Práctica del espejo



Unos pétalos azules sobre un círculo vacío, lo que veo cuando me miro. Y si un día solo existe la geometría regular de las baldosas sé que no he devuelto la cortina de baño a su extensión Unos pétalos grandes, suspendidos en la luz turbia del plástico. Se amoldan a los pliegues con naturalidad gimnasta. Se conforman en su mera flotación. No creo que vuelva a encontrar un diseño igual. Nada permanece, como si el tendero se cansara de vender dos veces el mismo producto. Cuando esa corrosión ambarina de la humedad haya escalado, tendré que cambiarlas. Y seré otro.


Idilio, el de los orines y el ambientador, vertido sobre el suyo. Si alguien golpea la puerta, hay otra puerta que se abrirá antes que la nuestra. Un cerrojillo. Densa prosa de los anversos. Así abrazados, me aboca al cuneiforme de los sentidos. Sus suspiros se los lleva el remolino de la cisterna vecina vaciándose. Llenándose. También en el suelo, feraz lirismo. Entremos a un lugar donde te pueda ver. No es una frase que ofrezca lecturas, aunque la continúe leyendo. En el oleaje, encaro la pila. Agrietada. Y al otro lado de la ventana que hay encima, dos desconocidos.


Rosácea mancha en la superficie del vaho. Óptica desenfocada en la que los ojos no descubren dónde han de meditar. Acaso un pomo de armario de baño si lo hubiera. Busto de piedra calcárea, que los siglos han erosionado, en una pantalla sin conexión eléctrica. Es así cómo me ve quien me está observando al otro lado del desconcierto de trazos. Un borrón sonrosado por el fluorescente del techo. Una palabra tachada entre las líneas de este escrito, partitura impresionista en manos escolares. Antes de que la humedad del aire se disipe. Ese segundo de lucidez que precede al tratado.


Frente al espejo hay algo con más interés que uno mismo. Mayor que cuanto por andar ahí se le abre. A uno mismo. La superficie de la cómoda, un jarrón menudo, las pertenencias alineadas —la cartera, las llaves, el móvil, la tarjeta agotada del transporte, unas monedas—. Uno mismo. Tal vez la libreta donde anote tácticas para huir de lo real. Como la de dejar un libro cuyo título, frente al espejo, resulte ilegible. Lo conocido se desvanece en su valor de estar ahí y no como ausencia. Uno mismo desaparece si la mirada, de repente, camina hacia atrás.


Se había quedado tan solo como yo. Me apenaba más el suyo que mi desamparo. Era más alto, proporcionado, minucioso. La mimaba antes de que saliera a la intemperie. La dibujaba idéntica a su sueño. Tan exacta como quería ser la despedía. Procuraba yo no borrar la imagen impregnada en la memoria del azogue. Cuando definitivamente se fue, los dos nos quedamos sin ella. Un día arrimé una mesita al espejo, coloqué el tablero, me senté delante y le pregunté: ¿te apetece una partida? Me sonrió con mi misma sonrisa. Lo aproveché para mover el peón del rey una casilla.


Mercurio que tiembla, la noche, si enciendo la lamparilla y el cuarto se contempla a sí mismo a través del cristal de la ventana. Sin exterior. Y así, verte ocurre cuando te miro y cuando dejo de mirarte. No sé por qué el sueño lo desbarata. Un aliado de la mañana no sería tan fiel. Ni siquiera frente a cualquier espejo. No los necesita el instante. Basta con que estire el brazo en lo oscuro y dé con el cable, lo siga hasta el interruptor y prende una llamita en el silencio. Para que me vea a mí, así, contigo.


Roto, el cristal se convierte en un territorio surcado por afluentes cuyo caudal va de uno a otro sin que la corriente descubra cuál es el río que va a dar en la mar. Su manera de dibujar lo real también cambia. Lo desglosa y cada fragmento establece una frontera con lo que siempre se había sentido junto. Hay un ojo que se desliga de su nariz. Y una mano que cuenta las sílabas de un verso en dos partes diferentes. De ahí que nadie quiera hablar de un espejo fracturado. Ni siquiera para acabar lo que no tuvo principio.