Cuentos del hada jubilada T3

(vigésimo tercero)

La primera vez que entré en la estación de la mano de mi papá, con qué nitidez lo recuerdo, me sorprendieron lo grande que eran las locomotoras. Aún me aguardaba una sorpresa mayor. Que se fueran. Creí que para siempre. Cada tren se construía para irse. La idea creció en mí al comprobar que nada se iba nunca: ni las horas de colegio, ni mis compañeras, cada año más tontas. Nada tenía la libertad de arrancar un día y desaparecer. Por eso, cuando me dejaron salir sola quise visitar la estación. A contemplar lo que se va sin dejar rastro.

(vigésimo cuarto)

Desde el otoño las viñas languidecen. Desasiste el verdor a sus hojas, el viento las arranca, las lluvias las devuelven a la tierra. Su fruto se fue en cestos a rebosar, sobre un tractor que parecía ronco. Ahora llega el frío y con él la tijera que acaba con sus melenas. Apenas quedará un tronco retorcido antes de que marzo regrese con el milagro de las ramas, las hojas y el apunte de los racimos. Desde otoño las viñas se encierran en sí mismas, parecen no contar ningún cuento, pero los memorizan en la savia que hiberna en su interior.

(vigésimo quinto)

La casa se oscurece. En su blancura, la cal se encoge, sábana bajo las mantas. Los aromas llegan con la brisa desde lejos. También rumores, murmullos. Dentro, muebles, libros en las estanterías, discos, cortinas, la lámpara apagada. Ahora, meros bultos, desde su sombra se convierten en niños que en cualquier sitio cierran los ojos para dormir. Los mayores se han sentado en el porche, de cara a la nada, y sus voces resuenan por las habitaciones. El tiempo es el único que se ha ido a otro lugar, tan ausente que, como en los cuentos, solo parece existir lo eterno.

(vigésimo sexto)

La luna, una lámpara que la lejanía enciende. Platea las tejas de la casa, las hojas de la buganvilia y las flores de jazmín caídas sobre la hierba. Con un hatillo de penumbras en la espalda transita las carreteras a horas en las que nadie circula. Brilla en los cristales de la ventana cuando los durmientes apagan la luz, una vez cerrado el libro que les ha acompañado hasta el sueño. Extiende su gélida calma sobre lo ido. En invierno pasea con un abrigo de brumas sobre el bulto de las montañas e inspira la pluma de los cuentistas insomnes.

(vigésimo séptimo)

Una tarde de viento, una ráfaga coló por la ventana abierta un inquieto punto rojo. Dio algunas vueltas sobre los muebles, como un pájaro que luciera un plumaje vistoso, y después fue a caer sobre el sofá, en aquel momento desocupado. ¡Mira —dije al levantar con los dedos el cáliz de una amapola— es una amapola lo que ha traído el viento! En la clase de ciencias naturales saqué buena nota; en la de creación literaria no creo que aprobara. Como sonreíste, no me importó. En un jarroncillo su acento rojo brilló unas horas sobre la caligrafía gris del día.

(vigésimo octavo)


El batín que viste el paisaje en mañanas de invierno. Despeinado, aún. Sin el dorado del sol en las mejillas, prefiere que nadie lo vea. Las nubes le son solidarias. Los pájaros le cantan desde la nada. Entre matorrales que no existen, al moverse hace ruido algún animal. Desde el porche de la casa, con una taza de café en la mano, busco ver algo tras la tela que lo cubre. Algún destello del paisaje. Una rama aislada, el color de una flor que desafía grisuras, un brote de lechuga entre los terrones del huerto. Nada, todo borrado. Solo niebla.

(vigésimo noveno)

Jugar es la forma de tomarse en serio el mundo. El espíritu infantil que no desparece con la infancia, sino que se transforma en una manera de sentir que no cree que la realidad sea la única responsabilidad del alma. La lectura imaginaria del tiempo es posible. La risa como crítica es viable. El lenguaje entendido como carrusel deleita. Uno monta un caballo blanco, con las crines al viento; otro, un camión de bomberos, con su campana enloquecida. Y las vueltas del tiovivo escriben un presente puro, que ni siquiera va a necesitar memoria, por su cualidad de tiempo continuo.

(trigésimo)

Se diría, si observo en el plano el itinerario de los recorridos que he realizado en los últimos meses para desplazarme mientras cumplo las tareas de repartidor de paquetería, que prefiero los atajos que alargan el camino. Elijo aquellos que acortan el trayecto hacia un lugar que se encuentra distante de la dirección a la que me dirijo. De modo que llegue lo antes posible muy lejos del sitio a donde voy. Es una forma de abreviar la ruta de la manera más dilatada. Así retraso el hecho de entregar, al mismo tiempo que apresuro el hecho de no entregar.

(trigésimo primero)

La O tiene el 0. También la a. El de la o es más grande. Los de la a y de la e son breves. I y u no tienen. Bueno, los tienen de otra manera. Son grietas en sí mismas. Una i, una ranura. Una u, una hendidura. Pero la o, o la O mayúscula, son oquedades que se pierden al otro lado de la palabra. Resquicios en la opacidad blanca de la hoja. Fisuras a través de las cuales se vislumbra. Bien aquello que se busque, bien lo que necesite una rendija para ser descubierto en la palabra.

(trigésimo segundo)

Los poemas eróticos poseen un serio problema conceptual. Pueden ser del pasado, reminiscencias de acciones que ocurrieron en un instante que desapareció. Desde este punto de vista, se convierten en elegíacos. No celebran el amor, sino el amor que ocurrió. También pueden ser de futuro. Presagian un instante de acción que, obviamente, no está sucediendo. Son poemas de deseo, pero no eróticos, porque el erotismo es una propiedad del presente. Aunque resulta difícil, acaso imposible, escribir un poema erótico en un presente erótico. O se escribe o se abraza. Este es el problema de los poemas eróticos, resultan demasiado teóricos.

(trigésimo tercero)

De la poción mágica, me cuenta el viejo druida junto a la cancela de acceso a su casón de aire primitivo, mantengo solo el hábito de la primera parte: la búsqueda de los ingredientes, su tratamiento, la elaboración, el fuego, el humo, el sabor, el tiempo. La magia de lo perceptible. Me gusta más que la moderna ingeniería tecnológica. Las puertas que se abren sin que nadie las abra, los teléfonos que hablan con las personas, los convoyes de metro que prescinden de conductor, las vacas que se ordeñan solas, máquinas que aprenden. La magia ya no tiene ninguna gracia.