Dietario de sensaciones 03



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Tiene el color de la tierra labrada. De la piel del campesino que la cava y esponja para que quede como miga de una hogaza. El color de la azada y del palo de madera que la sujeta. Del agua que corre por la acequia en busca de su destino y de la simiente que la espera con sed de crecer. Tiene el color de la albarda, que ha dejado en el suelo, y de la mula que la llevaba encima, que ahora come hierba en la vaguada. El mismo color del pan de centeno que cruje en las manos.

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Hay un momento en el que el agua pierde su habitual serenidad. Dan ganas de bajar a la farmacia para comprar algún medicamento contra la tensión, aunque sería más fácil desconectar el fuego de la cocina, claro. El agua empieza a inquietarse. Tiembla. Una erupción de mínimas burbujas le cubre como eccema todo el interior. Sufro por su estado. Pienso en una crema para la piel, pero arruinaría el sabor. De repente empieza a dar saltos, ¿serán de alegría? No da tiempo a averiguarlo, inmediatamente le lanzo dos bolsas de té verde con limón. Y dejo que vuelva a serenarse.

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A primera hora de la tarde las palabras están tumbadas en el sofá. Unas ven una película en blanco y negro; otras leen un libro con un pájaro y una flor dibujados en la cubierta. Hay algunas que se han levantado y he oído cómo batían algo en la cocina y luego un aroma a delicia antigua ha inundado la sala. Veo también otras que se preparan para salir a pasear, con gorra, gafas de sol y camiseta. O las que regresan, que van subiendo por la escalera. Hay quien piensa que las palabras están en el diccionario, qué ingenuidad.

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Los poemas eróticos empiezan en las puntas del cabello y cuando concluyen los pies se sienten plumas de ave. En su inicio congregan un caudal de lenguajes capaz de desbordar cauces e inundar cualquier terreno, pero conforme avanzan van perdiéndolo. Desaparecen las palabras y los ojos se cierran. Se simplifican también todos los gestos y solo queda en el rostro un único signo. Las manos se convierten en intérpretes de una sola nota y el poema se deshace en las sábanas como un hielo fuera de la nevera, sobre el mármol. Es cuando los versos resultan más intensos, menos literarios.

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Aquel tableteo había sido la música de la escritura. Una melodía áspera, tumultuosa, que acababa con un rumor ronco de rodillo al arrojar el silencio en el que quedaba lo mecanografiado entre las manos. Cada letra había producido una hendidura en la hoja; mientras la vista la repasaba por delante, las yemas de los dedos que la sujetaban la sentían por el reverso. Hoy, ya olvidada para el quehacer, se ha convertido sobre un estante en objeto decorativo, el destino de cualquier máquina que la época haya abandonado. Con pantallas se escribe ahora mucho más rápido, pero deja menos tiempo.

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Dormida aún en sus dobleces descubro la chaqueta en el fondo del armario. Se estira, cuando la despliego, un poco incrédula de que las haya despertado de su letargo, pero se aviene enseguida a cubrir los brazos de la súbita caída de las temperaturas. Qué recuerdos afloran con la chaqueta: los días en que saludaba el ir olvidando prendas en casa a la hora de salir. Ahora agradezco el frescor del día que la ventana cuela como aviso de que una camisa no va a ser suficiente. Contenta de abrigarme y yo de que me abrigue, partimos hacia el otoño.

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Estoy a la espera. La tarde se enreda en sí misma y esparce azules luminosos entre los edificios. Me entretengo desenredándola mientras aguardo que empiece el tiempo en el instante en el que aparezca por la puerta. Trato de desenmarañar los nudos que han hecho los transeúntes en sus rumbos desorientados. O de destrenzar los ruidos del tráfico que se han acumulado en el aire sin voluntad. Son distracciones de quien espera y busca descubrir un sentido en la realidad que le rodea. Hasta que aparece y los propósitos se quedan junto al revoltijo en el que se habían convertido.

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Porque me interesan las metáforas, me gustan las manos. La única piel que no sabe guardar silencio. Con guantes en mañanas gélidas o pizpiretas bailarinas las tardes del verano, no descansan nunca. Tampoco hay apariencia que las engañe. Interpretan la realidad con la misma precisión con la que un pianista lee la partitura de una sonata. Y como la música, destilan armonía. Belleza y sentido. Se diría que dirigen el ritmo del paisaje: con un gesto el río fluye; con otro, el pájaro emprende el vuelo. Las manos, siempre didácticas, enseñan en su perpetua academia la caligrafía de las emociones.

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La melancolía es blancura que en las mañanas de invierno congela el paisaje. Es arenal que se extiende allá donde la vista alcanza. Es una persiana cuya cinta se ha soltado cuando estaba bajada. Es un reloj que señala una hora que no es la hora y que avanza hacia una jornada incierta. Es una bombilla que se ha fundido. Pero la melancolía es también la bombilla de repuesto que aguarda en el armario. La pila que el relojero cambia. La cinta que de nuevo se sujeta. Las olas que rompen a lo lejos. El sol que deshace el hielo.

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El país de las sensaciones se extiende por llanuras verdes, montañas a lo lejos, una costa agreste y cielos profundos en los ojos de quien los cierra. Un sendero humilde zigzaguea entre encinas. Un mesón apartado con mesas de madera, una flor en el centro, manteles a cuadros y olor al fuego que en la cocina dora los alimentos. Junto a la jarra del agua se deja el mapa que conserva las dobleces de ir en el bolsillo. El territorio de las emociones está poblado por aldeas con casas de piedra e iglesias antiguas en cuyo interior resuenan los pasos.