Cuarto libro de odas


(1)

Que nadie llame a mi puerta carece de importancia y tampoco impide que durante el día continúe pendiente de quien pueda venir a visitarme. Sé que el lugar queda en un barrio apartado. El metro deja lejos. Pero tengo un limonero en el patio, y algunas macetas con hortensias y azaleas. Es una casa antigua, sin escaleras, y en todas las habitaciones hay una ventana por la que me asomo por ver si quien aquí se dirige se ha perdido con las señas y me busca en la calle de atrás. Nada me gustaría más que salir a su encuentro.

(2)

No es cierto que nadie aquí me pregunte por qué he venido. La diferencia es que ahora sí respondo. Le describo al retorcido tronco del viejo olivo la columna salomónica de mi devenir. Y me entiende. Y cuando se acerca al vallado el aburrido caballo de pelaje oscuro le brindo en la palma de la mano el terrón de azúcar de mis viajes. Me mira con ojos de comprensión y golpea el suelo con la pezuña delantera. Bandadas de estorninos se llevan a diario mis contestaciones y las pasean por los campos que rodean la aldea. Contemplándolos, mis vecinos asienten.

(3)

Solo sé lo que he venido a hacer cuando el fuego prende en la hojarasca que acumulo dentro de un pequeño círculo de piedras y eleva sobre el claro un hilo de humo. La mochila, bocabajo, me aguarda como almohada; el anorak, desplegado sobre el pecho; el cuaderno, el lápiz, un único libro, a mi lado. La gorra se ha quedado colgada en una rama. Las piernas agradecen el descanso. La noche de verano se acerca juiciosa. Tenues sonidos a los que empiezo a acostumbrarme mientras me siento lo más lejos posible de los múltiples errores acumulados durante el año.

(4)

Un pastor de la zona me enseñó, cuando era un mozalbete enredado en tonterías, cómo se mira a lo lejos. Y por primera vez olvidé canicas y piedras de mármol rosado, el automóvil de hojalata que había pintado con primor encima de los colores desgastados y tres soldados de plomo idénticos que me bastaban para organizar emboscadas contra las hormigas gigantes. A partir de sus indicaciones levanté la cabeza, que siempre mantenía inclinada, y empecé a distinguir en la nada de los montes lejanos y del cielo otra existencia. La del país natal del pastor. Y la de mi destino.

(5)

El estibador contempla cómo empieza a maniobrar el buque que ha cargado durante la jornada mientras enciende un cigarrillo con el hombro apoyado en una de las grúas del muelle. El remolcador ayuda a que gire la enorme envergadura del viejo mercante. En el lugar que ocupaba, vibra sobre la superficie su estela, que se va diluyendo. Cuando salga por la bocana, el agua se habrá serenado y al sol brillarán las manchas de aceite. No tarda en asomar por el horizonte el humo de otro barco que descargar. Por hábito mira el reloj, pero ni siquiera ve la hora.

(6)

Hay dos hombres sentados en la terraza. Marzo enfría la caída de la tarde. El resto de meses se han quedado vacías. El camarero, desde el interior, se asoma a la cristalera para asegurarse de que las copas de los dos todavía siguen llenas. Hablan y de vez en cuando ríen y gesticulan. Por la calle desaparecen los transeúntes. Anochece. Se enciende el cartel luminoso. Cuando uno de los hombres levanta su copa, el otro repite el gesto y ambos beben despacio. Luego continúan la conversación. La puerta se abre para que alguien salga. Un perro husmea en el parterre.

(7)

Por no pensar en nada, cavilo sobre los pensamientos que desarrolla el viento cuando de repente, al soplar, se topa con el trapo fláccido de la vela al que su ímpetu infla y desplaza. En este empuje, me pregunto si disfruta de la travesía que emprende o la considera un impedimento a su natural desafuero. Es difícil cerrar la cuestión con una idea, porque las que aparecen lo humanizan. Sea como esclavo remero, sea como contemporáneo adinerado. Cada quien elige. Quisiera elucubrar sin ningún estereotipo, pero entonces me cuestiono si resulta dolorosa la incisión de la proa en el agua.