Manos

 01



Percibí la cautela con la que se iba a acercar antes incluso de que la desenfundara del bolsillo donde, por precaución, la llevaba. Vi tamborilear los dedos, luego, sobre la superficie de zinc. Pensé que sería impaciencia, pero enseguida comprendí que quizá fuera incertidumbre. Avanzaba lo mismo que retrocedía. Tanto pensar en su mano me había olvidado de la mía, que continuaba sobre el bolso, aferrada. La dejé fluir. Quiso descender primero por mi pierna y luego la vi ascender y posarse en la barra. Iba a tamborilear, pero me reprimí. Nada más extenderla noté la suya sobre la mía.

 02



No era visible su mano izquierda, cuyo brazo desaparecía, como si fuera un efecto óptico, a partir del codo. La talidomida está en el epicentro de una generación cuyos mayores habían cerrado los ojos ante el progreso y la ambición. No podía verla, pero la ausente mano izquierda estaba ahí, de eso estoy convencido, en cualquiera de sus movimientos. Amontonaba libros, repartía folios, recogía exámenes. Por nada del mundo hubiera querido que me descubriera mientras me fijaba en cómo lo hacía, pero al mismo tiempo no lograba contener la inexplicable necesidad de desvelar la existencia de lo que no existía.

 03



Desde un banco del parque, allí donde no corretean criaturas, observo cómo un mirlo avanza desconfiado al amparo de los árboles. Ni pestañeo, para que no se vaya. Se me ocurre pensar que sus alas quizá sean el equivalente de las manos, como las mías, también pegadas ahora al cuerpo para evitar movimientos. Pronto me doy cuenta de que las manos del mirlo son su pico, que aparta lo que no le interesa, revuelve y atrapa cuanto desea. Pero mis manos no son su pico, sé extenderlas como alas y emprender el mismo vuelo, cuando se marcha, hacia lo incierto.

 04



Dos hermanas gemelas en un camino. Quien con ellas se cruza no aclara a cuál mirar. Si habla a una piensa en la otra, pero no distingue la que le ha devuelto el saludo. Que vistan igual o distinto tampoco importa. Solo las diferencian sus hábitos, cuando los practican. Una sostiene el libro, otra pasa la página. Una, el cazo; otra, el cucharón. Una pasa el peine; otra estira el rizo. Y mientras una escribe, la otra dormita. De ahí su fama de soñadora. La que al andar prefiere ir enfundada en un bolsillo. Dos hermanas que solo rezan juntas.

 05



Desde la butaca que ocupo, en un extremo de las primeras filas, puedo verlas. No tengo en las mías un oboe ni el arco de una viola. Un violín parece excesivo para mis ensoñaciones. Antes de que empiece el concierto disfruto observando cómo trajinan en el cuaderno de la partitura, pasan páginas sin pasarlas, cerciorándose de que están todas, ninguna ha desaparecido. Cuando el director mire a los músicos, casi pasando lista, ensayarán el hieratismo perfecto. El ejemplo de que nada se va a mover en el escenario hasta que no se alcen y arranque, con su movimiento, la música.

 06



Tenemos una pequeña imprenta. Es un juguete de una época cuyos niños son adultos hace tiempo. Con las pinzas colocamos las letras de goma en una forma de plástico, la mojamos en una almohadilla de tinta y la presionamos contra folios de colores a fin de que aparezca, como por arte de magia, el poema que escribimos a dos manos el día anterior, en el porche, mientras el día se alejaba despacio con una belleza profunda y antigua. Es un poema breve, tenemos pocas letras en la caja tipográfica, pero realizamos varias impresiones para regalárselo a los invitados del domingo.

 07



Cada vez que anudo sobre tobillo y empeine la zapatilla, deslizo después la mano por el satén, con suavidad, como para darle calor y fuerza al pie que, ahí encerrado, ha de sostener la danza de todo el cuerpo. Las manos me parecen, entonces, un hermano mayor que cuida del menor y no solo por edad lo mima, sino también porque necesita el apoyo y su potencia para poder volar más alto en cada salto en el que el gesto de los dedos culmina el esfuerzo de todos los miembros. Pero eso será luego, cuando haya silencio en la platea.

