Septeto fluvial

01


Una vez violines, violas, violoncelos y contrabajos ocupen el cauce, la barca de un piano aparezca amarrada en la orilla, flautas, clarinetes, oboes y fagots revoloteen como pájaros por la fronda del bosque de ribera de trompas, trompetas, trombones y tubas, y bajo mis pies suenen los timbales, tambores y el xilofón de los guijarros del camino, cuando levante los brazos y de nuevo los empiece a mover la música del río inundará la sala de conciertos del atardecer con una cadencia de ritmo asonantado, dulzor melancólico y la carta que a diario escribe la belleza sin destinatario ni remite.

02


A esta hora le gusta al puente dibujar paralelas sobre la cartulina oscura de la corriente. Los patos se espulgan el cuello en un acto que les parece de contrición a quienes, con el brazo al aire, fuman en las ventanas el cigarrillo de la sobremesa. La ciudad realiza sus ejercicios escolares con desgana. Quien cruza de una orilla a otra lo hace con la premura de no ser observado o con la parsimonia de quien, por no ir a parte alguna, necesita fotografiarlas todas. Nada hay que valga la pena contar. He abierto este cuaderno para volver a cerrarlo.

03


Agua de hierro, el filo de la doladera del tiempo. Grieta. El color de la sangre cuando se coagula a la intemperie, cauce. Serenos el cielo, las antiguas locomotoras de la explotación minera, la herrumbre de los vagones, los pinos, la fábrica de los hangares, las balsas oscuras. Serena la corriente que mana como una herida que ya no duele. Los pasos crepitan sobre la grava de los caminos. Y la luz, que se compadece de sí misma por convertir lo diáfano en inquietud roja, agarrada a los herrajes junto a la puerta de los túneles excavados en la jornada.

04


Por no haber tenido río mi infancia, en una ciudad de travesías secas, me siento en la orilla con frecuencia, devoto quizá con un pasado por perdonar. Las piedras que no he tirado, ahora las lanzo hacia el centro del cauce e imagino su lento descender hacia el lecho. El limo poco a poco las hará suyas y tras el vuelo permanecerán ahí, por siempre ápteras, en el fondo de un cauce que no deja nunca de irse a otro lugar, donde tampoco habrá de quedarse. Nunca he comprendido del todo las metáforas fluviales. ¿Soy la piedra o la corriente?

05


¿Por qué hasta ahora no he percibido su indiferencia? Como me refleja en el espejo sucio si me asomo desde la baranda, la inercia me ha hecho creer que algún interés tengo para su pasar. O quizá sea porque le escribo cartas y sueño que las lee mientras la luna cabalga desnuda en su lomo. Pero por más que me desviva hablando, sé que no me escucha, sordo y cabizbajo. Ensimismado. Tal como a veces ando yo mientras paseo por la orilla, y es el río entonces quien echa el brazo de su discurrir sobre mi hombro por darme ánimos.

06


El nombre de un río nunca se va con él. Se queda sobre el talud, en un cartel de latón, al pie de una carretera por donde también se van quienes lo pronuncian como un murmullo fugaz que aspira a ser recuerdo. Cuanto se está yendo deja instantes detenidos en su tránsito. Es lo que desorienta a los filósofos. Se entendería mejor un quedarse quieto para la fotografía. Incluso un no dejar rastro, pues la ignorancia es buen aliado del saber. Pero el que los ríos tengan nombre y que se pueda memorizar resulta un desafío. O quizá, una bendición.

07


Regato que el mediodía dejará en breve hundimiento, en oscuro trazo sobre la arena; mientras aprovechas la pendiente para recorrerla, inventas. Un camino. En el mío, que atraviesa el tuyo, se ha necesitado una tradición de gente que vaya de un lugar a otro para consolidarlo. Una lluvia de primavera, un exabrupto de gotas, basta para tu sinuosa afirmación sobe el día. Arroyuelo, cómo aprenderé filosofía en tu fortuita existencia. Cómo extraeré de lo trivial una lección de poética con la que pueda escribir el poema que me ha sugerido tu paso. Esta mañana. Yendo a ningún lugar hasta encontrarte.

[Mayo, 2019]