Escenas de la vida de Joaquim Maria Machado de Assis

Foto de Marc Ferrez, 1890

(1)
Sus dedos temblorosos rebuscan en la bolsa de cuero y una tras otra encuentran las tres monedas que deja sobre el platillo de porcelana. Tintinean. Igual que cada mañana, pero como si fuera la primera vez, advierte al servicio de que si aparecen los achaques vayan rápidamente en busca de su sobrina. Sobre la cómoda les deja el importe del billete de tranvía. Al anochecer, cuando regresa renqueante y exhausto a su estancia, las monedas han desaparecido. En otros tiempos, Carolina hubiera echado a todos los criados. Joaquim sonríe. Piensa que le sale barato: cada día compra un día más.

(2)
 —¿No vamos a salir nunca de São Cristóvão?
—Ya ha amanecido.
—Nos echarán.
—Un poco de paciencia caballeros. El motor flojea; zarpamos en cuanto lo arranquen.
—¿Y por qué no compran una barca nueva?
—Esperan que naufraguemos.
—Ya está, en marcha. Nos vamos. El Cais dos Franceses nos aguarda.
—Hace rato.
—Y ese mulato, ¿por qué no protesta? ¿No tiene sangre en las venas?
—Lee.
—Lee a la ida y lee a la vuelta. ¿Para qué lee tanto?
—Querrá ser alguien.
—¿Leyendo?
—Igual sólo aprende, es tartamudo.
—He oído que trabaja en una imprenta.
—¡Ah! Seguro que roba los libros.

(3)
Cuando murió en la madrugada del 29 de septiembre de 1908, en su casa de Cosme Velho, dejó como herencia una obra donde laten aspectos que la modernidad convertiría pronto en los conceptos que la identifican: nihilismo, fragmento, metaliteratura, heterónimo, pastiche, intertextualidad, minimalismo, hasta el blog está presente (en Memorial de Aires)…Pero legó también una vida que iba a ser emblema del siglo: escritor cínico y corrosivo, enmascaró su actividad con una impecable carrera de funcionario ministerial. Pensamiento y burocracia se repartían el horario: insatisfacción del presente, donde por más ácido que sea el pensador, no olvida cuidar su currículum.

(4)
Es cierto que, como dice la crítica, Machado de Assis es en primera persona un narrador más intenso, incisivo e innovador. Pero los encantos no se quedan atrás en la omnisciencia. En Quincas Borba el lector comparte la incapacidad del narrador para impedir el destino trágico de los personajes que ama («Si me preguntáis por los remordimientos de Sofía, no sé qué deciros»). Se desespera tratando de encauzar los pasos de quienes le caen bien, los honestos y de buen corazón; inútil propósito, porque siempre medran los antipáticos y calculadores. Exactamente al contrario de lo que ocurre en las películas.

(5)
Pasadas las siete, la noche sigue aferrada a árboles, fachadas y aceras solitarias por donde ni siquiera camino yo hacia la panadería, absorto como voy en cuadrar la bolsa de arena agujereada que es el arte narrativo en Machado de Assis. Cada vez estoy más convencido de que el epicentro de su singularidad he de buscarlo en el narrador. Ese narrador insatisfecho, incómodo con su papel, hiperactivo, desconcertado —el humor delata el fuego de una incomprensión—, huérfano en busca de complicidades imposibles: «La nada sobre lo invisible es la más sutil obra de este mundo, y acaso del otro».

(6)
Montse: ese señor bigotudo es Machado de Assis. Un escritor magnífico. Mulato, feo, pobre, tartamudo, huérfano. Su vida es un milagro. No para la literatura, que siempre es milagrosa, sino porque llegó a ser Secretario General del Ministerio de Agricultura, donde entró como empleado. Eso sí resulta una heroicidad habiendo nacido para obrero en una época en la que la sociedad no admitía bromas. Es cierto, la fotografía nos interroga a nosotros mismos. A nuestra fragilidad de memoria de números, aún más endeble que la memoria de ácidos y grasas que contiene el instante que captó y ya no está.

(7)
No sabía de qué hablar. Había entregado la traducción y me quedé mirando aquel desorden como un idiota. En el calendario, 1984. Sonó el timbre. El cartero trajo un montoncito de giros: suscripciones a la revista. «Mira por donde vas a cobrar hoy», y me entregaron aquellos billetes, tal cual, como ya sólo negocian los libreros de viejo. A los pocos días regresé a Lisboa y en la librería de Campo Grande donde fui tan feliz compré los libros de Machado de Assis que no tenía. Por Esaú e Jacó pagué 450 escudos; no me importó que fuera tan caro.

[Septiembre de 2008]