1
Los postigos cerrados cuelan el tenue resplandor de un hilo
de luz. Ha llegado el día y me levanto para abrirle la ventana y dejar paso a
su ímpetu. El cielo ambarino, la brisa fresca, las flores de los tiestos recién
salidas del obrador nocturno. Voy a regresar a la cama, y al darme la vuelta mi
rodilla tropieza con un mueble que no he visto. El cuarto permanece a oscuras,
con el único matiz del punto rojo del despertador en el otro extremo. Compruebo
que no haya cerrado la ventana por error. Miro adentro y veo sólo oscuridad,
noche.
2
Nada más sonar el despertador y estirar el brazo para
apagarlo lo veo, es una mancha oscura sobre la piel. Luego dos, tres acaso. Son
como pequeños bultos vaporosos. Enciendo la lamparita del cuarto. Son como
copitos de algodón negros. Levanto la tapa, están por todo el cuerpo. Subo la
persiana. No duelen, sin embargo, estas mínimas protuberancia etéreas, de
límites confusos. Con brillo betunado. Están pegadas a la piel, estiro una y se
va deshilando, como un cachito de oscuridad que me fuera quitando. Luego otra,
y otra, con gesto febril. Como trocitos de noche. Y otra. Como angustias.
3
Siento la euforia de quien anoche escribió el pedacito quinientos de este mosaico y se
despierta ansioso por colgarlo en la red, antes de desayunar y aun de peinarse.
Le doy a los botones y aguardo. No sé muy bien qué significa haber escrito
quinientas astillas de un madero triturado, quinientos trocitos de nada, pero
estoy contento. No se ha podido
establecer conexión con Internet —dice la pantalla. Me levanto: el módem
parpadea, plaf, plaf, plaf y luego se enciende la luz roja. Una y otra vez. ¿Y
mi aniversario? ¿Y mi charco? ¿Mi rinconcito? No se ha podido establecer.
4
La llegada del día es como el pantalón extraviado en el
armario hace años que uno encuentra al ir en busca de los calcetines y le
alegra tanto haberlo descubierto que no duda en quitarse el que ya se había
puesto para que con la prenda reviva el recuerdo de los tiempos en los que lo
lucía y le gustaba lucirlo, pero cuando introduce la pierna derecha no logra
que el pie aparezca al cabo de la pernera y aun así precipita la pierna
izquierda en el tubo correspondiente y patalea y gesticula por forzar el camino
que no halla.
5
Así el día, igual que se busca el urinario dentro de un
sueño. Y no se piensa en otra cosa y alegra encontrar un pasaje comercial donde
ha de existir por fuerza un retrete. Y uno entra y mira a las alturas para
descubrir la pareja de monigotes con la que indican el camino que ha de seguir
su ya único deseo. Y recorre las galerías, desatento a su pesar a tantos
escaparates brillantes, seductores. Y gira a un lado y a otro, y avanza guiado
por la sensación de inmediatez, aunque sepa que sólo cuando despierte dará con
él.
6
Necesitaba saber quién era Heráclito. Lo creí explicado en
un libro de tapas azules que aguarda sobre la mesa desde hace tiempo, pero cómo
abrirlo delante de tantas miradas, cómo repantignarse así en la lectura. Quiero
saber algo sobre Heráclito acaso también para contárselo y en mi libreta de
notas encuentro unos garabatos ilegibles que no he escrito ni conozco quién sea
su autor. Abro el libro de tapas azules sin ver sus páginas y cuando la
confianza me lo permite miro, y ante mis ojos el papel se cristaliza; láminas
brillantes, negras, que absorben la luz y devuelven tinta.
7
Toman la luz de donde venga, de noche de las farolas tímidas
y de día les gusta por su gama de dorados el sol de la tarde. Sólo gracias a
esta artesanía del brillo las vías tranviarias soportan la terca racionalidad
de su trazado. Aprendo con su euforia, observándolas, y me digo que también la
vida, de horarios y hábitos tan rectilíneos, ha de manejar como un espejo los
destellos que le alcanzan. Sobre todo ahora que ya no circulan los tranvías y
han empezado a asfaltar el empedrado desde la avenida con una destreza que me
deja sin metáforas.
[Mayo, 2011]