Cuentos del hada jubilada T2

(duodécimo)


En el parque, los pájaros vigilan. Frente al estanque, se han sentado. Allí donde zigzaguean huidizos peces. Al costado, una mata de margaritas. Blancas. Arranca Ella la mayor y la ha plantado en la camisa de Él, entre botón y botón, como si fuera un recurso poético para desabrochársela. Da resultado. Con la lluvia que chispea, la flor encuentra en el pecho tierra donde prender. Han cerrado los ojos y durante un instante se aprietan las manos. Luego se han levantado, han abierto un paraguas para los dos y abandonan la sombra de los tilos. Los solitarios, de nuevo soñadores.

(decimotercero)


«Te has equivocado de puerta —clama en voz estridente la cigarra— la cola de empleados para el catering es al otro lado, este es el acceso para el casting». «No, no —balbuce la hormiga—, no vengo a pedir trabajo». «Ya lo sé, curro es lo que no te falta nunca —se desternilla la cigarra—, pero esta alfombra roja, la ves, es para que la pisen solo artistas, ¿y qué arte tienes tú que puedas mostrar en una fábula». «Eso me preguntó también yo —susurra, cohibida, la hormiga—, pero aquí traigo la misma citación de Samaniego que tú».

(decimocuarto)


Van charlando por la calle Asturias con plaza del Diamante dos señoras de edad. La perra de una de ellas, pequeña y poco agraciada, camina pizpireta delante. Aparece un perro, feúcho, y trata de olerla. La perra se enfrenta y lo echa. Con el rabo entre las piernas el perro sale corriendo. Una de las ancianas dice: «¿Te has dado cuenta?, no se ha dejado oler por el perro». «Por supuesto —la dueña le responde con orgullo— ya le he repetido muchas veces que debe tener cuidado con sus cosas íntimas, que no ha de dejarse oler por cualquier perro».

(decimoquinto)


Bajo la cama es el primer lugar donde miran. Dentro del armario, con el sofocante olor de los abrigos colgados, la descubren enseguida. Al altillo no alcanza la silla ni puede con la escalera. El cuarto de la plancha se queda a oscuras si cierra la puerta. En el jardín, los aspersores se encienden sin previo aviso. Por las aceras siempre hay una mano pegada a su mano. En el supermercado no encuentra la salida. Pero un día la niña descubre el lugar ideal para irse: sentada en su pupitre, en mitad de la clase. Donde nadie la ve desaparecer.

(decimosexto)


«Nunca pronuncio pereza. Tengo un problema con esta palabra. Para mí, pereza tiene connotaciones positivas, pero la gente solo subraya las negativas. Me parece una de las pocas virtudes que hay en la vida a toque de pito que nos imponen. Ni conozco mejor manera de hacer las cosas. A lo ancho, descansando, distrayéndose, pensando en otros asuntos, adormilándose. Así es como disfruto empezando lo que me gusta y aquello que estoy obligado a acabar. Lo contrario, el incordio de la hiperactividad, el timo de la mejora productiva, me abruma», dijo el perezoso al concluir su tarea antes de tiempo.

(decimoséptimo)


Cuando escuchó en boca de un adulto la palabra carencia, la niña no la entendió, pero guardó su sonoridad en el estuche de los lápices de colores y acaba de preguntársela a la maestra. Lo primero que piensa, ahora que la conoce, es en su muñeca. No quiere que sea pobre. Aunque mientras está en el colegio, la muñeca no tiene con quién jugar. Tampoco la niña, solo le dejan llevar a clase libros. Tiene muchas compañeras, es verdad, pero no es lo mismo. Cada día le toca esperar hasta la tarde para acabar con las carencias de las dos.

(decimoctavo)


Deja una mano como al azar y certera en el acercamiento. La muchacha descubre sobre sus dedos los dedos de él. Caminan por una calle alborotada. Hablan de cualquier cosa. Ella sonríe y el joven gesticula con el rostro, con el cuerpo, con los brazos. Ha dejado la mano, como por un acaso, junto a la mano que le sonríe. Los dedos se han reconocido. Dos conversaciones, lo que hablan al modular la voz y lo que las manos, en silencio, empiezan a hablar. La primera vez que sus pieles se rozan. El muchacho sujeta la mano, ella la aprieta.

(decimonoveno)


 Abandonado entre las flores queda un botón de oscuridad que la noche olvida recoger. La abeja lo encuentra. Sin atreverse a acercarse, se acerca. No percibe aromas en las inmediaciones ni su color presagia dulzores. Es más bien un agujero mal colocado en la realidad. Algo atrae al insecto hacia el fragmento oscuro. Tampoco es sonido ni textura. Quizá sea una idea, quién sabe. Pero lo cierto es que nada de cuanto ve delante está contemplado en las instrucciones del trabajo que en nombre de la reina de la colmena desempeña a diario. Y si fuera algo prohibido, ¿cómo perdérselo?


(vigésimo)

Los cisnes avanzan por el centro del río. Se han lavado y limpiado con el pico, y han realizado sus cantos rituales. Ahora desfilan. Uno tras otro. Son los amos del tiempo. Por no verles, cuando atraviesan su territorio, los patos sumergen la cabeza en el agua con más frecuencia que de costumbre, como si de repente les entrara un ataque de hambre. Las gaviotas les graznan. Reunidas en su reducto, aprovechan su cualidad de muchedumbre para abandonar su descanso y lanzarles, a coro desangelado, sus chillidos. Los cisnes, ni se inmutan. Han nacido solo para posar en cuadros románticos.

(vigésimo primero)

El desierto es sed que se manifiesta con el vacío. No es grito, como los bosques. Tampoco oración, como son los ríos. Ni la melodía de las nubes. El desierto, cauce de un deseo. Agua que no está regando. Sombras que no habitan. Es voces que no celebran. Una mirada sedienta de realidades, el desierto. A veces, también, un oasis. Un hilo de humo que sutura lo real en lo irreal. Las palmeras, una rana que chapotea por la orilla. El oasis es un desierto que ha dejado de tener sed. Deseos que se transforman en una mata con flores.

(vigésimo segundo)

Os diré lo que me ocurrió el año pasado. Minutos antes de la medianoche decidí subir a las almenas para desde la altura despedirme del viejo año. Ascendí por la escalera de caracol, a oscuras a aquellas horas y al llegar arriba encontré cerrada la verja. Me di la vuelta y descendí casi rodando, pero llegué demasiado tarde. Alguien había clausurado la puerta de acceso. Grité, claro, pero mis berridos se perdieron en mitad de la algazara general por la venida del nuevo año. Solo, sin copa con qué brindar, muerto de frío, abandonado. ¿Habré de despedir dos años este?