Caligrafías


1
La tarde escribe sus odas de género con la pluma del viento sobre el verdor adolescente de los campos de cereal. Los trigales se apuntan con entusiasmo a cualquier juego. Les gusta deshacer la trenza de su espiga y brindársela a la brisa. El sol, pintor paisajista aficionado, desenrosca el tubo de amarillo que acaba de comprar. Un simple apretón en el culo vierte sobre la paleta el churretón luminoso con el que repasará cada una de las sombras. La primavera se expresa con una métrica clásica, en su armónica cadencia las amapolas crecen siempre dispuestas a subvertir la rima.

2
Cielo nocturno a mediodía, la luminosidad de pétalos tan blancos dicta la oscuridad a su alrededor. Se dice que los filósofos estudian las estrellas reflejadas en un espejo; los poetas, tan predispuestos siempre a dejar olvidados los instrumentos encima de la mesa, contemplan las geografías de la noche en la trama de florecillas silvestres que crecen en el margen de los caminos sin tránsito. Igual que soles muertos, continúan deslumbrando mucho tiempo después de haberse apagado. Alguna rueda despiadada pasará por encima. Las arranca el campesino térreo para que no corra su semilla, pero permanece inalterable su tan diminuta enormidad.

3
Un muro suele anhelar, como si fuera un soneto, la perfección. La armonía rectilínea de su decir, el golpe de racionalidad que cuadró la piedra, las cesuras donde respiran las incógnitas. Un muro levanta catorce versos sobre un desconcierto o tal vez sobre una emoción. Como si fuera un soneto, el amontonamiento de palabras los oculta al otro lado, donde habitan gusanos, culebras de campo y algunas especies de escarabajos que se entierran tras aparearse. Un muro, al fin y al cabo, nunca dice nada. Como un soneto. Se atraganta quien lee su emplasto de sílabas numeradas y sillares desparejados.

4
Avaro de su soledad, delata cualquier acercamiento. Lo repele con la amenaza de oscuridades, esa negrura tejida por el tiempo como pudorosa túnica ante la vida. La caligrafía uniforme del polvo no distingue entre las propiedades de la materia, ni le importa el alfabeto o el idioma que amortaja con su persistencia. Se sabe milicia imbatible, hormiguero en plena actividad reproductora, plaga, epidemia. Se denomina a sí mismo heraldo del señor más poderoso de cuantos rigen el acontecer, el olvido. A diferencia de la muerte, sus suciedades ásperas y secas prescinden de ritos. Esa carencia es, posiblemente, su mayor fortaleza.

5
El conjunto de metáforas de una vida sale como lote a subasta cada madrugada de mercado. Conforme pasen las horas se irá descomponiendo el poema igual que bajo tierra lo hace el cuerpo que dirigió la orquesta de tropos a la venta, y uno a uno los objetos se irán incorporando como símbolos a otras versos, a la épica de un encandilamiento o a la lírica de una ausencia. Quién sabe. Y así, en esas metáforas que pasan de pared en pared, de vitrina en vitrina, acaso conserven lo único que perviva de un ser. Una memoria muda y áptera.

6
No es fácil leer las líneas del destino en los violentos montones de libros que nadie quiere. Su enmarañada caligrafía confunde. Como signos de una civilización derrotada cuyos significados se han diluido en la sangre de los nuevos colonos, así opera la tipografía despreciada. En la sombra. Literalmente en la sombra, en aquella que proyecta quien busca sobre el amontonamiento y quien espera. A veces, casi todas, se yergue de la genuflexión con que ha revuelto en el caos y se va. Raramente ocurre el prodigio del encuentro. Ese estremecimiento que también siente el libro. Por él se deja apilar.

7
Rugoso cristal aficionado a redactar brillos y sombras sin preferencias. Impresiones más que realidades. Estados de ánimo a los que olvida darles valor. El tiempo no envejece su piel ni la luz la tizna. Admiro esta sencillez para utilizar términos joviales, entusiastas o afligidos con el mismo convencimiento. Está ahí cantarina, dispuesta a jugar siempre con el viento y con los frutos que caen de los árboles. Es la única caligrafía que sabe combinar lo que guarda dentro y lo que contempla fuera en una misma imagen. Me entretengo en aprender del agua la condición efímera de lo que permanece.

8
Se lanza sobre sí misma para desbaratar el silencio. Entre la fronda resuenan tambores que borran trinos, ladridos y cantos de grillo. Tampoco cuando la brisa agita las copas de los árboles las hojas consiguen hacerse oír. Ni el tamborileo de la lluvia existe a su alrededor. El agua bate consigo misma y su resuello, como un rencor, la deja sola, deshabitada de cualquier otra armonía. La blanca melena entrega su belleza junto al perpetuo motor de estruendos. El clic de las cámaras fotográficas también perece, aunque es el único lugar donde el fragor de la cascada no consigue penetrar.

9
Ríos subterráneos cruzan las regiones interiores de las palabras. Súbitas heridas en la piel vierten su humedad, en ocasiones, al exterior. Así también las gotas que perlan la tersura de ciertos términos en verano. O la confusa sabiduría que derraman las fuentes cuando nacen en vocablos antiguos. Al contrario de lo que se cree, el silencio recupera los acuíferos del vocabulario, y su sobreexplotación merma y agota la generosidad de las palabras acotadas por cañerías de extracción. El desierto también se extiende en las frases que se pronuncian. Solo cuando se habla para no decir nada, llueve sobre las lomas.

10
Para sentarse, ni un hueco. Y al andén no paran de llegar. Ni el paseíto le dejan a uno. Y el estruendo que suena… de otra línea. Si hubiera combinado con la lila. Sí, es un transbordo más, pero menos estaciones. Ya estaría dentro y sin esperas. Y no se da tanta vuelta. Es más directo. Y al pasar por el centro, se liberan antes los asientos. Es otro transbordo, pero no muy largo. Aquí no deja de llenarse, ¿cómo vamos a entrar en el vagón? Cada vez estoy más convencido, debería haber tomado la otra ruta. ¿Qué hago aquí?

11
¿Quién dijo que era esta estación el centro del mundo? ¿Que desde aquí se podía ir a cualquier parte? Una apreciación curiosa. El gesto de quienes aguardan el metro no desvela ni un ápice de interés por un destino novedoso. Se diría que cada persona ya sabe a dónde va. Y no por vez primera. Cuando se abren las puertas de los vagones, sí es cierto que baja gente que procede de todos los rincones de la ciudad. Eso parece más sensato: aquí se llega desde cualquier parte. Como a los círculos del infierno. No de fuego, sino de horarios.


[Mayo-octubre, 2013]