1
El camión de las fábulas llegaba a mediodía seguido por una polvareda delatora. A la sombra de la parra el alcalde meneaba la cabeza en su partida de mus. Se interpretaba como signo de que habían empezado a asfaltar las carreteras, pero por aquí ni se acercaban. El motor se detenía con un relincho ahogado y dos operarios bajaban con un cigarrillo en la boca y un mono que pudo ser azul. Lo primero que montaban era la caseta de la taquilla y nosotros corríamos a robar una paca donde por la noche tumbarnos al otro lado de la tapia.
2
No había alcanzado el seto cuando acabó de contar. Lo hizo así: veintitreintacuarentaycinco, cuarenta y seisietochnue y cin-cuen… Creí que podía esconderme antes de que se diera la vuelta y me viera y tuviese que declararme muerto, una vez más el primero. Tras el seto no me hubiera visto en años. Estaba lejos, pero me daba tiempo de sobra. Al oír contar así, de repente el cincuenta, me lancé sin dudarlo tras el olmo. Como babeaba pelusa a los demás les daba asco. Ya antes de aterrizar de rodillas vi el charco de barro y dentro mis pantalones recién estrenados.
3
Las aguas del río bajan color café con leche y da apuro bañarse. La corriente parece pintada con pinceladas gruesas, de las que gotean óleo sobre el lienzo. Nada más dar cuatro brazadas en cualquier dirección desaparece la minúscula playa. Entre las ramas de los árboles, que caen como lianas, y los juncos no hay donde acercarse a la orilla. Si se hace pie, el limo del fondo produce en la planta una sensación desagradable. Si hay peces no se ven, y si hubiera otros bichos, tampoco. Nada más llegar, ya chapotean todos en el agua mientras, tumbado, sigo pensándomelo.
4
No siempre es. Aunque tampoco se puede simular. O solo su simulacro. Lo que no es para comprobar que no lo es. No es una obviedad. Nada de cuanto la concierne es una obviedad. No siempre es. Aunque se hayan cerrado los ojos para no ver, y los brazos y las piernas y la boca permanezcan inertes. Y solo se quiera oír lo que está dentro y no se quiera admitir que haya nada fuera que entre. Aun así, no siempre es. La hormiga que se adentra con curiosidad en el orificio de la nariz desvirtúa la voluntad del silente.
5
La noche de verano se acerca de puntillas, con cuidado de no ser oída. Nadie quiere saber nada de ella en el banco más apartado de la plaza, al otro lado del sauce. Si no llegara, o si viniese para traer otra página nunca leída de la realidad, el brazo olvidado sobre la pierna, la espalda sobre los listones de madera, el pie que desconoce el destino de su sandalia, la pequeña colección de palabras inventadas que salmodian la tarde podrían continuar más allá de horarios, fechas, cursos, notas, como siguen tumbados en la hierba las figuras de los cuadros.
6
Si tuviera una cámara aquí a mi lado la apagaría. No es posible que en un rectángulo quepa lo que estamos viviendo. Con las cabezas acostadas sobre la arena húmeda de las dunas, delante de los ojos una galaxia se despliega entera con una grandiosidad que no pertenece a la imaginación. Sobre el océano, al que oímos mecerse doméstico, gato que se lame las patas, la luna habla consigo misma. Si apenas cabe en una vida, cómo buscar encajarlo en un mensaje de pocas palabras. Nadie lo iba a creer. Tampoco cuando cerramos los ojos para sentirlo de otra manera.
7
Tan fácil como es rodar por el suelo al pisar un pavimento húmedo, siempre tuve precaución al cruzar el vestíbulo que limpiaban a la hora del almuerzo. Paso a paso, cimentando el equilibrio desde los tobillos. Casi una técnica. O la cantidad de desniveles y hundimientos que acumulan las aceras, sobre todo cuando se anda con prisas, como siempre anduve, sin embargo le presté atención a cada saliente para asegurar la zancada. Desprecié las ganas de tumbarse en la arena, sobre la hierba, o sentarse donde no hay asiento. Y cómo lamento el no habernos besado nunca sobre las losas.
