Abandonos


I

La puerta se mantiene abierta donde ha estado siempre para permitir el paso. De quien entra. De quien ha salido y, tal vez sin saberlo, no ha de regresar. Como una alfombra de cerámica, las tejas rotas cubren el antiguo pavimento. Una techumbre precaria cuyas vigas carcomidas dejaron de sostenerla y se desplomó. Ahora las paredes están cubiertas por las ramas desabridas de una higuera que ha crecido junto a la casa. Y quien accede lo hace por un suelo de tejado. Aunque las paredes resistan, la imagen del espejo indica que nada queda dentro que recuerde una venturosa costumbre.

II


No ha dejado el dibujo, esta tarde, ningún trazo sobre el cartón. Lápiz sin punta, tampoco la presión de la mano consigue marcas de su recorrido. Ni los dedos poseen suciedad suficiente para dejar un rastro. La luz crepuscular que la ventana filtra lo ha cubierto de tonos ambarinos que he admirado durante un instante. Después, al encender el flexo, he visto desparecer los matices que imaginaba como una expresión propia. Sobre la mesa, el rectángulo permanece con su terca indiferencia. Me enfrento a su blancura, como quien encara el agua de un estanque, y me miro a los ojos.

III


No es cierto que los muros padezcan desmemoria. Ni en sí mismos, ni en los recuerdos que comparten con quienes se detienen a contemplarlos. Solo parecen olvidadizos los restaurados. Sus sillares impolutos y la argamasa impecable contrastan con lo que el guía turístico cuenta. Ninguna huella de violencia en su aspecto. Los muros abandonados, sin embargo, narran devenires con idéntica voracidad que la de los juglares hambrientos. Conservan las cicatrices con devoción. En cada muesca que enseñan se arracima el tiempo, ese advenedizo que nunca responde cuando se le pregunta. Igual que yo, que tampoco sé cómo interpretar mis erosiones.

IV


Algunos posters con la superficie abombada y esquinas que se vencen, notas informativas mal dactilografiadas, recordatorios de festividades ya pasadas, hojas volanderas con lemas elocuentes, estampas de santos de otros lugares. Me encuentro ante un sinfín de papeles fijados con chinchetas a la madera del atrio en la puerta de la iglesia que pretendía visitar. Me quedo leyéndolos, quizá por hábito, antes de entrar, pero detrás de mí acceden varios fieles que pasan sin siquiera alzar los ojos. No sé qué espero encontrar entre trípticos desplegados y folios con membrete eclesiástico. ¿La instrucción que resuelva el despropósito del tiempo? Quizá.

V


Con cierto estupor compruebo, en el salón de un cinematógrafo abandonado hace años, qué escasos elementos constituían su fascinante realidad. Filas de asientos entre altas paredes desnudas. Nada más. El polvo adormece el satén de los tapizados. Grietas y cuarteados del yeso que se desconcha simulan los arduos trabajos de un pintor informalista. Los apliques extirpados de cuajo como bocados de un hambriento ser fantástico. Jirones de la vieja pantalla, descolgada a sacudidas. Nada de lo que veo consigue evocarme lo que he vivido en las tardes de cine, en otros cines. La memoria, hoy un libro con páginas arrancadas.

VI


Una lengua que al relamer sus labios de arena borra los acontecimientos de la piel. Es lo que admiro en los paseos invernales por la playa. Tras cada ola, nada queda de quien iba dejando huellas en su caminar, tampoco de lo que hubiera escrito con el bastón para que lo leyeran gaviotas y cormoranes. Lo nuevo no ocurre como novedad, sino como hábito. La desmemoria del mar tampoco actúa como un olvido, sino como la densidad del conocimiento. Una biblioteca oculta en simas que la indiferencia cobija. El oleaje prosigue su letanía. La niebla desdibuja la línea del horizonte.

VII


El lago encarna, al anochecer, al señor de las alimañas y de las estrellas. En su condición de mudo, es un papel que representa con solvencia. Un ligero temblor en la maleza, una trémula chispa en lo alto. Ambas, titilaciones que domina por el arte de lo que se repite. Es cierto que nadie le aplaude, pero hay quien se asusta con el estremecimiento. Y también quien se estremece con lo que centellea. Un público seguro, taquilla de supervivencia. Cuando las barcas que lo surcan se recogen en la dársena, el lago imparte clases de permanencia a las que asisto.

VIII


Durante mucho tiempo había creído que por ser una torre defensiva el hecho de que le cantaran las cigarras y no el pálpito de una amenaza la desacreditaba. Me lo decía al cruzar por delante en los paseos de verano, cuando sus desgastados sillares, iluminados por el oro del final de la tarde, se mostraban seductores ante la cámara. Que solo disfrute capturando imágenes que ya he fotografiado antes ignoro si es un demérito semejante a la supervivencia de la torre. Es posible que, pese a su brevedad, no sepa qué hacer con el presente. Cómo comprenderlo en sí mismo.

IX


Junto a la carretera, en un claro con escasa fortuna, se amontonan basuras tecnológicas de la época. Imagino que un día a alguien se le ocurrió detener la furgoneta, descargar la lavadora que no funcionaba y abandonarla en aquel ensanchamiento que le había permitido aparcar durante unos minutos. A partir de aquel día, el lugar se convirtió en una referencia. Viejas cocinas desguazadas, neveras que permanecen con la boca abierta, silencios de aspirador que se quedó demasiado grande para el gusto del momento. Un amontonamiento cubista de lo que se desprecia. De vez en cuando me detengo ante mi escritura.

X


El arco de la puerta de entrada a la ciudad hoy es un decorado de piedra en mitad de una rotonda rodeada de edificios sin fábrica, solo balcones de punta a punta. No existe hora de cierre o de apertura. Raro es el momento en el que no giren a su alrededor vehículos. A nadie se le ocurre colocar vigilancia a uno u otro lado, porque tampoco nada señala dentro o fuera. No se levantan tiendas en sus inmediaciones para cercar la población, ni los campesinos corren a su refugio si en el horizonte se alza una columna de humo.

XI


La viruela de la humedad oscurece la antigua blancura en los muros del caserón. La lluvia traza una vertical para cada canal del tejado. La hierba verdea sobre las losas de paso. Un atrio lúgubre y hueco saluda con desgana. Una escalera se pierde hacia la oscuridad del piso alto, donde las habitaciones dibujan amorfos polígonos a medio ocupar. En invierno, el humo de la chimenea, cuyo tiro nadie limpia, esparce una niebla áspera en lugar de calor. En verano, la penumbra devuelve recuerdos de otros veranos, cuando voces infantiles callaban la sinfónica de chicharras y despreciaban los hiperbólicos crepúsculos.

[Enero, febrero. 2023]