De la pintura



Sobre el lienzo azul de la tarde los pinceles de la luz nos retratan mientras caminamos de la mano, mirándonos uno al otro, por un sendero de arena. La inquietud de los vencejos le obliga a la salpicadura, una gota negra en la tela que un giro ágil del dedo meñique directamente sobre el color convierte en movimiento de alas. Ni lo vemos, abstraídos como estamos en nosotros mismos. La brisa sobre el trigo que crece en los campos espolea el virtuosismo técnico de la luz. Un uso de crines cuya sutileza imita con perfección lo que no estamos mirando.



Cuando paseo por aquella calle, subo el repecho que se alza frente a la casa del pintor, en las afueras, y a través del balcón, abierto la mayor parte de los días, observo desde la distancia el cuadro sobre el caballete en el que esté trabajando. Aunque la mirada coincida con la dirección de la luz, la lejanía me impide admirar los detalles o la veracidad de cada color. La visión solo me sugiere una cierta idea. En alguna ocasión he visto al pintor contemplar su cuadro, encima de él, comiéndoselo. Pienso entonces que tampoco lo ve mejor que yo.



Basta con diluir blancos para reproducir lo que la luz ilumina, sin otro misterio que darle visibilidad a cuanto se está viendo. Una fachada al sur y la artesanía del artista. Prefiero el pintor que entre su mirada y la luz coloca algo, no sé, un árbol cuya sombra se extienda sobre la cal de las paredes; otro edificio, fuera de cuadro, que deje en penumbra una parte de las ventanas que ya no refulge al sol. El magisterio empieza al conseguir en los colores la umbría y en el lienzo lo que se ve, pero no acaba de verse.



En el arduo oleaje cromático sobre las paletas que utiliza quizá exista más pensamiento que sobre los lienzos que amontona en un rincón sin que nadie haya querido exhibirlos. En la simple madera donde coloca los colores por meditar su espesor, allí donde los mezcla obsesionado por el matiz que no existe. Luego, cuando ha tomado la decisión y el pincel los reparte por la tela, aflora solo una idea descabellada de la forma. Despropósito de las figuras. Un hueco que había dejado la historia del arte sin cubrir, de pura nimiedad, el pintor lo convierte en su esencia. Trivial.



Largos, finos, ahuesados y sucios. Con restos de pintura que dibujan en la piel el trazo de líneas y cicatrices. Los mismos dedos que sujetan el pincel con precisión, que han serrado los listones y han claveteado encima la tela, ahora cuentan las monedas que dan de cambio. Y antes de entregar el cuadro, lo envuelve en la hoja de un periódico que se ha llevado por la mañana del bar donde toma el café. Y que no ha leído. Tampoco le importa que le compren una pintura u otra, con tal de regresar con lo suficiente para otra semana.



Había empezado por casualidad. Un día decidió usar la bañera en lugar de ducharse porque le habían regalado, en un amigo invisible, un saquito con sales. Teñida de rosa, el agua le parecía pintura y la piel las cerdas que untaba. Se acordó de una fotografía de los años sesenta que retrataba a una mujer impregnada en pintura dibujando con su cuerpo figuras en el suelo al ser arrastrada por otra. A tanto no iba a llegar, pero salió de la bañera, despreció la toalla, y admiró cómo las traslúcidas salpicaduras ilustraban con sus brillos el parqué del piso entero.



Quizá haya que barrer el escenario, lavar los cortinajes, tirar a la basura el armazón decorativo de otras funciones. A los actores no hay que enseñarles su oficio, aunque hayan estado parados en esta temporada. Tampoco al técnico de iluminación, que está subido en lo alto, destornillador en mano. El escenógrafo de la nueva obra ya despliega sus decorados. La directora tarda en llegar, como siempre, un tiempo que aprovecha el ayudante para reírse de su jefa ante los empleados del teatro que reparan asientos. «Esta misma noche ensayamos», clama la directora desde el pasillo, «viene a vernos el Pintor».