Dietario de sensaciones 05



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He mirado con desánimo el cuaderno. Palabras de caligrafía incierta anotadas en desorden hace días, tachaduras y un mínimo dibujo geométrico que sustituye la frase que quedó en el aire. El resto, casi toda la hoja, en blanco. O quizá, en negro. Tampoco el lápiz se ajusta a la mano, parece entre los dedos alguien que nunca ha navegado cuando sube a un barco en día de oleaje. De pronto oigo, en el vacío de la página, el piafar de un caballo. Y el caballo aparece allí y el jinete lo detiene frente a quien ya está escribiendo, bosque adentro.

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La sesión matinal del cinematógrafo programa cada día la misma película y cada mañana resulta una película diferente. Es un cine impropio, esa es la verdad. En lugar de reflejar el movimiento en la pantalla y dejar a los espectadores quietos en sus asientos durante la proyección, el cine de las mañanas transporta a los espectadores a lo largo de una realidad quieta —las avenidas, los árboles, los edificios, los escaparates, la luz—al otro lado de la pantalla de cristal con motas. Me acomodo en la butaca y mantengo la máxima atención. El director de la película soy yo.

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El lago conserva las últimas luces del día y las mantiene encendidas cuando las sombras han cubierto por completo el paisaje. Sobre la piel del agua dibujo con guijarros círculos en los que la veo estremecerse. Pronto asomará la luna y verterá sobre la superficie su melancolía. El lago sueña, las barcas en la orilla duermen. El silencio recoge el chasquido de los pasos como quien cuida el polluelo que se ha resbalado del nido antes de saber volar. Los ojos guardan la última luz del lago al abrir la puerta del coche. Cuando se cierra nada desaparece, al desaparecer.

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Un globo en la mano del niño despistado, eso son las palabras. Cuando se lo entregan lo admira sobre su cabeza con ilusión, pero al instante algo le atrae —una niña, quizá, que alcanza en el columpio más altura que él— y afloja la fuerza con la que lo sujeta, y el globo parte hacia un viaje celeste que el niño, preocupado por la exhibición del columpio, no advierte perder, ni siquiera lo mira. ¿Para qué? Lo ha visto un instante brillar con su vivo color y se ha visto sujetándolo. El significado ya es suyo. El globo, que vuele.

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Los aromas identifican lo que no se ve. El del café, olor del tiempo que arranca con su engranaje de minutos y horas. Y el del pan tostado, que lo es del otro tiempo, el que se lleva dentro, el que evoca los lugares donde corrían niñas, niños, luego adolescentes y hasta adultos, aunque todavía con la ilusión infantil en la mirada. Los aromas dan identidad a lo que se ve. El de las calles mojadas por la lluvia, la fragancia de las flores madrugadoras, los que abren los espacios y muestran su densidad interior. La salida de la cueva.

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El tiempo es un perro que se queda fuera cuando la cancela se cierra. Y ladra sin que nadie le oiga, dentro. Hay un pianista encerrado en una caja oscura que no se cansa nunca de interpretar la misma melodía y una lámpara que ha dorado su luz en un mercado de orfebres orientales. En mitad de la sala el sofá navega, barca serena que se desliza por la superficie quieta de la laguna, una noche de verano. Un remo se resbala de las manos que lo sujetan y cae al agua, chof, y al hundirse deja la escena perpleja.

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Sentado en un banco del parque veo cómo se acerca una bicicleta. Alcanza pronto mi altura y luego desaparece. Durante un instante he visto cómo, al pasar, sus ruedas giran y en su trazar siempre el mismo círculo, avanzan. De hecho, parece una vieja aporía. La rueda gira sobre sí misma, siempre igual, y ese girar sobre su centro le supone al ciclista un avance en el espacio. Me quedo un instante debatiendo la implicación metafórica. Todo gira con los días, es cierto. Pero hay ruedas que giran sin moverse y otras que giran avanzando. ¿Cuál es la del reloj?

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Cada muro, denso, arrogante, tiene una rendija. Por ella transitan las hormigas de uno al otro lado trenzando una cuerda invisible que lo ata a sí mismo. Y se escurren las lagartijas de la posibilidad de perder sus colas traviesas. En su hueco se acumulan las semillas que transporta el viento y entre la aspereza de lo rocoso crecen, en primavera, flores amarillas, tan diminutas como intensas manchas de color sobre el gris. Cada día tiene una rendija por donde transitan las hormigas del pensamiento y por donde el deseo se escurre de la realidad. Donde las semillas esperan florecer.

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Están llenos las calles y los adustos paseos del tiempo con guirnaldas de recuerdos. Un mal cineasta decoraría fachadas y árboles con objetos simbólicos, colgados aquí y allá, y tras filmarlo lo insertaría después de un encuadre del personaje, a modo de plano subjetivo. Es decir, mostrando no la realidad sino lo que cada uno ve al mirarla. Bueno, a los cineastas les gusta contar cuentos. A la gente, vivirlos. Y las avenidas y los senderos están llenos de sus paseos. Donde recuerdan un circo que vieron de niños, hay un circo; donde piensan en el ausente, florece un clavel.

60
La noche deja en ocasiones una maraña de sombra sobre la copa de las encinas y de los robles, un cielo desplomado sobre bosque, una luz húmeda que es el título de un cuadro, «Invierno», caligrafiado en el reverso del lienzo por el pintor. Abandona la tiniebla un fardo del aire frío que ha vertido en las laderas del valle y frente al que los rayos del sol fracasan en su propósito de seducción. En silencio, por no helar las palabras, camino por el sendero que se adentra en la niebla. Bajo el anorak presiento el calor del próximo verano.