Teatrillo I [2007-2009]


Pequeña odisea
 —Por favor, me puede indicar dónde encuentro un ejemplar de La Odisea.
—¿Quién es el autor? —pregunta el joven dependiente con gran naturalidad.
—Homero.
—Homero… —repite y se inclina servicial sobre el ordenador. Teclea. Medita. Vuelve a teclear. Se rasca la cabeza. Levanta la vista de la pantalla— Pero, ¿ese nombre va con hache o sin hache?
—¿Homero? Va con hache.
—Ajá, aquí está —exclama con júbilo, se da la vuelta encarando el otro extremo de la librería y vocea a grito pelado— Julia, guapa, búscame el libro de un tal Homero, que está por tu sección. Va con hache.


 El amor, ah, el amor
El senador y candidato se reclina sobre la página. El asesor le abraza.
—Son unos canallas.
Era tan bonita. Me acuerdo de la cena donde tomaron esta foto, tan puñeteramente bonita, estaba preciosa con ese vestido, tan jodidamente bonita.
—No le dé más vueltas, senador.
Tan…
—Ya tiene listo el comunicado.
Tanto. Nos divertíamos tanto. ¿El comunicado? Y por la noche en el hotel.
—Su mujer y sus hijos preparan otro en su apoyo.
Su piel, tan blanca… ¿comunicado?
—Dejará claro que no mantuvieron relaciones sexuales.
Su boca… su cuerpo: un delfín entrando en el agua, mi cuerpo ¿relaciones? ¡Jamás!


 Diálogo del diálogo
—Sería conveniente que hablásemos.
—Es verdad. El diálogo es conveniente.
—Siempre hay que hablar.
—Opino lo mismo. Soy un hombre dialogante. Soy un político dialogante. Un diputado electo dialogante. Soy un diputado. Soy.
—Hemos de hablar, sí.
—Perfecto. Tengo talante dialogante. Tengo acta de diputado. Y talante. Y dialogante.
—Esta vez hablaremos claro.
—Claro que hablaremos. Dialogaremos. Con talante, claro que sí.
—Esta vez no dejaremos nada por hablar.
—Ni dejaremos nada por dejar. Ni hablaremos nada por hablar.
—En esta ocasión.
—Nada hay mejor que ser dialogante. Con talante, sin enfado. Con acta de diputado.
—Hablaremos claro.
—Claro, hablaremos.


 La instancia
—Esta es la instancia, señor.
—¿…?
—La del pistolero que apostamos hace cuatro años junto a la cárcel por el tema del mafioso, ¿recuerda?
—¿Sigue ahí?
—El tipo se protege bien. Siempre camina rodeado de esbirros.
—¿Y…?
—No es el trato que hicimos con el director. Un cadáver sí, más no.
—Vaya contrariedad. Y el mafioso, ¿nunca hace de vientre?
—Las ventanas son demasiado altas.
—¿Y cómo se sube los pantalones?
—En cuclillas.
—¿Así? (El ministro hace el gesto de subirse los pantalones en cuclillas) ¡Difícil! ¿Y qué pide en la instancia el pistolero inútil?
—Nada, que le reconozcamos el trienio.


 Innovación
—Se acabó la desnudez.
—El sudor. La grasa.
—Pero…
—Se acabaron las dietas.
—Los sueños. Nunca más soñar con el cuerpo de otra.
—Pero… ¿No es muy caro?
—Muerte al envejecimiento, ¿tiene eso precio?
—Cristal líquido, una capa finísima que recubre la piel. ¿Puede ser eso barato?
—Y…
—Se acabaron las preocupaciones.
—La envidia. Los ansiolíticos.
—No sé… ¿Y funciona con…?
—Una pila de energía injertada en la piel. Microscópica.
—Seleccione un modelo en la pantalla. El cristal líquido lo convierte instantáneamente en su auténtico cuerpo, no el de carne y hueso.
—¿Y no hay un modelo más… más… económico?


Cuestiones de retórica
—¿No te preocupan esas chicas tan monas? ¿Cómo va a sentirse una bien si ellas existen? Ayer descubrí el antídoto, cuando explicaron la metonimia. ¿Recuerdas?
—Vagamente
—Mi error estaba en compararme con esas chicas monas de una manera absoluta cuando la belleza es metonímica. Lo que nos enamora de una persona es algo concreto.
—Los ojos.
—Y ese algo concreto permite afirmar que soy igual de bella.
—No te entiendo.
—Me puse a buscar en qué era yo más guapa que esas niñas. Y lo descubrí.
—¿En qué?
—En mi flequillo. Tengo el flequillo más gracioso y atractivo del mundo.


