Dietario de sensaciones 04



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El invierno dedica sus noches a la fabricación del blanco. En pleno dominio del negro nocturno, teje una sábana de blancura sobre el paisaje. Y cuando llega por fin la luz, su paleta de colores le resulta inútil. Ni puede pintar los árboles, que amanecen blancos; ni los campos, que se extienden blancos; ni los tejados, que lucen blancos. Solo se le permite gastar unas gotitas de marrón mezclado con una pizca de amarillo sobre los pájaros que sobrevuelan la blancura. La insistencia de la luz, sin embargo, con las horas, acaba imponiéndose y devuelve los colores a la costumbre.

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Todas las palabras son mágicas. O mejor será decir que son magos. Extraen del sombrero de unos sonidos la paloma blanca de un significado. Nada por aquí, nada por allá, dicen las palabras, y de repente sale de la nada una ristra de pañuelos anudados. Son las frases que descubren lo que existe. Que le dan sentido. Se mira a veces sin saber qué se ve, son las palabras las que le explican qué está viendo a la mirada. Uno va por la calle despistado y de pronto le dicen algo, sonríe y la piel de la realidad se estremece.

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La visita del viento estremece la superficie sosegada del cauce. Su fluir cotidiano, un ir yendo por los días ensimismado, tiembla de repente, se agita. Siente. El tiempo abandona su condición de túnel y la corriente, sin remedio, olvida su destino. Cuando la mano del viento roza su piel. Se remueve en el lecho. Vibra, se desorienta. Se daría la vuelta y regresaría a las fuentes para tumbarse en los prados de montaña a percibir el aliento de los bosques. Basta que el viento lo acaricie. La longitud se alza en una inflamación vertical que convierte el río en géiser.

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Hay un instante en el que la calma desciende sobre los cuerpos para abrigarlos y bajo su manto, mientras el sudor se funde con el sueño y las respiraciones se acompasan con el balanceo de dos actores camino del fundido final de la película, la noche susurra sonidos que parecen un bordado en la sábana del silencio. El sapo que croa en el estanque próximo. Una lechuza ulula en la nada. El ladrido enigmático de un perro. Son quizá palabras pronunciadas durante el día en un lugar lejano que llegan con atraso a los oídos, y cuyo significado desvela incógnitas.

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Se palpa los bolsillos por encima de la gabardina oscura, con la mirada revisa los lugares donde se suelen dejar los objetos —las llaves, el monedero, un pañuelo de seda— para asegurarse de que no se lleva nada consigo. Comprueba los cierres de la maleta donde ha guardado las telas negras con las que acostumbra a cubrir la realidad durante un tiempo. Ya está a punto para partir. Lo hará en el instante en el que una niña pizpireta entre dando saltos por la ventana y lo llene todo de color; todo, menos las pertenencias que sombría arrastra escaleras abajo.

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Un carro de heno detenido junto a las puertas del pajar. Los andares de realeza de un pavo que contempla escéptico la escena. El mugido interesado de la vaca al ver su enormidad. El vuelo ágil y asustado de los gorriones que picoteaban por la grupa. El paso filosófico del caballo hacia la valla donde se ha quedado el forraje. Revuelo de moscas alrededor de las ideas en movimiento. Ella, vestida con camisa de leñador y botas de montar; él, con chaleco de cuero y pantalón ajustado. El cielo azul de un set de rodaje. El Tiempo de las Baladas.

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Solo a través del frío el agua cobra forma. El calor, por el contrario, la anima a desaparecer, y desaparece. Las palabras son como el agua. La distancia las aquieta. Las ajusta a un molde. Enmudecen con el alejamiento. Y con el calor del abrazo de bienvenida se diluyen. Se evaporan. El cauce de las palabras es la conversación. Igual que el agua crea una corriente que aprovecha los desniveles para ir de un lugar a otro, las palabras, para viajar, utilizan a quienes charlan. Les acompañan. Pero agua y palabras aún tienen otro aspecto en común. Sacian la sed.

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Tierra que ampara. Oscura, húmeda. Las manos la han moldeado, no para cántaro. Para que cobije solo. Para que alimente. Sin nada más. Para que sea tierra, ella misma lo que ha sido siempre, ahora en el alféizar de una ventana. Quien le ha enseñado a la tierra lo que la tierra siempre ha sabido: a acoger. Los dos brotes han llegado deslucidos. Famélicos tal vez. Allí donde habían nacido, entre piedras, paseantes, tráfico, no llegarían lejos. Pero han tomado un autobús. Han caminado. Han subido escaleras. Un sueño. Y ahora se acuestan en la tierra que les han preparado.

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Las metáforas nacen en la piel. De la brisa húmeda que la ventana cuela. De una imagen que estremece recordar. De una caricia que se sintió durante un sueño. La piel da sentido a muchas palabras que prenden en las sensaciones del tacto. A otras que la cubren, en cantidad durante el invierno, con liviandad durante los días calurosos del verano. Y aun a términos que la explican, que la nutren, que la vivifican. Tantas palabras brotan de la fuente incesante de sensaciones que es la piel. Pero las decisivas, las que revive con mayor intensidad son, siempre, las metáforas.

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La niebla oculta un horizonte de montañas, las azoteas, las calles. El cielo nublado ha convertido el sol en la piedra que cae al fondo de un río de aguas agitadas. Losas con las que cubren la arena de la plaza donde antes la chiquillería jugaba a pelota. Lo que no deja ver aquello que se sabe que está debajo. Ni oler, ni tocar, ni presentir. Está ahí, con una presencia ida. Con la voz ahora muda. Una noche que se ha quedado a vivir en horas diurnas. La ausencia. Un globo que se escapa de la mano del niño.