Cuentos del hada jubilada T4

(trigésimo cuarto)


Aprovecho que has ido a la peluquería a que te corten las puntas para escribirte un poema de amor. Un poema que no ha de ser ni demasiado largo, porque entonces no parecería un poema, sino una novela; ni tampoco demasiado corto, porque el sentido innovador podría no quedar claramente reflejado. En verso libre, por supuesto, pero con medidas petrarquistas, obligadas si se trata de un poema de amor, obviamente. Sin rimas, que suenan repipis. Con un ritmo lento, pero no tanto como para incitar al lector a dormirse, con algún giro, así, más... Ah, eres tú, ¿ya has vuelto?

(trigésimo quinto)


Iniciar una frase posee sus reglas, eso lo sé. Nunca empezar por un adverbio. Tampoco con un verbo queda bien. También hay que evitar las repeticiones, redundancias, aliteraciones, etcétera. No conviene usar palabras genéricas, como cosa, todo o etcétera, etcétera. Y puede que queden mal, aunque a veces quiera evitarlas sin conseguir verlas, las perífrasis. Nada de incisos, ningún paréntesis, sin abusar tampoco de las negaciones, en absoluto. Iniciar una frase teniendo en cuenta, o no, alguna de las reglas, otras las habré olvidado, sin duda, es una tarea la mar de sencilla, facilona incluso, claro. Cosa de un periquete.

(trigésimo sexto)

Un traje colgado en un extremo del armario, cubierto con una tela blanca y bolas de alcanfor en los bolsillos. Lo llamaba Decisión. Se lo cortaron a medida hace años, después de ahorrar durante meses, contrastar precios en los sastres de la ciudad y consultar calidades del paño. Lo estrenó el día en el que se cumplía lo que había sido su gran decisión. De ahí el nombre de su traje. Meditada durante años y tomada para que, beneficiándole a él, no perjudicara a nadie. En el armario aguardaba otra decisión, aquella que ya no le correspondía tomar a él.

(trigésimo séptimo)

Cuando se publica un libro, todo es alrededor silencio. Estoy contenta con la edición, pero soy la única. Bueno, se lo mandé a mi prima de Uruguay y le encantó recibirlo. La empleada de Correos, que me tiene vista, me preguntó si hacía el envío a mi hija. «No, a mi prima», le dije, pero me inquietó la vida que hubiera ocurrido si escribiera a Uruguay a la hija que no tengo. El hijo que tengo está en Londres, pero no se lo he enviado. Le mandé una foto por wassap. Me dijo: enhorabuena, mami; así, todo escrito en minúscula.

(trigésimo octavo)


Tu pie deja en la arena una huella. Me sorprende la perfección del bajorrelieve. La forma exacta, su alma abandonada en un lugar cualquiera, al albur de las olas. Este prodigio artístico merece un museo. Mejor, un templo con columnas de mármol blanco. Me llamas desde lejos y, a gritos, te cuento que hay una obra de arte en la playa. Te oigo decir: Hay más. Una línea de huellas continúa hasta tu pie con idéntica maestría escultórica. Ya pienso en una ciudad de museos o una acrópolis que recoja el conjunto del paseo. Pero añades: El original está aquí.

(trigésimo noveno)


Un rectángulo de luz en mitad de la sala. Por un lado, se extiende sobre el banco de madera, junto al alféizar, por el otro sobre las losas de cerámica oscura. Una mancha que reproduce las dimensiones de la ventana y el dibujo de sus travesaños. Tumbados los dos sobre el frescor del suelo, una parte del cuerpo aparece iluminada por los rayos que entran, la otra parte queda oscurecida por la penumbra. Al cambiar de postura, la luz recorre otros lugares de la piel desnuda. Descubren una manera de jugar, la de vestirse con las sombras de la tarde.

(cuadragésimo)


La rosa que florece en día de lluvia cree que la melancolía es la condición de la vida vegetal. Que el universo está pintado en tonos grises. Que del llanto emerge la luz. Que no hay paisaje sin humedad. Está convencida de que la tristeza de sus pétalos, tan deslucidos, se viste con una rara túnica sin saber por qué. El aguacero que la hunde, el viento que la abate, la oscuridad que la oculta. La rosa que nace en mañana de tormenta dedica todos sus pensamientos a lo que no existe. Lo único que en vida alcanza a conocer.

(cuadragésimo primero)


Le pusieron fecha y decidieron un lugar neutral para el encuentro. Lo urdieron a mi espalda, mientras como un lirón dormía, no sé si por la juerga o tras una ardua jornada laboral, porque tampoco he conseguido determinar cuándo tuvo lugar la cumbre bilateral entre Costumbre y Fiesta en mi biografía. Tampoco conozco los términos del acuerdo que alcanzaron, pero los sospecho. Últimamente no consigo, por más que me empeñe en intentarlo, rechazar ninguna invitación festiva, y sumo días por celebraciones. ¿No será que las dos mitades mías se han fusionado en una sola, la Costumbre de ir de Fiesta?

(cuadragésimo segundo)


Oigo que alguien afirma: «El amor es un viaje». Hay frases que dicen también lo contrario de lo que parecen decir. Intuyo que por viaje se entiende aventura, descubrimiento, qué sé yo, huida de lo cotidiano… Pero los medios a través de los que se viaja, que son en sentido literal los que más viajan —trenes, barcos, aviones— van y vuelven. Una y otra vez. El mismo viaje, pero con personas diferentes. Desde este punto de vista, el viaje que el amor sea, se realiza repitiendo la misma vida, pero modificando la compañía. Una suerte de rutina de la variedad.

(cuadragésimo tercero)


La tarde extiende una alfombra de verdor bajo la sombra del limonero. Florecen las ramas en el jarrón del níspero. El cielo aparece presidido por un plato de porcelana china, unas nubes blancas con dibujos tradicionales en azul cobalto. Lo reflejan con entusiasmo de aprendiz los dorados de madera de cómoda en el estanque al sol. El tocadiscos interpreta las sinfonías ornitológicas más selectas de la historia del pinar. Los cuadros del mantel ordenan las viandas y las desordenan en ágiles jugadas ajedrecísticas. En el sofá del heno, vibra la siesta. El verano, un interior que se expande por fuera.

(cuadragésimo cuarto)


La tarde se desliza por el tejado de la casa con la sonrisa infantil de quien irrumpe en territorio prohibido. Mofletes colorados, frente perlada, nariz que moquea. Hago como que no la veo. Me entretengo con las flores que nacen en los márgenes del huerto, contemplo las hojas del limonero, aseguro las cañas que sujetan las tomateras, persigo con la mirada la mariposa que inspecciona mi trabajo de hortelano. Acabo de regar y se expande el olor a tierra húmeda. La tarde brilla en las tejas antes de irse. Me acerco a la cornisa, por cogerla al vuelo si resbala.