Escenas de la vida de Joaquim Maria Machado de Assis
—¿No vamos a salir nunca de São Cristóvão?
—Ya ha amanecido.
—Nos echarán.
—Un poco de paciencia caballeros. El motor flojea; zarpamos en cuanto lo arranquen.
—¿Y por qué no compran una barca nueva?
—Esperan que naufraguemos.
—Ya está, en marcha. Nos vamos. El Cais dos Franceses nos aguarda.
—Hace rato.
—Y ese mulato, ¿por qué no protesta? ¿No tiene sangre en las venas?
—Lee.
—Lee a la ida y lee a la vuelta. ¿Para qué lee tanto?
—Querrá ser alguien.
—¿Leyendo?
—Igual sólo aprende, es tartamudo.
—He oído que trabaja en una imprenta.
—¡Ah! Seguro que roba los libros.

Fábula pasada de moda
—No te entiendo, Polifemo, tu fealdad me produce náuseas. ¿Cómo te atreves a insinuar que lo inteligente es amarte?
—Eres tan bonita, Galatea, también cuando te enfadas. Pero si lo miras con calma verás que lo único pertinente es rendirte a mis brazos.
—¿Tus brazos llenos de pelos tiesos como los de un jabalí junto mi piel blanquísima? Son incompatibles.
—Te quiero, Galatea.
—Tu ojo lloriqueando sobre mis cabelles me repugna.
—Te adoro, Galatea. A diferencia de tu piel y de tus cabellos, que el viento arrastrará en breve, mi sentimiento será lo único eterno que la vida te ofrezca.


El asesor
—Proclamo... (¿Puedo lanzar ahora la proclama, verdad?)
—Claro, presidente. Es el momento.
—Proclamo la necesidad de un gobierno unido junto al pueblo que lo sostiene con su clamor unánime, sin disonancias, con el espíritu único del amor al bien y a la verdad, con la armonía del obelisco.
—(Chist, presidente, presidente.)
—(¿Qué?)
—(La proclama. Que le está saliendo un poco... digamos, no demasiado democrática.)
—(¿Ha de ser más democrática, cree?)
—(Tengo la impresión.)
—(Gracias. Empiezo de nuevo). Proclamo la necesitad de un gobierno unido con el pueblo que lo sostiene con el fruto unánime de las urnas, con el voto...


Luciérnaga
—No tengo paciencia ni edad para aprender a escribir todas las palabras, con la cantidad que hay; enséñame sólo las importantes.
—La escritura no funciona así, Xênia.
—No te rías, pánfila; aunque analfabeta, también yo fui jovencita y garbosa, ¿o es que crees que siempre anduve tan vieja?
—Es que se enseñan las letras, no las palabras.
—¿Y para qué sirven las letras si no es para escribir palabras?
—Pesada.
—Además, enseguida llegará un cliente y me dejarás a verlas venir; eres la preferida de la casa.
—Te haré caso. Empecemos: ¿cuáles es para ti la palabra más importante?
Pirilampo.



1985
 —Por favor, me da un cupón que acabe en 85.
—¿Ha de ser en 85?
—Sí, que acabe en 85.
—85... A ver qué encuentro. Aquí sale uno en 58 con olor a premio, ¿sirve?
—¡Qué gracioso! Nací ese año. El 58.
—Una buena razón.
—Prefiero que acabe en 85.
—Eso quiere decir que su razón es mejor.
—Bueno, es posible.
—¿Una razón mejor que la de haber nacido? ¿Puede existir?
—No creo que haya ninguna.
—¿Entonces? ¿58?
—Entonces: ¡85!
—¿Mejor que nacer?
—Nacer otra vez.
—¿Otra vez?
—No otra, la primera vez.
—Ahora lo entiendo. Pero en 85... nada.

Palestina
—Buen caballo. Y buen día, amigo.
—Trae las patas lastimadas. Este pedregal. Salud. Mañana calurosa.
—Como todas.
—¿Y sus cabras?
—Por ahí andan. Secas.
—¿No pacen bien?
—Lo que pueden. Cardos. La que tiene más suerte descubre una mata bajo las piedras.
—Mala tierra.
—No lo es. Es tierra del Señor.
—Abandonada.
—Vivimos de ella. Mi mujer. Cuatro hijos.
—Poca agua, mucho sol.
—¿Es eso lo que ve?
—¿Usted ve otra cosa cundo mira este montón de piedras?
—Va con los días. Unos imagino campos llenos de ovejas, caballos, árboles.
—¿Los otros?
—Un montón de huesos esparcidos por el arenal.

De lo trivial que no erosiona el olvido o “Tengo esa conversación clavada en la cabeza”
—¿Lorena? ¿Hablo con Lorena?
—Sí... Soy yo...
—No me conoces. Bueno, tal vez sí.
—¿Quién me llama?
—A quien conoces... A quien conoces bien es a mi marido.
—A mí no tienes que llamarme.
—¿Por qué no? ¿No compartimos algo últimamente?
—No tiene derecho a llamarme.
—¿Ah, no? ¿Y tú tienes derecho a hacer lo que haces?
—Por favor, basta ya. Voy a colgar.
—Eso mismo es lo que tenías que haber hecho antes. Antes de abrir las sábanas.
—Esta conversación no tiene sentido.
—¿Ah, no tiene sentido? ¿Y sí lo tiene que mandes a la mierda una familia?
—Cuelgo.


[2007-2009]