 08



Después de estirar el brazo, sigo sin alcanzar el hombro, el cuello, las mejillas, los ojos. Cuanto se anhela para reconocer al ausente. Tanteo el aire, como si fuera piel, su delicadeza y su calor, sin ser más que aire. Tras alargarlo en vano más allá de donde pueda ver, construyo un cuerpo con la nada de haber partido o, quizá, de nunca haber llegado a este lugar. Tiendo el gesto para que se vea propicio al abrazo o dispuesto a la reconciliación, no sé, me sobran argumentos para darle un significado a la mano que se aprieta al vacío.

 09



Solo el pensamiento lo es cuando ha pasado por estos dedos. Aquel baúl en el desván donde la familia acumulaba cuanto se rompía o había dejado de servir, lo antiguo con lo reciente, lo valioso con lo inútil que da pena tirar, eso eras antes. Después, pulcritud y orden. Línea a línea, convierte mi mano lo imaginado en caligrafía igual que el escultor en el bloque informe de mármol sabe encontrar el gesto hermoso. Serpentea con la pluma, sin que parezca que está haciendo algo crucial, para que vaya cobrando sentido lo que ni yo mismo sé que he pensado.

 10



Enrabietado adolescente que golpea la puerta tras la que le han encerrado unos padres asustados por las transformaciones, la primavera, hoy exhausta, se ha abandonado sobre la cama y adormilada se olvida de berrear contra los cristales de las ventanas. Así describes la calma de la tarde para que sonría, y sonrío, aunque el sillón de mimbre del jardín se me clave un poco en las nalgas y sospeche que las ropas de verano que he elegido acaben por ser inadecuadas. Sigues entrelazando metáforas e ironías para que siga sonriendo, y lo hago pese a la amenaza de un abejorro.

 11



Cierra los ojos en la librería antes de comprar la lectura para sus próximos días. Jamás memoriza nombres. No por demasiados, ni siquiera por inútiles, sino por evitar interferencias. Hay quien lee un libro si le cae bien el autor, o porque ha tenido una vida así o asá, o por el color de sus ojos en las fotografías retocadas por el editor. Pamplinas. Tampoco se fija los títulos, que le parecen lemas comerciales insulsos. Cierra los ojos. Palpa el volumen, desliza los dedos por el papel, lo abre y atiende a cómo se ubica en las manos. Luego, elige.

 12



Sobre el teclado, es como si sus manos quisieran renacer en otra vida para la que se perfeccionan con una paciencia que no ha existido en otros ámbitos. Anhelan convertirse en el doble de las manos que han ideado la música que interpretan. Realiza los ejercicios como un purgatorio de sí mismo, para olvidarse de lo que las suyas han tocado, para tocar lo que otras han imaginado. Lo contemplo a cierta distancia, la que separa dos habitaciones. Una duda no me abandona, cuando se levante del piano para acariciarme, ¿lo hará con sus dedos o con los del compositor?

 13



Cuando le traté ya lo había superado. O eso decía. De niño, su padre inglés le ataba las manos, herencia de una madre italiana, al brazo de la butaca desde donde respondía a sus preguntas. Fue como volver a aprender a hablar de nuevo, explicaba. De ahí nace su teoría de que las manos no solo son las que enseñan a la persona a expresarse, sino también a comprender lo que ocurre alrededor. El adiestramiento paterno tal vez mejorara sus modales, pero retrasó una década, afirmaba, su desarrollo cognitivo. Daba gusto oírle, aunque no acabara de pronunciar enteras las frases.

 14



Quisiera Apolo compadecerse por algún rechazo amoroso, pero las chicas ya no reparten calabazas o a él no se las dan. Exige poco, una primera cita, dos. Tiene sueldo de analista de producto en una empresa solvente, viste con elegancia, es simpático. Al salir suele entrar en un café, con compañeros, a tomar algo. En un rincón ve leer a una muchacha insulsa que nunca levanta los ojos para mirarle. Por eso se fija en ella. Un día decide acercarse. Dafne se asusta. Su mano desaparece dentro del libro, estira el brazo, mira hacia la calle. Si pudiera, saldría corriendo.

