Narciso


1 
Ha dejado las gafas de sol sobre una piedra. El móvil, al lado. Se quita la camisa, sudada, y la extiende sobre unos matorrales para que se oree. Al acercarse a la fuente de manera instintiva, con la mano, se ordena el cabello y con índice y pulgar se retira de la comisura de los labios restos de saliva reseca. El camino de ascenso hasta el lugar ha sido arduo. Se arrodilla junto al cauce y donde corría el agua le sorprende una cavidad seca en la que solo hay botellas vacías, bolsas con basura y botes de hojalata descoloridos. 

Nunca había estado seguro de que aquella fuera una opción interesante, y menos cuando vio al tipo del concesionario hablarle meneando un palillo en la boca y supo que el taller estaba a varios kilómetros, o que el descuento que anunciaban en el periódico se había quedado enseguida en nada. Tampoco la marca le ofrecía fiabilidad, pero mientras se preguntaba qué hacía en aquel lugar y debatía con su propio error, se vio, sin saber cómo, delante del modelo. Quiero decir, se vio a sí mismo allí, de pie, reflejado en la chapa metalizada. Y no pudo decir que no. 

3 
Una de sus fantasías secretas preferidas al entrar en la habitación de un hotel —solía trabajar en la sede, un pequeño despacho al fondo, junto a los servicios, lo que le gustaba porque al cabo del día todos los empleados acababan saludándole, y solo le mandaban de viaje a algún simposio profesional cuando el jefe de su jefe o su jefe no podían o el lugar no estaba a la altura, lo que no le importaba demasiado porque adoraba coger aviones y subir a trenes— era no verse reflejado en el espejo al dejar la llave encima de la mesa.

[Diciembre, 2016]