1
Un estor bajado tamiza la luz, filtro que los fotógrafos de irrealidades usan con pericia. En el centro, la cama es un altar blanco, impoluto. Sin mácula del tiempo o del dolor que ha albergado. Una habitación vacía de hospital purifica la desmemoria. Paneles blancos sobre las paredes blancas. Blanco mobiliario. Ambiente grisáceo, cúbico, rectilíneo. Lugar en el que parece no haber ocurrido nunca nada. Altar de una religión áptera. Artilugios metálicos para ritos extraños. Perfección casi inhumana para una ocupación contradictoria. Se está y no se está en el cuarto, como paréntesis en una frase donde se ha dudado.
2
La imagen que uno tiene es fugaz y en contrapicado. Casi en nadir. La palabra «Quirófano» en el dintel de una puerta. Entra también en la visión el gorro del camillero, que es colorido y de fantasía, y entretiene del pastoso marrón del embaldosado en las paredes que cruzan otros gorros. Lugar que, precedido del cartel de «Prohibido el paso a toda persona ajena», permite entrar a quien solo ve un techo de placas de yeso y focos que deslumbran mientras mantiene una conversación con el anestesista, a cuyas preguntas falsamente animadas solo da una única respuesta: sí, quiero despertar.
3
Despertar de una anestesia ofrece un raro prodigio legal. La consciencia se abre paso en una jungla de signos donde la razón, gran dormilona, aún no ha despertado. De la realidad se conoce lo suficiente para saber que hay personas alrededor, pero solo se obtienen datos contradictorios sobre quiénes son. El lenguaje es aún más evanescente. Y por mucho que uno lo busque en todos los bolsillos del cerebro, ahí no está. Lo sorprendente, no es eso, sin embargo, sino que tampoco importe demasiado cerrar los ojos y ver grifos, basiliscos, centauros y árboles cuyas hojas envolverían el edificio entero.
4
Soy el del 5. Mi nueva identidad. El paciente del box 6 es diabético y a mí me traen una comida de primer día para diabéticos. Taza de leche en la que una enfermera diluye un sobre de café. Luego esparce el edulcorante. No consigo encontrar la personalidad que me permita deshacer el malentendido. Cuando hablan del 5 presto atención, por si dicen algo que permita reconstruirme. La paciente del 4, el señor del 8 ya sé que no soy yo. Destrenzado de identidades que deja el suelo lleno de datos incoherentes. Fiesta de la que quedan solo serpentinas sucias.
5
El día ocurre en otra parte. Y nada hay más inútil que una ventana de cuarto de hospital para saber dónde se halla la otra parte en la que está ocurriendo. A veces se asoma alguien en los bloques de enfrente y una ávida mirada espera que un simple cruce consiga arrancarlo. Dentro de la pecera lo mismo que ha de intentar el pez en el piso vacío por la mudanza. Un limbo atemporal donde no hay limbo ni se sitúa fuera del tiempo. Un tiempo que se ha invertido. De convexo a cóncavo. Signos que los signos no reconocen.
6
En el umbral de la noche emerge el vértigo. La necesidad de dar media vuelta en la cama y huir hacia su interior, tras la promesa que simboliza la luz, agarrado a los jirones que queden del día. Nadie desea por sí mismo entrar en el túnel contra el que lucha por escapar. Es la hora en la que la sonoridad enloquece. Las habitaciones vuelcan sobre el tronco común de la planta hospitalaria la erupción de su espanto. El momento de las letanías y de la incomprensión desasosegada de la realidad. Y quien atiende, lo intenta calmar con lenguaje infantil.
7
Verse de nuevo vulnerable, ahora donde señoreaba lo cotidiano. Sentarse, levantarse, caminar. Ay, acostarse. Arduas tareas que no eran nada, gestos triviales que han perdido de repente su don inocuo. Su amable liviandad. Convertidos en la suma excesiva del estar. Que ha de sentarse para no hacer nada, ha de levantarse para no ir a ninguna parte. Ha de entregarse a una cama que ya no es un altar. Aprende movimientos carentes de función para reconstruirse. Vida inédita donde lo casi inexistente se alza como exclusiva existencia. Y la fragilidad no es la condición previa de ser, sino su consecuencia.
[Septiembre, 2016]