 15



Donde la mano no está, continúa. El cauce horadado en el paisaje durante la sequía. El ausentarse es también una manera de permanecer. Los cúmulos de arena removida, los rimeros de cascajo, eso es el tiempo cuando el minero extrae desde dentro de la camisa el tarro diminuto donde guarda las esquirlas de oro halladas. Donde estuvo, se mantiene. Estela de la barca que navega sobre las aguas del río que ha perdido su condición de ser efímera y queda como cuajada en cemento ante quien mira los rizos de la corriente. La piel que fue acariciada retiene el halago.

 16



Son los objetos quienes se sujetan a la mano con todas sus capacidades cuando la mano los sostiene. Por miedo a no existir. De no ser así, un vaso se deslizaría y convertiría el pavimento en un incómodo cielo nocturno. La botella jamás podría haberlo llenado tras resbalar aligerada por la suavidad de la piel. Una sábana, un cojín, la punta de la falda o el cuello de la camisa desconocerían lo que es la atención si no hubieran sentido pánico o furor antes de ser extendidas o arregladas. No hay en las cosas pasividad, por más que lo parezca.

 17



Un emblema menor. Etiqueta arrancada de un producto retirado de la venta. Un silencio entre dos personas que se conocen poco. Así, la mano. Su condición epistolar de llegar antes de lo anunciado. De irse antes de que se consuma la partida. Un extremo donde no alcanza la red de distribución de aguas. El pedregal de frontera en el territorio del yo. Lo que siéndolo no lo parece, o pareciéndolo no lo es. Lo prescindible cuando no está. El requisito que se olvida y nadie vuelve a solicitar. Así. La locuaz silenciosa. Su indiscreción la pierde; la ansiedad la gana.

 18



En la continuidad de la mano no había cuerpo, es lo que recuerdo. Ninguna conexión con una manera de ver. No me miraba. Tampoco servía para lo que se utiliza una mano, que es para encontrar un punto en común desde donde trazar un compromiso. Un acuerdo, tal vez. Ni siquiera la posibilidad de un saludo. Si carecía de sus funciones, qué le daba existencia, me preguntaba entonces, poco acostumbrado aún al trato entre desiguales. Eso, y el anillo. Una pieza engastada para legitimar distancias. Un hacedor de vacíos. Oía el fragor del ropaje. Nada que condujera a parte alguna.

 19



En la rama brota, por menuda que sea, la flor. La conjunción de pétalos y colores es una manera de afirmar. Con las tijeras, por el sendero, avanza la negación para mejorar su lugar en el interior de un jarrón de porcelana. Del mismo modo la mano, después de haber afirmado, tras contemplar cómo fluya el río hasta su desembocadura, descansa, animal apaciguado. Sin haber hecho nada, ni siquiera cortado una flor. Ajena a las correcciones. Tal cual encontró el mundo, ha respetado sus sentidos. Se limita a cavar con la azada una ondulación que encauce el agua del riego.

 20



El pensamiento se desvive por determinar el ser del mundo, las manos se conforman con limpiarlo y ponerlo en orden. No suelen estas tareas considerarse de mayor valor que aquella, antes ocurre lo contrario, en general degradan a quien las realiza frente al que únicamente piensa. Es el principio de una extensa cadena de errores que se denomina civilización. Las manos palpan el mundo, lo enmiendan, lo distribuyen, lo reconocen. Al parecer eso no basta para los merecimientos. Lo acarician y lo transforman. Le dan el sentido que quien se ha sentado delante, cruzado de brazos, más tarde les atribuye.

 21



Ante un espejo logran calmar el ansia. Las cámaras fotográficas hacen trampa y las presentan como un lago de alta montaña en un día despejado y sin viento, pero no siempre estaban sosegadas en el momento de la captura. Únicamente el reflejo, donde las manos se ven actuar, relaja la oportunidad de un movimiento nuevo. De esta experiencia se concluye que solo cuando se contemplan desde fuera adquieren conciencia de sí mismas. Las desbocadas con vida propia. Las que se acercan ante lo que requiere alejamiento. Las que aciertan sin que se lo pidan, y si existe petición, entonces fracasan.