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Igual que los espejos, las botellas de vidrio oscuro y etiqueta descolorida, las falsas cornisas y la pajarita del camarero, a menudo igualmente engañosa, el reloj que preside la sala del Café solo lo decora. No señala el minuto que rige dentro, se limita a informar de que al otro lado de las cristaleras, en ese terrario que se puede mirar donde se mueven personas y vehículos y resulta tan parecido a la realidad, transcurren las horas. Nunca en el interior. El formol de las palabras y, de vez en cuando, de una mirada conserva intacto el cadáver del tiempo.
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Igual que los espejos, las botellas de vidrio oscuro y etiqueta descolorida, las falsas cornisas y la pajarita del camarero, a menudo igualmente engañosa, el reloj que preside la sala del Café solo lo decora. No señala el minuto que rige dentro, se limita a informar de que al otro lado de las cristaleras, en ese terrario que se puede mirar donde se mueven personas y vehículos y resulta tan parecido a la realidad, transcurren las horas. Nunca en el interior. El formol de las palabras y, de vez en cuando, de una mirada conserva intacto el cadáver del tiempo.
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Se me ocurrió fotografiar un reloj en plana calle cuando fui
a mirar la hora y vi que estaba parado. Me dio la impresión de que llevaba
tiempo detenido. Alcé la cámara y capté el instante. Estaba contento con la
foto, pero no sabía bien por qué. La inercia me llevó a fijarme que las calles
de la ciudad están llenas de relojes, la mayoría en hora. Seguí
fotografiándolos. Cuando revelé el carrete descubrí una obviedad que se me
había pasado por alto. No distinguía qué relojes funcionaban y cuáles no. En
las imágenes, todos los relojes estaban parados. Siempre.
2
En el patio de vecinos se pelea el zumbido de un aparato de
climatización con una escala de piano interpretada una y otra vez. He salido a
fumar. El aire expulsado por la máquina enloquece la colada del piso superior,
que bocabajo no cesa de bailar. Una voz solista emerge en la sinfonía del
edificio. Vas a llegar tarde, alguien
chilla. Exhalo una bocanada de humo que se ensancha y disgrega en su ascenso.
Los gritos se repiten. Las aspas del ventilador del tiempo nos chalan igual que
a la ropa, pienso. Luego miro el reloj y olvido lo pensado.
3
Está sentado en el suelo. Las losas del balcón al que acaba
de alcanzar la sombra transmitirán aún el calor del sol. La media luna de la
mecedora donde se balancea ella emitirá un leve crujido de rozadura de madera.
Descalza impulsa el bamboleo y cuando lo hace se tensará un hueso longitudinal
en el pie. Se entretendrá él contemplándolo. Una hilera de hormigas pasará bajo
la barandilla. La melena de ella oscila con el movimiento. Los ojos de él han
desaparecido tras unas gafas de sol, por eso cuando mira el reloj antes de
levantarse sé qué hora es.
4
—Una carretera.
—¿Carretera?
—Sí señor. Igual que una carretera. A veces estás en un
sitio y quieres llegar a otro cuanto antes. Fíjate, no estás ni en un sitio ni
en otro. Solo en la carretera.
—¿En la…?
—Equiliqua. En otras ocasiones has pasado por un lugar que
te ha gustado mucho y al dejarlo encuentras otros que te gustan menos, querrías
regresar al anterior, pero ya no puedes, y el lugar donde estás solo sirve para
martirizarte de que no estás en el lugar que estuviste.
—¿Y?
—Mayormente, que no hay ninguna carretera. Transitamos por
ella, pero no existe.
5
Desde la ventana, los días lluviosos, veo pasar a los
transeúntes, salvo al confiado que se dejó el paraguas en casa, resguardados
por su reloj. Un reloj sin manillas ni numeración, pero redondo como una pieza
de Chejov. Sé pocas cosas mirando el desolado nylon que cubre a los viandantes.
Reconozco el sexo. Negro, varón. La prisa. Y puedo seguir el rastro de
cualquiera con mayor facilidad si, por ejemplo, entra en un comercio. A la
salida lo distingo sin confusiones. Es decir, el reloj que cubre cuando llueve
desnuda a las personas. ¿Hay algo más que se necesite saber?
6
La nieve deja dos montículos sobre la acera y en medio traza
una senda donde se pisan unas a otras las huellas de los transeúntes. En los
diminutos canales que graban las suelas de las botas se remansa una agüilla
sucia que chapotea al ser hollada. Escucho con atención este sonido si no cruza
algún autobús en aquel momento. Una y otra vez, a cada paso, podría establecer,
pienso, una suerte de minutero que rigiera el tiempo. Impulsado por mis
piernas; cada intervalo semejante, sí, pero nunca idéntico. Un lapso en el que
uno podría echar a correr. O detenerse.
