Yo soy
Mi yo aprendió a ser mío en el
tiovivo de la feria que instalaban cada año en un descampado del barrio. Cuando
sonaba la sirena y se detenían, abandonaba la mano de mi madre y corría a
elegir dónde ser yo sobre un artilugio del carrusel. Los caballos, que bajan y
subían, nunca me interesaron. El camión de bomberos era atractivo, sí, pero
demasiado disputado. Escogía siempre una
especie de jeep destartalado que, si
no iba yo, rodaba vacío, sin ningún chico al volante. Este fue mi primera
contrariedad: ¿por qué aquello que prefería no le gustaba a nadie más?
Yo soy
Años después me permitieron subir
a los autos de choque. Como no había que elegir mi yo lo agradecía. Solo necesitaba
salir corriendo tras el toque de bocina y conseguir un coche sin conductor
antes que los demás. No era difícil. Por la tarde, cuando me dejaban montar, no
había excesiva concurrencia. Al volver a sonar la sirena, uno apretaba el pedal
del acelerador a fondo y… Se diría que la gracia estaba en lograr una buena
colisión. Pero a mí lo único que me gustaba era conducir, zigzaguear, sortear
coches y rehuir lo que a todos entusiasmaba. Segunda contrariedad.
Yo soy
Tiempo después ya iba solo a la
feria. A primera hora, con la pista de los autos de choque vacía, uno de los
empleados, enfundado en un mono azul lleno de grasa, seguramente muy joven aunque
me pareciera un adulto, nos juntaba a los chavales del barrio para contarnos
sus aventuras. Ahora sé que solo era el tópico del marinero que tiene en cada
puerto un amor. Algo más explícito, quizá. Escuchábamos en silencio sus
explicaciones. Le oía sin tener ni idea de qué hablaba, pero entendiéndolo. Mi
yo se adiestraba, ya sin contrariedades, en el gusto por lo ininteligible.
[Diciembre, 2016]