Pabellón de Paredes Imperceptibles \ 在看不见的墙壁大厅

Viajeros entre montañas y arroyos, de Fan Kuan. Dinastía Song

1 
Como no era una de las colinas célebres, antes de alcanzar su falda el camino se desviaba hacia el oeste. Flecha que apunta a poniente, pensé, que no he de seguir. La ruta de mis pasos al abandonar el camino apenas se veía bajo el acoso de la maleza. Las zarzas arañaban la túnica y mis tobillos daban de comer a los insectos. La decisión no era más certera de aquella que toma el que huye. Aguardaba únicamente el don de la soledad. Quién podía imaginar, entre aquellos barrancos insalubres, que sin soñarlo siquiera hallara el Huerto del Ciruelo Inmortal. 

2 
No solo era el tronco de un ciprés descomunal atravesado en mitad del sendero que se había estrechado bajo la sombra de las altas peñas, sino sobre todo la fragosidad que crecía a su amparo. El cansancio, ante la imposibilidad de que el camino me liberara de la fronda, me sentó sobre una piedra extrañamente cuadrada. La mirada solo me devolvía las tachaduras del lugar. Su indiferencia. Por eso bajé los ojos y escarbé con una rama por entretenerme. Me pareció ver una palabra. Luego, una inscripción. Logré leer el carácter de «Paraíso» y la maraña empezó a cobrar sentido. 

3 
Tal vez porque resolví mal el cálculo de jornadas y distancia, me vi asediado por la voluntad de escribir sobre el Manantial que deseaba ver varios días antes de poder comprobar con mis propias manos la fuerza con la que brotaba. La tarde en la que debía llegar a mi destino la montaña no era más que una anécdota del horizonte. Pero mi cabeza bullía con los versos que deseaba escribir. Me tumbé bajo la sombra de unos bambúes y describí la fuente tal como la imaginaba. Incluso los arcoíris del agua. Al llegar, no tuve que variar ninguna rima. 

4 
En el Palacio Imperial de Taipéi me detuve a admirar una pintura de Fan Kuan, aquella que relata su viaje por las montañas siguiendo el cauce de un río. Hubiera previsto con facilidad el asombro que una obra de tanta belleza podía producirme. El pasmo, quizá. Pero nunca que sufriera de inmediato una sensación de incomodidad. Miré mi vestuario y hallé del todo inadecuadas mis sandalias. Ridículo también mi liviano hanfu de seda. El malestar me turbó. Empecé a tiritar como antes de una nevada y cuando quise abandonar la contemplación mis pies chapoteaban agua de arroyo sobre las alfombras. 

5 
El valle primoroso, el cobrizo pedestal de los brotes rosados, el díscolo rumor de aves. No me pregunto tampoco en este momento, tras alcanzar la cumbre a la que con tanto esfuerzo he ascendido por la senda del norte, si realmente estoy contemplando, en este instante, el valle, los ciruelos en flor o las garzas. Las garzas interpretan la partitura de la tarde, enloquecidas por nubes que absorben todos los naranjas del sol. La ladera, con rubor de mejilla levemente azorada, parece levitar. Nada miro. Leo. Absortos mis ojos en los versos donde había conocido el valle antes de conocerlo.

El esplendor de los pabellones que me deslumbra en esta montaña sin ningún nombre, o peor, con un nombre errado, me desconcierta. Pregunto al letrado que me hospeda por los poemas que ensalzan el lugar, por las pinturas que lo evocan. Guarda silencio. Me maravilla no solo la arquitectura de las construcciones, sino también su antigüedad. Y aún más la nula reputación. En el balcón las vistas convierten en jardín toda la ladera. Ni siquiera una rama rebelde altera la armonía. Y cuando insisto, solo oigo: Es el fruto de una larga paz. Nadie anhela lo que no conoce, asiento. 

7 
Pese a no callar, ni en sueños, no suelen los humanos decir nada. O nada que valga la pena caligrafiar con tinta. Y aunque una multitud inquieta se reúna en calles o mercados a murmurar, tiene más valor lo que escriba el paseante que, para oír, se adentra solitario en la fronda. Dicen las aves y los insectos y dicen las flores y los árboles, pero acaso aún mayor locuacidad posean las rocas. No hay formas que desconozcan o no logren evocar, desde el dragón hasta el sapo. Desde la luna hasta una horquilla del pelo, las piedras expresan siempre. 

Empujado por el prestigio de la montaña quise conocerla en el momento —según decían quienes se asombraban con mi ignorancia— de su mayor esplendor. Tras el deshielo, cuando las hojas del ciruelo empiezan a brotar. Preparé la cesta para un camino solitario y no recuerdo tarea más inútil. A cada paso encuentro quien me ofrezca tajadas de ganso, ollas de mejillones, sopas de jengibre. Me asaltan para que juegue mis ahorros al Nard —si aún fuera al viejo Liubo—, en las noches el estrépito de las fiestas persiste y de madrugada no hay paso que no huelle una inmundicia. 

9 
Me invitas a tu cuerpo. Agua clara que fluye entre la mansedumbre del prado en el que estoy tumbado. Extiendo los brazos, hundo mis manos en la corriente y se estremecen con el impulso de tus caderas. Sueño con tu cuerpo. Sombra de sauce bajo el corazón del día que la brisa de las caricias airea y desviste. Mi hanfu huye a saltos por la hierba. Alabo tu cuerpo. Coro de aves cantarinas que replica las palabras que te digo y las divulga por bosques y colinas. Como un cántico. Entro en tu cuerpo. Y somos parte de esta naturaleza. 

1
De paseo por el bosque la cabaña que habito se alza con paredes diáfanas, posee una galería hacia el atardecer y está cubierta por una techumbre imperceptible. Va siempre conmigo. Una casa en mitad del llano, bajo el pinar, sobre la duna. Sus tejas son palabras; las columnas, el recuerdo de un poema; la tarima, un xilofón cuando los pies descalzos caminan por la arena. Una casa en la cima, junto a la ribera, con ventanas a poniente. No se desprende nunca de mí. Sus paredes son no tener paredes; su tejado, el oscuro cielo; el mirador, alguien que contempla.

[Octubre, 2014]