1
La última mirada antes de abandonar un cuarto de hotel se la dedica el huésped a sí mismo. Concienzudamente se asegura de que nada suyo queda perdido —prendido— en la estancia. Abre las puertas del armario donde estuvo colgada su americana, la que lleva puesta, porque necesita la postrera comprobación de lo obvio. Revisa los folletos informativos sobre la mesa donde dejó algún libro, la pluma y el teléfono, que abulta en el bolsillo. Estira colcha y sábanas; mira dentro de los cajones. Cuando regrese y le pregunten por el hotel, no sabrá qué responder: nada ha dejado allí olvidado.
2
En el aeropuerto, frente a un mostrador de embarque, contemplo una larga cola de aficionados tinerfeños. Pregunto: van a San Sebastián. El sueño de que su equipo suba a primera les empuja a cruzar medio Atlántico y toda la península. El otro día fueron mil seguidores del Español a ver cómo empataba con el Numancia. En este caso, el sueño que les movía era el opuesto: no bajar a segunda. Me pregunto si no será su inmutabilidad la razón del escaso interés que despierta socialmente la cultura: los de primera siempre están arriba y los de segunda, en ninguna parte.
3
Leo durante el vuelo el tercer tomito con los diarios de Eugenio Padorno. En esta ocasión no hay erratas en la cubierta, pero sí en las tripas. Un montón. Compite con las ediciones malagueñas en el descuido tipográfico. Hasta faltas de ortografía. Qué pena, porque —en el libro siempre leo «por que» sic— la prosa densa, pétrea, atlántica, cada día más gnómica, me seduce como pocas. Su argumento es lo suficientemente reducido como para evitar la contaminación lumínica de las noches mundanas: un poeta obsesionado por convencerse — a sí mismo, con razones sociales y personales— de la condición que posee.
4
El avión entra en la península por el cielo de Cádiz y su ruta continúa hacia el norte paralela a la costa. Cuando sobrevuela el delta del Ebro me sorprende y excita que el paisaje se parezca tanto a los mapas donde aprendí geografía. Imagino que buena parte de las emociones estéticas nacen de esta coincidencia de lo real con lo que nos enseñaron —pensamos o creemos— que es la realidad. Celebramos la desaparición de los dualismos. Y sorprende esta identidad porque tal vez lo normal sea que la realidad ni siquiera se parezca a lo que creemos que es.
5
Cuando llego a la estación del aeropuerto, un tren acaba de partir. Me siento a esperar el siguiente en el andén vacío. Diez minutos después me acompañan unas pocas personas. Veinte minutos más tarde, sólo algunas más. En los diez minutos últimos un río de gente invade mi antigua soledad. Si cada tres minutos aterriza un avión, y el flujo de personas es necesariamente aleatorio, ¿qué ley explica este importante crecimiento de su intensidad ante la inminencia de la salida ferroviaria? No sé qué dirá la matemática; la sociología conoce bien la atracción de las multitudes hacia las recompensas inmediatas.
[Abril, 2009]