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Si al observar el trazo que
realiza sobre el suelo o el pavimento se considera la sombra como charco,
entonces cabría definir la presencia como lluvia. Al igual que la lluvia obliga
a comportamientos inhabituales del sujeto, que ha de abrir el paraguas, en el
caso de que disponga de uno, o en su ausencia, ha de modificar el paso, la
ruta, la posición del cuerpo y de la ropa y, sobre todo, la desatención de la
mirada hacia cuanto no sea lluvia, así también cualquier presencia condiciona
lo que ocurre. Y la sombra —el charco— será su olvidadiza memoria.
Una idea es la sombra de una voz. Estaba a punto de copiar en twitter esta frase que creía elocuente
cuando recordé algo. Iba por un sendero lleno de guijarros. La molestia que
notaba al andar y el rechino que producían mis pasos me incomodaban. Descubrí
junto al camino una senda de arena cuya calma supuso un alivio. Aunque mi
sombra se extendiera a lo largo de los guijarros, no la oía. Pensé, ¿existe un
silencio más acendrado que el de la sombra de dos personas que hablan? ¿Que el de la sombra del orador contra la
pared? La borré.
Pensó que había tratado con
sombras, o tal vez con frases pronunciadas por alguien que en realidad no era
nadie. De aquel momento solo quedaba, sin embargo, lo que le habían dicho. Lo
que había escuchado, aunque confundiera qué con quién. Ni siquiera un rostro
ligado a una expresión. Ni siquiera un rostro ligado a nada. Sombras diluidas
en la súbita llegada de un anochecer invernal. Si se hubiera ausentado el
tiempo, podría no darle importancia. Amontonarlo en el desván de lo que ha
pasado como si no hubiera ocurrido. Pero con tantas frases, bloques de hielo en
el deshielo.
[Enero, 2017]