1
Leo. Lo que anda alrededor desaparece por completo. Lo que me
muestra la luz amaneciendo lo borra la blancura de la página y sus hileras de
hormigas. Lo que me cuenta la flor que anoche puse en un jarrón lo olvidan los
ojos pendientes de cuanto ocurre en otro lugar, en otro tiempo, con otros
nombres. Lo que me dice el gato lamiéndose la pata en el alféizar no lo oyen
los oídos, que escuchan solo el sonido de las palabras. Pero cuando cierro el
libro y miro alrededor, de repente entiendo mejor la luz, la flor y el gato.
2
Hay un pájaro que picotea entre las macetas del balcón. Nos
ha dejado de repente en silencio. Inmóviles. Por ver cómo da saltos de un lugar
a otro, confiado, sin darse cuenta de que hay alguien cerca observándolo. Sus
plumas oscuras reflejan el sol de la mañana y sus ojos parecen orbitar
alrededor de la cabeza. La situación casi hace reír. En cuanto la descubra,
echará a volar. Es solo un instante el que regala su paso en busca de insectos.
En cuanto algo se mueve, ya no está; pero el encanto permanecerá picoteando
entre las macetas cuando las miremos.
3
La niebla reescribe la realidad con sus fantasías. Borra el
horizonte, oculta la torre de la iglesia, diluye las copas de los árboles entre
las nubes bajas, matiza los colores, permite que las hojas lloren con
desconsuelo, deja a la hierba recién salida de la ducha, ciega los cristales de
las ventanas y a quienes los miran, juega al escondite con las señales de
tráfico, oscurece la arena del parque, alimenta los charcos, rejuvenece el
cutis de las losas, da de beber a los pájaros, adorna con destellos acharolados
las fachadas, crea enigmas. Nada se parece a como era ayer.
4
Cada hogaza, cada rosca, cada torta son piezas únicas. Por
similares que parezcan bien ordenadas en la panadería, jamás hay dos iguales.
Amasadas por unas manos hábiles, pero no mecánicas, atravesadas cada día por un
pensamiento. Horneadas por un fuego que cada noche se inventa su manera de
arder. Enfriadas por una temperatura diferente. Cada pan es la concentración
del tiempo en un instante. Y cada instante es una creación del vivir. Cada
pieza luce las formas y las características de un presente. También su sabor
varía en cada barra, se vive de manera distinta en cada beso, digo, bocado.
5
La brisa de poniente baila melodías románticas con la ropa
que hay tendida a secar. Abraza los vestidos por la cintura, aletea en el
dobladillo de las faldas, acaricia la seda de las blusas, se enamora de los
colores de las camisetas. Da vueltas alrededor de los pantalones variando la
tonada para que sus perneras se agiten al ritmo casi frenético de la
modernidad. Arranca un tango con el jersey de cuello alto que bocabajo parece el
rey de la indolencia. La brisa no se pierde nunca un baile antes de que las
sombras clausuren la fiesta. Tampoco las sábanas.
6
Mañana de pies descalzos que corren pasillo arriba, pasillo
abajo. De gritos ahogados. Chillidos de sorpresa. De alegría. Mañana de zapatos
alineados cubiertos de paquetes. Con colores brillantes. Con lazos. Con cartas.
Con enigmas por desentrañar. Mañana de papeles rasgados. De papeles
emulsionados. De papeles explosionados. De cajas huidizas, voladoras,
fulminadas. Mañana de sonrisas, de risas, de carcajadas. De sueños cumplidos.
De ilusiones reales. De inocencias convencidas. La mañana del año. Sin siquiera
tiempo para vestirse, para desayunar, para ponerse el abrigo. La mañana de las
sorpresas. Del candor. De los cánticos inarmónicos con los que se expresa la
felicidad.
7
La platea está inclinada hacia el escenario. El suelo,
alfombrado. Las butacas son de terciopelo rojo. La altura de la sala es enorme
y está flanqueada por cinco círculos. El frontal de los cinco pisos y los
palcos brillan decorados con molduras doradas. También el arco del proscenio
luce laberintos áureos que encierran tres ojos con pinturas contemporáneas. El
telón, con ondulaciones carmesíes, aguarda el momento de ser alzado. Una gran
lámpara cenital, en el centro de un artesonado de fantasía, ilumina. Cuando se
apague, todo quedará en silencio y sonará orquesta. En el camerino, los
cantantes calientan la voz.
