Dietario de sensaciones 07



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Se ha quedado la noche quieta, animal dormido a los pies de la madriguera. Las luces tatúan la piel oscura. Antes de ir en busca de los laberintos del sueño, fijo durante un instante la mirada ante la inmensidad. La noche llega con alteraciones. La luz se ha peleado con su final. Y nadie sabe quién ha vencido hasta mucho más tarde, cuando ruidos y movimientos se calman y se posan sobre la realidad. Hay que abrir entonces la ventana para olerla y para sentir la humedad en el cuerpo y escuchar el silencio. La noche quieta, corazón que late.

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Una mano que arranca poco a poco la cinta adhesiva de la noche que cubre la superficie, el domingo. Debajo se descubre la luz, aún tenue, aunque para ese día ha cambiado los códigos. Prisa por silencio. Actividad por duermevela. Reloj por la camiseta que lo cubre. Un jubilado que juega a la petanca en la plaza mayor durante los días laborables, el domingo reparte el tiempo, una carta llegada desde lejos que se lee con emoción. Todo lo deja quieto —la persiana a medio subir, la ropa sobre la silla donde quedó la víspera—, menos la voluntad de sentir.

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El expreso, en verano, ensarta a lo lejos ventanillas iluminadas en el cuello de la noche. Un collar que al mismo tiempo que se luce, se desabrocha para ser guardado en la cómoda. Hay algo que aprender en el tránsito del tren nocturno. Dejo, a veces, los ingredientes que crepitan en la sartén, o el libro bocabajo a mitad del párrafo. Abandono, otras, el cuaderno donde los poemas recortan y pegan sensaciones vividas durante la mañana, o la pantalla donde escribo escuetas líneas. Entonces acudo a la lección ferroviaria por si un día logro comprender qué significa su diario transcurrir.

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El invierno se apodera de los espacios durante las ausencias. No ve a nadie moverse por la casa y se cuela por ranuras imperceptibles en las ventanas. Extiende la lona del frío sobre los objetos que encuentra. Muebles, ropas que descansan en el colgador, hasta los libros parecen tiritar. Del suelo emerge un dolor gélido que contagia el aire cuando se abre la puerta y el primer haz de luz ilumina desde la escalera el recibidor. También las camas lo padecen. El edredón, un río congelado. Las sábanas, siberianas. Dentro, solo la confianza empieza a dar calor a la casa.

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Por la página en blanco de la mañana las botas van escribiendo un versículo. Ha nevado durante la noche. Se ha quedado la blancura con cuanto era conocido. El empedrado, los parterres, las señales, los edificios, los árboles. Todo lo borra de la visión. Y así voy calle adelante, inaugurando la realidad. Y por encima, los pasos que describen la peripecia. Un poema sobre la nieve, efímero, pero también eterno porque respira sin necesidad de caligrafía que lo conserve. Vive de su propio vivir. Lo escribe la diaria escritura. No necesita copias. El libro es, en cada pisada, ejemplar único.

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La luz se sienta a la puerta de una casa a coser el tiempo que no está. Una bufanda de lana gruesa para cuando no quede ninguna de las flores que ahora lucen animosas en los balcones ni los árboles se enorgullezcan del verdor con el que los mece la brisa. Cuando los abrigos, doblados en lo alto del armario, esperen en el colgador del vestíbulo y las botas avancen paso a paso clavándose en la capa de nieve que cubra la realidad. Lo que no se recuerda, la luz lo teje en la época liviana, festiva, de las sensaciones.

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La tarde que se pasea por el campo confiado del verano se aloja después, envuelta en un pañuelo, en el interior de un cajón de la cómoda. Cada vez que se queda ahí una, se crea un vacío para la siguiente tarde. No es una acumulación ese habitar, sino una apertura de espacios. Cada paseo que se suma al conjunto es solo la expectativa del siguiente. Su, se diría, consecuencia, o incluso, necesidad. Y sin embargo cada día es también el propio recuerdo de sí mismo. No se mezclan tiempos. El pañuelo los preserva. Con abrirlo, le devuelve su tarde.

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Es falso, siempre lo he pensado, que al cine mudo le sucediera el cine sonoro. En realidad, quizá ocurriera al contrario. El cine sin voces era locuaz. Hablaban las imágenes. El canal de sonido lo convirtió en mudo: lo mismo que decían las imágenes pasaron a decirlo las voces. El encuadre de un río. Y un personaje que dice: «Mira, un río». Al cine sonoro le ha sucedido el cine callado, en el que nada dice. Es mejor que las imágenes digan y que los sonidos dibujen imágenes, por eso a veces hay que cerrar los ojos para poder verlo.

79
El silencio es la marquetería geométrica del marco. El paspartú y el cristal. Un lienzo doblado en el cajón de un armario, un grabado traspapelado entre libros que solo acumulan polvo, una fotografía arrugada. Como caminar y no oír los pasos, tamborilear sobre el vaso de cristal y no apreciar el tintineo, posar la taza sobre el plato tras el primer sorbo en una película muda. El silencio es el amante de los sonidos que rescata el lienzo, el grabado o la fotografía y los enmarca y los cuelga. El gesto que permite escuchar la cotidiana sinfonía de mínimas resonancias.

80
Al lado de la realidad siempre hay un bosque. Un bosque más real que el espejismo de calles empedradas y tráfico amorfo, que el horario de los trenes y que los noticiarios en la radio al amanecer. Basta dar un paso hacia el costado y una ya está fuera de la falsa realidad de lo real. En el bosque los senderos transitan bajo la umbría de las copas y atraviesan claros donde la vegetación cubre el horizonte. Los pájaros acunan a los árboles con sus canciones y las ardillas ensayan sus ejercicios circenses sin aspirar a mostrarlos en ningún circo.