1
En hilera, como soldados durante un desfile, los árboles del
parque Ogród Saski también tienen la mirada perdida en el cielo y el semblante
resignado del invierno. Severos celadores de las ruinas, crecen para no ver los
escombros que sus raíces sortean en la memoria. Su ceguera desprecia la pareja
de jóvenes que se ha sentado en el banco a fundar sus recuerdos o la niña que
corretea y baila al hula-hoop
llamando al verano. Pero a finales de abril su adusta determinación se quiebra.
Curiosos por cuanto ocurre, nacen unos brotes mínimos, limpios e intensos que
quieren vivirlo todo.
2
La estampa que había contemplado Canaletto el joven en 1772
mientras preparaba los colores de su paleta ha mirado sus cuadros para
reconstruirse en el siglo XX. La vieja ciudad, el Stare Miasto, tiene el
encanto decorativo, ensimismado y olvidadizo de lo artificial. Los reconstructores
de posguerra inventaron un nuevo género de la realidad muy aplaudido ahora, el
parque temático. Pero el arte también es artificial, y tampoco es despreciable
el olvido, por eso me gusta la calle Krakowskie Przedmieście, y más cuando
atravieso un soportal y descubro, al otro lado del pastiche, chiringuitos y
grafitis de la ciudad real.
3
Inclementes parpan los patos en el lago del Park
Łazienkowski, sus graznidos ásperos, desangelados, se retuercen entre los
brotes de los arbustos. De repente uno emprende el vuelo y el resto le sigue en
fila. Ya solo puede verlos el castaño desde su altura. Las aguas que reflejan
el cielo plomizo quedan en silencio. Varsovia conserva este mismo silencio en
los solares vacíos, en las traseras de los edificios, en los pequeños jardines
anónimos que flanquean las calles. El silencio que copio en tu cuaderno
mientras una niña que cumple años lanza una piedra y el lago la felicita.
4
No tardo en extraviarme en el laberinto de pasajes
subterráneos que reparten a los peatones por las avenidas del centro y es como
si me hubiera perdido en mi memoria.
Entro en los pequeños comercios de la mano de mi madre a comprar una
madeja de lana o unas bolitas de alcanfor. Algo me susurra en una asilvestrada
floristería un ramo de lirios blancos. En un cubículo donde apenas puede mover
los codos sin chocar, una joven despacha billetes de lotería. No sé dónde está
mi salida, cuando la descubro retengo la palabra sin leerla, como si fuera un
ideograma.
5
Una ciudad de banderas, cartelería inflamada y léxico
obligatorio ha sido desatornillada y sustituida por otra ciudad de neones,
anuncios en fachadas enteras y la palabrería hueca de logotipos planetarios. Ni
siquiera una lengua arisca y distante tiene nada que hacer frente al mensaje
diáfano y comprensible de los centros comerciales. Resulta difícil, para quien
anda desprevenido, descubrir entre dos civilizaciones una ciudad. Me siento en
el café Flora, una pequeña construcción de madera rodeada de yedra a las
orillas de un parque, y mientras me sirven un té en el jardín me preguntó dónde
estará la ciudad que busco.
6
—Mikołaj, permita que abra la ventana. Florecen las hayas y
regresan los correlimos.
—Al señor no le convienen aires. No se encuentra bien esta
mañana.
—Mikołaj, desmiéntale. Los cielos están claros como el agua
que mana de un cántaro.
—Al señor no le convienen aguas. Ha tenido fiebres durante
la noche.
—Mikołaj, no queda una paletada de nieve ni siquiera en la
memoria. Que abra y entre un poco de luz en la estancia.
—Al señor no le conviene la luz. Sus ojos… ¿Llaman a la
puerta? ¿A estas horas?
—¿Un mensajero? Trae un bulto. ¿El tamaño de un libro?
7
Hace algunos años escribí una novela con el nombre de esta
ciudad en el título sin haber pisado nunca antes Polonia. Ahora camino por
Varsovia y me digo: menos mal que no se me ocurrió venir a conocerla. Hubiera
redactado una guía de viajes en lugar de una novela. Ahora sé cómo mover a un
personaje por el centro. Dónde sentarle a tomar un café o en qué dirección ha
de esperar un tranvía. De eso tratan las guías de viaje. Las novelas no hablan
de los nombres de los monumentos o las costumbres, sino de la experiencia del
lugar.
[Mayo, 2012]