8
Los sueños nos cuidan. Estiran el edredón sobre el cuerpo si
se destapa. Mantienen alejados los ruidos y desvían las luces estridentes.
Acarician la espalda para que la sangre la recorra con más entusiasmo.
Calientan los pies cuando se quedan fríos. Esparcen aromas de flores en la almohada.
Nos besan en las mejillas para que cobren color. Provocan cosquillas en la cara
interior del brazo que se mueve. Colocan el pelo en su lugar si se alborota.
Nos susurran al oído melodías armoniosas que imitan el silencio. Cuelan bajo
los párpados imágenes sosegadas, dulces, para que se encandile el sueño.
9
Este pequeño parterre, isla en el cruce de dos avenidas e
inaccesible para los peatones a través del puente de listas blancas que
facilita atravesarlas, tiene trazada una escueta senda en su ajardinado césped.
Se puede caminar por las losas que lo cercenan, pero también yo, incívico
rastreador de atajos urbanos, prefiero la tierra húmeda. Es curioso: este
inmenso contenedor de memoria que es la ciudad, acaso el mayor que pueda
existir real, es incapaz de recordar sus caminos, siempre sobre piedra o
asfalto. Un andar desmemoriado, siempre, que no deja nunca el mínimo cauce.
Salvo aquí, donde nadie pasa.
10
Soñolienta, la luz. Grisácea. El cielo, el mar. Las gaviotas
graznan. Sentado en la mesa del café, junto a la cristalera, veo un paisaje
moteado por la huella de las gotas de las últimas lluvias, que aún no han
limpiado. El periódico en una esquina, la taza de té mediada, el cuaderno
abierto en una página en blanco. La pluma, dormitando a su lado. Nada se mueve
en la arena, salvo las olas, obstinadas, y las gaviotas, nerviosas. Y yo, como
la hora y la playa, aletargado. A la espera de que entre por la puerta y
despierte la tarde.
11
Es la noche la que desvela los colores verdaderos. No los
colores con los que se rodean las cosas, ni los colores con los que se ocultan,
tampoco los colores que decoran el mundo a cada instante con un matiz novedoso.
No las palabras de colores que se oyen y hasta se dicen sin pensar al ir por la
calle. Ni los gestos de colores que de tan aprendidos se repiten sin que nadie
los solicite ni digan ninguna verdad. Tampoco los colores que visten, ni
siquiera los que desnudan, para disfrazar el auténtico color. El que revela la
noche.
12
Un té a media tarde es una bola de cristal que todo lo sabe,
pero que ha decidido no adivinar nada. Dejarlo en suspenso. En el ámbar líquido
se concentran los designios del universo, las maravillas, los conocimientos,
las contradicciones. Se diría que el té lo conoce todo. Por eso nada le
inquieta. Salvo una galleta de avena, que si se desmigaja en su interior, ambos
—galleta y líquido— se funden como amantes encandilados. Nada más necesita
meditar el té sobre el mundo. De ahí la paz que entrega cuando humea en la
taza. Cuando regala la quietud que acerca.
13
Junio se enreda, buganvilla en flor sobre los cuerpos recién
salidos de la ducha, y se transforma en los colores elegidos para festejarlo.
El caramelo infantil del calor y el café poco cargado de las mañanas frescas
van juntos en el vestuario que presagia el verano. Se prefiere la blusa que
combine con cierta falda y los calcetines a juego con la camisa. Y se procura
que la ropa sea la más agradecida al tacto de unas manos para que se abracen a
la cintura de quien ha extendido su brazo por los hombros. El placer de
desvestirse en junio.
