos restos de alguna poda. Hasta el riachuelo que corre por el lugar se agazapaba bajo la maleza para no provocar destellos. No existió ninguna señal aquella tarde que se apresuraba a entregarse entera a las sombras. Y sin embargo solo recuerdo de su rostro la luz.
04
Tal como se entiende comúnmente, creía que las ventanas sirven para contemplar el exterior desde un interior. Hasta la luz colabora en este propósito anulando con reflejos la transparencia de los cristales. Y al anochecer, ahí están las persianas para solucionarlo. Por eso me sorprendió tanto verle asomando a la ventana del taller de costura desde el patio. Con ojos atentos, como si buscara dentro algo o alguien en concreto. Me pareció que su mirada no admitía dudas, pero éramos veinte chicas trabajando y mi probabilidad solo una. Menos mal que la matemática es una ciencia ciega. Como los cristales.
05
Un desdibujado sendero conduce a la gruta y aunque aparezca en las guías no es fácil descubrirla. De vez en cuando algún grupo de excursionistas la busca entre la columnata de álamos negros que la protege. Los visitantes suelen perder la orientación fácilmente y aparecen al otro lado del bosque, en el prado donde las vacas los miran con repentina curiosidad. Preguntan a voces, desde lejos, si me ven rondar por ahí. Les digo que no sé nada. Que no conozco la zona. Desazonados, se dan media vuelta. También desaparezco entre árboles. Si no fuera tan esquivo quizás la encontrara.
06
Al sastre de la familia le preguntaba, cuando veía a tomar medidas, por los tejidos de los chaqués elegantes, por los secretos que hacían triunfar al pantalón, por el trazo de la sisa en las camisas. Se diría que la moda masculina despierta mi interés, pero no es así. Indago solo para documentar mis suspiros. Aquel que ha de llegar no puede aparecer desnudo. Igual que imagino las palabras y el tono que usará cuando me hable, también lo engalano conforme a las razones de esta época. Tal vez por eso cuando llegó de verdad no supe, en absoluto, reconocerlo.
07
En los soportales que hay en el exterior del mercado, allí donde los campesinos de la zona venden frutas de la época y verduras de sus huertos, tenía su tenderete. Lo cuidaba con esmero. Fue lo primero que me llamó la atención, con qué gracia y armonía de colores ponía a la venta lo que le habían traído, de madrugada, hortelanos poco hábiles para el comercio. Iba a diario. Las lechugas conservaban gotas de rocío en sus hojas. En los pedúnculos de las manzanas se podían ver restos de savia. Nunca en mi vida he comido tanta verdura como entonces.
08
La senda acaba cuando se llega a un barranco, cortado a cuchillo, entre una loma y la siguiente. Ante ese final, a nadie le gusta caminarla porque luego ha de volver sobre sus pasos. Los excursionistas prefieren las rutas en círculo. Regresan al mismo lugar, pero sin repetir sendero. Aunque no se dan cuenta de que repiten sentido. Hay más contraste en la ida —admirando lo que aparezca delante— y vuelta, que en seguir una ruta siempre ciega para lo que se deja atrás. Estaba a punto de decírselo cuando me lo explicó, sentado en una peña ante la quebrada.
09
La trashumancia antes que un oficio parece el castigo de un dios soberbio. No por la soledad de los parajes que se atraviesan, un regalo de quien sea que mande en el cielo, sino por lo opuesto, el ajetreo de ciertas noches, cuando paso cerca de una población. Con las ovejas en el aprisco, me aseo y bajo a patear las calles hasta el último bar abierto. Conozco a gente. Me divierto. En cada pueblo busco encontrar un motivo para quedarme, pero al amanecer retiro el candado del redil. El día que no la haga, tampoco lo echaré de menos.
10
Cada vez que entra o sale alguien, la campanilla lo avisa. Es la señal que desvía levemente la mirada de la conversación que se mantenga, sin importar con quien sea, hacia la puerta. Apenas un instante, el preciso para saber si el vacío que deja quien abandona la sala resulta relevante en la geografía de aquel momento en el Café, o si, tal vez, se incorpora aquel a quien merece la pena agregar a la constante vigilancia de los ojos, a la espera, quizá, de una palabrita casual que dé pie a, quizá, una tímida respuesta como promesa de continuidad.
11
Qué sensación la de entrar el primero en el cine, tras haber encabezado la cola de entrada, y admirar después la geometría de los asientos vacíos, dar una vuelta a la sala y no saber desde dónde ver la película. Poco a poco va entrando el público de la sesión. Hablan unos con otros. No se entretienen en trazar rectas y diagonales sobre las butacas, les basta con interrumpirlas sentándose en cualquiera al buen tuntún. Continúo en pie, observando cómo se va completando el aforo desde el centro. Al final ha de quedar por fuerza un lugar libre, el mío.
