Gema Borrachero
Fbk | 22 de abril de 2019
Los textos de José Ángel
Cilleruelo están construidos con una distancia, una contención y una delicadeza
inusitadas. El lector aprende a acercarse a ellos con prudencia y lentitud,
recorriendo a conciencia el trayecto que van construyendo los signos.
Podría
comparar la lectura con un paseo del que nos detenemos para recoger del suelo
algo abandonado: ni grande, ni llamativo, ni brillante, ni atractivo, pero sí
meticulosamente envuelto. Lo desenvolvemos despacio, con cuidado, pliegue a
pliegue, y encontramos un objeto descontextualizado (no en el espacio o en el
tiempo, sino en su significado), que va a llenarse de sentido al verlo siguiendo
la guía que la mirada del texto sugiere. Así sucede con lugares mil veces
transitados, objetos invisibles de tan cotidianos, sonidos, colores, hábitos o
acciones nimias y casi universales. Es difícil compendiar los elementos sobre
los que Cilleruelo pone la mirada (que no los ojos): son innumerables, aunque
unificados en su doble tratamiento de análisis descriptivo y referencial a la
par que intimista y reflexivo. Resulta paradójico y despierta un agradecido
asombro cómo la observación intensa y detenida de lo real ilumina la
comprensión del yo, logrando situar a este en el presente. El lenguaje poético
(conocimiento y magia a la vez) es el nexo de unión entre el afuera y el
adentro.
Este
anclaje no da lugar a euforias ni cataclismos, sino a una melancolía sostenida;
a una tristeza a veces agradecida y sonriente; otras, resignada, neblinosa, de
brazos caídos.
Conocía
la obra de José Ángel Cilleruelo a través de los blogs en los que generosamente
ofrece parte de su producción. Leer esta antología (un objeto precioso: por la
paginación, la calidad del papel, las guardas azules...) no ha hecho más que
confirmar mi devoción por su escritura cabal, honda y de una orfebrería
exquisita.