14
El espejo es un artista dominado por su estilo. La finura de
su técnica, la precisión de su gesto, la rapidez en captar el movimiento no le
permiten, sin embargo, ser él mismo. Se debe solo a los conocimientos que le
convirtieron en virtuoso. Y a esa capacidad se entrega sin apartarse ni un
ápice en su práctica. Reo de la excelencia, lo que daría por empezar de nuevo
en las clases de dibujo y equivocarse. Por soliviantar las medidas sabiamente
trazadas por la teoría que tan bien aprendió. Por pintar con los ojos cerrados
cuando el modelo está posando.
15
Las pompas de jabón son pintores miniaturistas. Cada una
reproduce en el lienzo diáfano de su universo un destello luminoso. Las pomas
de jabón son jinetes. Corren sobre sí mismas por la pista de la piel. Son
también pilotos. Vuelan con la serenidad de los objetos que no han volado nunca
ni siquiera han soñado con volar un día, como los jarrones o las tejas. Son
ópticos graduados con diploma enmarcado en la pared. Siempre están mirando a
los ojos. Son vendedoras de metáforas. Por el pago de una caricia entregan una
sensación fluida y devuelven de cambio un instante.
16
Me gusta mi oficio. Soy distribuidor de peladillas. También
tengo caramelos, bombones y golosinas. Todos en forma de oraciones. Frases que
endulzan. Que suavizan los endiablados engranajes del tiempo. Que atemperan el
desangelado aire que circula en los espacios vacíos. Reparto confites,
chocolatinas, hojaldres. Los envuelvo en sonidos de vocablos gustosos, los unto
con la sabrosa mantequilla de los recuerdos. No sabría hacer otra cosa en esta
vida. Me siento en mi esquina predilecta, entre la plaza y la avenida, y espero
a que vuelen mis palabras y el viento las acerque al lugar exacto donde alguien
contempla el cielo.
17
Remo. El lago parece el lomo de un gran animal dormido. Los
juncos de la orilla musitan. Las aves desaparecen en la fronda que las aguas
dibujan ya con desgana. Me miras remar y te ríes. Estuve en Lepanto —te digo—,
luchando en un esquife al costado de Cervantes. Sí —me respondes—, pero
mientras él remaba, tú estabas tumbado en el sillón. Es lo que tiene la lectura
—te digo—, pero —añado—, prometo leerme también un manual de remo. Continúas
riéndote. La barca fluye en la tarde. El sol se peina para salir por la noche
en otro lugar.
18
Me abraso —me quejo al ir a sorber la infusión—. Eres un
impaciente —constatas—. Es posible, pero también es posible que esté demasiado
caliente —me defiendo—. Mira mi taza —dices—. La miro. Tu taza humea con
extrema elegancia. Un vapor traslucido caracolea en el aire plácido de la
cocina como si de repente una orquesta diminuta, extendida por el borde de
porcelana, estuviera interpretando El lago de los cisnes y el vaho realizara
como ejercicio una delicada croisé devant. ¿Lo ves? —preguntas—. Claro
—confirmo—, estoy a punto de empezar a aplaudir. Y sin quemarme.
19
¿Qué estás comiendo? —me preguntas—. Na-da —pronuncio con
dificultad y sin abrir los labios, como si en lugar de hablar soplara en la
embocadura de una trompeta—. No te creo —sentencias—. Yo tampoco —acepto y
confieso—, es una pequeñísima, nimia, minúscula, diminuta, casi invisible gran
pastilla de chocolate. ¿De chocolate? —inquieren más tus ojos que tu voz—. Sí,
¿quieres una? —y te la muestro, envuelta aún en plata, en mi mano escondida—.
¿Tenías dos? —el interrogatorio que no cesa—. No —niego—. ¿Entonces? —dices con
lógica aplastante—. Esta la traigo para ti.
20
Unas simientes que ocupan el cuenco de una mano. Granulado
ya reseco que una tarde las mismas manos extrajeron de un fruto con la punta de
una navaja. Semilla a semilla, y que se quedó luego al sol, sobre un papel de
estraza, en una tabla. Una azada, sujeta a un palo de madera, que esponjó el
suelo, lo labró y luego lo peinó con surcos y montículos que retuvieran la
tierra y el agua. Una azuela con la que abrir un hueco en la tierra y depositar
las simientes. Luego taparlo. Regar. Ir regando cada atardecer. Saber cómo
crece.
[2015-2016 ]