Saul Leiter's hideout

Footprints, 1950

«Invidïosa sobre nieve, / claveles deshojó la Aurora en vano», escribió Góngora la mañana de invierno en la que se asomó a la ventana de la calle de las Huertas y vio pasar al obispo con la mitra puesta. En busca de aventuras, Perceval vio cómo del cuello de una oca caían tres gotas sobre la nieve que le recordaron el fresco color en el rostro de la amada. «El tiempo es sangre», escribió con la suya en el helor de la madrugada Miguel Hernández. Huellas rojas que ve Francisco José Martínez Morán tras haber «pisado cristales con los pies / descalzos»..

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Mannequin, 1952

Bajo la gabardina a destiempo de la época dicen que hay un filósofo. No quiero parecer escéptico, pero tampoco reconozco su cara, la verdad, de las portadas de revista que cuelga el quiosquero. Lo he visto renquear cuando camina y me he imaginado que tumbado leyendo, sí, quizá, estuviera más a gusto. Pero lo que me ha hecho dudar ha sido que al pasar frente al escaparate del anticuario ni ha mirado. No le ha dicho nada que haya quien le pinte las uñas de rojo al maniquí sosteniendo en su mano la rigidez y el silencio de la madera.

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Dog in Doorway, Paterson, 1952

Nada hay tan verde como un perro tumbado sobre la alfombra, junto a la puerta. Nada tan fugaz como lo que las cortinas ocultan. Rara vez se descubre algo en el encuadre de la ventanilla trasera de un taxi. Se paga para que aleje pensando que acerca. La ciudad es así, amante secreta de las paradojas. Cuanto más multitudinaria una avenida, más solitarios congrega. Nada hay tan perro como un verde expandido por toda la fachada. Nada tan escasamente locuaz como una cortina. Se paga la tarifa del taxímetro para rasurar la experiencia. Como quien entra en la peluquería rapado.

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Haircut, 1956

Cuanto parece igual reflejado en un espejo es, en verdad, diametralmente opuesto. La antípoda de lo real. Que quien se sienta en el sillón del barbero para un corte de pelo crea que es él quien ve reflejado delante puede considerarse un error común. También sus convicciones políticas o religiosas, el trato que dispensa a los subordinados, el colegio elegido para sus hijos, el tiempo que dilapida frente al televisor, etcétera, posiblemente también lo sean. En el conjunto de errores que cualquier persona acumula en su vida cotidiana, el de identificarse con su imagen antagonista resulta inapreciable. Es decir, simbólico.

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Red Curtain, 1956

Alguien siempre es nadie al otro lado de la ventana alta. Y al mismo tiempo, entrevisto por la ranura que dejan los dobleces de la cortina, ese nadie siempre es alguien que posee la extraña virtud de ser otro, ajeno por completo a cualquier vicisitud desde la que se mire. Solo el otro y el que contempla coinciden cuando uno de los dos no exista. Bien si sale a la calle el observador y no es observado; bien si se da media vuelta, regresa a la mesa donde escribía este texto y continúa redactándolo, tras haber olvidado cuanto ha visto.

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Cracks, 1957

La hendidura de la uña en el revestimiento de yeso que señala el transcurso de un día por la celda que carece de luz. La oquedad que erosiona las rocas calizas desde el interior tras el paso de las lluvias o después de las heladas. Las resquebrajaduras que usan el barro y la cerámica para anotar con disciplina de escribanos sus horas de servicio. Las fisuras en las vigas que sostienen el tejado cuando testimonian largos períodos de abandono. Las grietas que las décadas dibujan con extremada paciencia sobre la pintura reseca, en superficies que nadie se detiene a mirar.

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Woman Waiting, 1958

A quienes les gusta perorar sobre la cotidiana felicidad que reside en los detalles de la vida suelen olvidar este principio: Hay que llegar antes que la persona esperada. Y luego caminar sobre este lío conceptual sin tropiezos: hacer como que la persona a quien se espera no ha llegado cuando en realidad el motivo de la espera está escondido enfrente, en espera también de la persona que no ha llegado, y mientras espere se colmará la presencia que habrá de concluir con la llegada de la persona esperada y el abandono de aquella espera esperanzada en que nadie llegue.

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Horn & Hardart, 1959

Desde el interior de los grandes almacenes lo que el escaparate muestra, a la venta, es la ciudad. Prodigiosos maniquíes móviles que saben, igual que los de madera, quedarse perfectamente inmóviles bajo la lluvia, arbolillos de plástico en el fondo de la pecera. Rocas vivas, calcáreas, porosas, higienizadas por las corrientes de opinión, que albergan tras las ventanas especies aún por conocer. Hay enormes escualos que atraviesan el cristal, taciturnos, de aquí para allá. Son los reyes de la creación. Carecen de depredadores que no sean ellos mismos y se dejan conducir por sus capturas. A la venta quien mire.

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Boy, 1960

De lo que se haya quedado ahí sentado, en la acera de una calle con tránsito incesante, envuelto en el papel de estraza de pensamientos cotidianos y temores ahora resueltos por la vida hace tiempo, no ha quedado ni siquiera la imagen que suscita esta inquietud. El resto, permanece. La valla que cerca el precario acceso a la luz del semisótano. El reflejo de las fachadas de los turismos que pasan al sol, otros modelos, pero idéntico cristal en el parabrisas. Las ondas que se abrazan a las antenas para llenar de vacíos la memoria. Solo lo superfluo resulta inmutable.

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Snow, 1960

La escritura sobre cristales es prueba determinante de que lo de fuera posee una naturaleza diferente a lo de dentro. Desde dentro, solo existen garabatos en lugar del mensaje que fuera ni se inmutan por leer. Dentro, en invierno, se respira en la cápsula del aire respirado, una atmósfera cada vez más familiar, como el haber recibido un premio por una redacción escolar. Mientras fuera lo real se vierte en el lienzo de un pintor expresionista que nunca se preocupó por aprender la mínima caligrafía del dibujo y prefiere las brochas a los pinceles, dentro el artista se ha dormido.

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[Abril, mayo. 2021]