7
En el mercado donde compraba mi madre los viernes me llamaba
la atención, de niño, un puesto de huevos. Estrecho, bien iluminado, mármol
blanco, báscula blanca, bata blanca. Cuando pesaba huevos blancos parecía que
nadie pesara nada, pero que alguien, a quien entregaban una bolsa blanca,
pagara por ello. ¿Cuánto? En una ocasión mi madre me dijo ve y compra una docena. Yo tenía doce años y recuerdo que le pedí
un billete para pagarlo. Me dieron tantísimo cambio. Me hice a la idea de que
era un producto barato, el tiempo. Por si acaso, no he vuelto por allí.
8
No es cierto que un poema detenga el tiempo. Un cuadro, una
sonata, un libro. Si lo detuviera significaría que el tiempo avanza, algo
impropio de su circularidad. Avanzamos nosotros. Tampoco nos detiene. Si acaso,
lo único que hace un poema es mostrarnos la textura de un presente. Señalarnos
el valor, siempre subestimado, del presente. Es curioso, aguardamos con
impaciencia el futuro. Y cuando llega, continuamos esperándolo hasta el momento
en el que añoramos el pasado. Como si nos sobrara el tiempo. Todo el tiempo. Lo
que hace un buen poema es enseñarnos a vivir en él. En su instante.
9
Un ramillete de rosas de plástico en el suelo, al pie de
unos cubos de basura. Casi se podría decir que están secas. La suciedad les ha
dado la pátina del tiempo. Su fabricación es mala, en el perfil no cuesta ver
la rebaba del molde. Las nervaduras de las hojas han sido dibujadas de
cualquier manera. No sé por qué me he detenido en este lugar de la calle a
contemplarlo. Tal vez por la misma razón que alguien no quiso lanzarlo al container. Un ramillete de rosas que,
sin embargo, supera en algo a las rosas. Es eterno.
10
Había conservado las cajas y folletos, también las etiquetas
con el nombre y dirección de la tienda donde los había comprado tras
despegarlas del papel del envoltorio. Guardaba recortadas las páginas de
periódico donde anunciaban los modelos que adquiría. Se hizo una foto a color
—aunque ahora los colores hayan virado hacia un amarillo verdoso, casi gris—
con unas cuantas piezas colocadas en ambos brazos. Sonreía con cara de estar
haciendo una travesura. Luego la enmarcó y aún señorea sobre la colección de
relojes que, perdido ya su cuidado, campan por el puesto de venta poco ordenado
de los Encantes.
11
El tiempo distrae. Una atracción de feria frente a la que se
arracima una cola de gente para disfrutarla, con la vista en una taquilla que
nadie ha abierto. Un estadio vociferante que hierve ante una final que ya ha
sucedido antes de que los jugadores salten al campo. Un caramelo que ha caído
en la arena justo al salir del envoltorio. El tiempo ciega. Quien sabe cómo
tratarlo siempre se equivoca. Quien se deja arrastrar por él nunca acierta. El
tiempo, el espejo dentro del cual uno cree que ocurre lo que acontece enfrente.
Es lo que nunca pasa.
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El tiempo no cuenta. No tictaquea. Ese ser autista que da
vueltas día y noche, siempre las mismas vueltas, se ha detenido. Ya no hay
tiempo. No es que no quede tiempo, no, eso es otra cosa. Queda el mismo tiempo
que quedaría, es decir, esa incógnita que hace más intensa la vida. Una vida en
la que dejemos correr el tiempo. Lo liberemos de su esfera. Que ande los
caminos. Que se tumbe a la sombra de los robles. Que se bañe en el mar. El
tiempo. Que salga de donde está y se venga con nosotros a vivir.
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El reloj se para. Lo sacudo un poco. Intento darle cuerda,
como si en los relojes de ahora quedara algo del pasado de los relojes. Ni se
inmuta. Me siento desorientado. Una vía ferroviaria sin vías. La pantalla de la
parada acude veloz en mi ayuda. En tres minutos llega mi autobús. Un
salvavidas. Echo un vistazo a mi alrededor: un reloj de pulsera gigante y tres
móviles. Ninguno da la misma hora, pero hago la media. El monitor, dentro,
indica hasta los segundos. En cada esquina, un reloj digital; cada tres
manzanas, una relojería. Creo que algo me persigue.
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Nor hours, days,
months, which are the rags of time
JOHN DONNE
Abuelo y nieta llegan al parque. El sol de la tarde hace
crochet en un banco mientras escucha por la radio un magazine. Desabrocha el
abuelo las tiras que la sujetan al cochecito. La niña enseguida estira los
brazos para decir que sabe que va a salir y quiere. El abuelo le habla
despacio. La nieta sonríe. El abuelo es alto. Muy alto, incluso. La niña es una
niña que acaba de empezar a andar, pero los dos avanzan de la mano por la arena
municipal. Ahí, en esas manos que se dan, se transmite lo que invalida al
tiempo.
[Septiembre, 2014]