MCS
Al tiempo que tú lo alargabas estiraba yo el brazo para alcanzar la única jarra que la mesonera —¿Maritornes se llamaba?— había dejado entre los dos. Y junto al asa las manos, una tuya, Miguel, y otra mía, se rozaron, pero no para saludarse. A la vez retiramos el gesto y a la vez con un movimiento de cabeza nos cedimos, uno al otro, el pichel de vino. Me miraste y te miré. Teníamos la misma edad y nos habíamos sentado a la misma mesa. Los brazos descubiertos de la tabernera dejaron delante sendos platos grasientos de las mismas alubias.
RPE
Rafael: aquel mediodía portugués en Troia ya estaba sentado cuando ocupaste la última silla de la mesa del costado. Y bebía el vino de una cooperativa del norte que parecía pisado en un lagar de la época de Livermoore. El de tu mesa, elegido por un entendedor que jugaba en campo contrario, era común. Al poco me preguntaste mi nombre y, agradecido, te serví una copa de la ambrosía. Mientras el tiempo se detenía para ti tras ese sorbo, el mío se estancaba escuchándote elogiarlo. Hicimos un gesto y juntamos las mesas que el vino y las palabras habían unido.
FNP
Uma ginginha —oí a mi espalda antes de ni siquiera haber podido pronunciar una sílaba cuando el tabernero me preguntaba qué quería. De inmediato me di la vuelta con cara de ningún amigo y lo vi. Anteojos redondos, bigotillo ralo, rostro fino y algo desmejorado. Que sejam duas—gritó, aunque había entrado solo. Me dijo que se llamaba Ricardo o Alberto, quizá Fernando, ¿quién recuerda ya un nombre en el apelotonamiento de los días? Cuando nos las sirvieron, ofreció su copa para brindar. ¿Qué celebramos? —le pregunté. É horário laboral e no entanto cá estamos—y le brillaron los ojos.
JAF
Abriste la cremallera de la mochila y extrajiste un libro. Bien, pensé. Acababa de levantarme para que accedieras al asiento de ventanilla. Volviste a introducir la mano y salió otro. Prevenido, añadí para mis adentros. No te quitaba la vista de encima, tú seguías a lo tuyo. Un tercero. Vaya, el viaje a Filadelfia resultará largo. Luego, un cuarto. Hay que cruzar el Atlántico, es cierto. Cuando apareció el quinto no sabía qué decirme. Fugitivo: no piensa regresar, se lleva la biblioteca consigo. Ante el sexto, Jesús, ya no pude reprimir algún triste tópico: ¿Es por si pinchamos una rueda?
EED
No podría afirmar que estaba contento con la plaza que me habían asignado, sin duda en Massachusetts hay mejores destinos, pero con el tiempo agradecí la tranquilidad y también el trabajo que me daba la señora Dickinson, de Main Street. Son harto descuidados los portes postales. Grasa, barro, hollín. A primera hora buscaba sus cartas y con un cepillo las limpiaba concienzudamente. Las aguardaba con anhelo. Eran su vida. No iba a entregárselas tal como llegaban, sucias y descuidadas. De hecho, lo hacía siempre en mano, para recoger las que ella enviaba. Antes que el de Amherst, era su cartero.
FF
Nada más cruzar la puerta lo veo en un asiento del abarrotado atrio del aeropuerto. Fernando, al descubrirme, agita la mano como quien reconoce a un viejo amigo al que, sin embargo, acaba de ver por primera vez. Del avión bajo, o eso creo, sordo. Así que le oigo hablar e incluso yo mismo hablo sin que el sonido exista alrededor. Pienso que he aterrizado en Valladolid, pero tras un sintiempo que no sé precisar, en silencio me dice: Hemos llegado, ¿la conoces? Es una Cirrus Floccus. Por aquí se camina sin que el pie encuentre apoyo en el suelo.
RMR
Crepitaban los guijarros en la suela de unos zapatos nada propicios para el sendero. Sin levantar la vista de la página, lo había oído llegar. Adecentó con un pañuelo el espacio que quería ocupar en el banco, a mi lado, bajo uno de los tilos del jardín. Sabía que era su lugar predilecto y por eso me había adelantado. Disimulaba. Se dio la vuelta para sentarse. Se sentó. Llevaba en las manos un volumen pequeño, encuadernado en piel. Al tiempo que lo abría, musitó un murmullo que interpreté como un saludo. Quise decirle mi apellido, él me habría respondido: Rilke.
[Febrero, 2018]