12
Qué extraño se me hace ver a tanta gente arremolinada en torno a las mesas con libros en el mercado de ocasión y que ningún gesto al alargar el brazo hasta un volumen sepultado por otros, del que solo asoma una mínima esquina, no sea el tuyo de sorpresa por la edición que acabas de rescatar del insomnio. También te observo mientras extraes del monedero las escasa monedas que el librero te pide y se las entregas con una sonrisa, de repente compartida por la otra parte que realiza la transacción. Otros repiten los mismos movimientos, pero ninguno soy yo.
13
Qué silencio cuando me sumerjo hasta el fondo de la piscina. Lo que daría porque la apnea pudiera alargarse no ya minutos, sino horas, la tarde entera aquí abajo. De repente siento la necesidad de salir. Y salgo a una algarabía de cuerpos, bebés que lloran, niños que corren, adolescentes hablándose a gritos de una punta a la opuesta, gente contándose la vida por todas partes. Respiro, vuelvo a tomar aire y me impulso hacia el pavimento de la piscina en busca de un sumidero secreto hacia otro mundo más leve. Que no exista no significa que no pueda encontrarlo.
14
Qué ridículo. Ni siquiera consigo evocar aquel momento, la circunstancia, el patinazo. Cada día que pasa lo pienso como una palada de olvido sobre mi idiotez de entonces que de inmediato se deshace igual que lo haría un cubo de nieve vertido sobre un hierro incandescente. Así se mantiene, desde entonces, lo ocurrido. Bajé los escalones confiando. Me había quitado el abrigo al entrar, lo llevaba doblado en el brazo. Aquella tarde me sentía el dueño del mundo. Miraba solo para que me vieran mirar, ¿quién?, no importa, la ciudad. Te diste la vuelta y una marioneta actuó por mí.
15
Nada en el jardín me lo ha contado, y lo he sabido. El día se mueve con torpeza, se apoya en las azoteas en su inarmónico avance hacia ninguna parte. No parece que pueda traer algo en las manos que sorprenda. Ni siquiera a una despistada como yo. He sumado los números de la fecha y jamás había obtenido una cantidad tan anodina. Ningún pájaro alrededor se ha posado en la copa de un tilo a meditar sobre la gratuidad de su canto. Y, sin embargo, esta alegría entre los setos por florecer no la recuerdo en ninguna otra jornada.
16
Ni siquiera se me habría ocurrido soñar con el abrazo de la noche que tan excelsa supo cómo abrazarnos en el callejón empedrado que hay junto a la verja del parque. Ningún carruaje transitó a deshora, ni nos asustó el retumbar de botas que se han lustrado con el trapo de una rancia filosofía. Tampoco el viento hizo cantar a herrajes mal resueltos. Una insólita quietud, que se extendía alrededor, semejante a la de nuestros cuerpos entrelazados, sellaba el ánfora del tiempo. Sus manos en mi nuca, mis manos, agrimensoras de su espalda. La noche nos acogía como a peregrinos.
17
Tras tantas veces como lo he imaginado aquí, a mi lado, encendiendo un puñado de broza bajo los leños que cruza en el centro del hogar o limpiando con un rastrillo la hojarasca caída durante la ventisca en el patio trasero, siempre llega un día en el que el invierno se suaviza, parecen querer desabrochar los botones de los rosales y a mí de nada me sirve cumplir con las tareas rituales pensando que es él quien las realiza cuando lo observo desde el fondo del pasillo o asomada a una ventana mientras la habitación donde hemos dormido se orea.
18
A la caída del sol habrán cerrado las puertas, establecido los horarios de la guardia, dado de beber a los caballos. Humearán las chimeneas sobre el escudo de los tejados. La boca de la taberna eructará las canciones de los ebrios. Donde haya una antorcha prendida, dos insomnes desgastarán la lengua que aprendieron de sus padres. Es lo que escribo cada día cuando oigo el chirrido de las puertas que se abren, las voces de los soldados, relinchos en las cuadras, piar de pájaros ante la ventana. Saber que existe otra manera de contar el tiempo, lejos, me lo arrebata.
19
Si supiera su nombre lo pronunciaría. Cuando vuelco el saco en la vasija, con el rumor de la avena al precipitarse. Si extiendo paños y túnicas sobre la hierba para el oreo, con el silbido de insectos que merodean la humedad. Bajando las escaleras de piedra hacia la poza, con su retumbar oscuro que tanto miedo me provocaba de niña. Con el crepitar del fuego, entusiasmado con los troncos que le añado. Al rezar, en voz baja, cada anochecer lo nombro, antes de que la luz del candil se consuma. Cada día con un apelativo diferente. Hasta que alguno acierte.
20
Cuando florezcan los manzanos, me dije después de que hubieran florecido los almendros. Ahora veo entre las hojas el bulto verdoso de los frutos, madurando bajo la cáscara. Y en flor el último manzano, el más tardío. Solo me queda trazar un arco hasta las cosechas, y si no vuelve entonces, ya no habrá columna que sostenga la espera. El invierno me devolverá al lugar de donde vengo, el tiempo sin la esperanza del regreso. Me aconsejan que mire el cielo. Que tome las riendas de mi vida y la cabalgue. Sugieren, repiten, insisten: «De tu vida», dicen. También yo.