8
Allí donde los ciervos han pasado la noche se ve la maleza hundida por el peso de los cuerpos. Es el vestigio que deja su movimiento. En el refugio donde he pasado la noche recojo la colchoneta, el saco de dormir y los restos de la cena, que amontono en una bolsa que voy a tirar en el primer pueblo por el que atraviese. Procuro así que cuando llegue el próximo caminante no sepa nada de mi tránsito por el lugar. Y nada sabrá hasta que pase por este claro de bosque y descubra las hierbas aplastadas. Recuerdo que compartiremos.
9
Sumergido en la piscina, la verticalidad propia de la especie se convierte en horizontal. Es la forma con la que se avanza dentro del agua. También es el modo natural de mirar las cosas. La severa cuadrícula de las baldosas, el tapón de un oído que ha extraviado algún bañista, los recuerdos que entretienen la mente cuando se nada. El mundo vertical que se yergue al aire cuesta mantenerlo dentro, inmediatamente se acuesta sobre el eje perpendicular. Se echa, dormita, yace. Es difícil de determinar, aunque entretiene pensarlo mientras cada brazada deja atrás lo mismo que encuentra delante.
10
No se me parece en nada. Carraspea al decirlo mientras camina alrededor y los tacones resuenan en la iglesia vacía. No solo mis honorarios sino la propia vida se tambalea a cada paso. Hasta los dos años de desbastar y lijar con mimo el alabastro regalaba a cambio de la congoja de tallar el sepulcro de quien me lo ha encargado. Hoy vestido para la entrega con las mismas ropas que imita la piedra. Me mira con indiferencia y de repente empiezo a respirar. Y menos mal, porque este es un muerto y yo estoy vivo, ¿cómo iba a parecérseme?
11
Con mano imprecisa de escolar ante la libreta de caligrafía donde aprende a escribir, cada día el río bosqueja la torre medieval. Su esbelta altura, las almenas con forma de punta de lanza, los penachos de verdura que han prendido en los resquicios entre las piedras. No se olvida de ningún detalle. El agua, que todo se lo lleva hacia la nada, la hojarasca y los plásticos, las promesas y las vanidades, respeta la imagen de la torre, sin acabar nunca de dibujarla del todo, siempre en el mismo lugar. Y casi impresiona más contemplarla así, temblando sobre la corriente.
12
Taparse, como quien se cubre con una manta; acaso, sumergirse. Dejarse invadir por la levedad de granates y ocres, por su frondosidad ahora a merced del viento. O de las botas de los caminantes. Caer cuando caen. Sentir el otoño como una huida. El río detenido que de repente alcanza el mar. Un mar amarillento, castaño, rojizo. A merced de la intemperie. Casi duna en lugar de mar. Crepitación, chasquido, rumor. Suelo sin rigor de suelo. Sin el estiramiento. Montón que se hunde con el peso vertical, cúmulo que incita a desaparecer. Arroparse, desnudarse quizá, con las hojas que caen.
13
Cada árbol abatido por la tormenta, mal encajado entre los troncos erguidos que el viento zarandea, se convierte lentamente en un libro. Lo abraza la hierba como si quisiera compensar con su verdor la sequedad del caído. Las arañas se dan prisa en vestir los huecos que deja la definitiva quietud. Conforme la humedad va abriendo grietas en lo que fue edad, una población de escribas se distribuye por su interior para caligrafiar con signos algo cuneiformes la memoria del bosque. Un libro en el que todo queda inscrito para que nadie lo lea. Para que lo deshaga el tiempo.
14
Del viejo aserradero queda un cobertizo que nada protege cuyo tejado juega al ajedrez con el agua cada tarde de lluvia. Las limaduras que volaban por el aire forman familia en el suelo con la maleza y las bolsas de plástico que arrastra el viento. Alguien se entretuvo en arrancar el cartel que ahora, bocabajo, nombra el cielo para los insectos que lo habitan. Si camino por la antigua carretera suelo desviarme donde lo hacían los carros cargados de troncos. El último transporte permanece apilado en un extremo, formando una pirámide de círculos blancos que al anochecer aún fingen refulgir.
[Septiembre, 2015]