Cuentos del hada jubilada T7


(sexagésimo séptimo)


Sube alboroto de la calle después de dos horas de silencio, que he aprovechado para leer sin tener que poner música. Hoy se disputa una final de no sé qué campeonato futbolístico en la que juega uno de los equipos de la ciudad. Ni coches pasan por la calzada. Las finales televisadas tendrían que durar días. En este momento oigo ascender un rumor de voces que atraviesa la ventana. No consigo saber si son de victoria o de derrota. Enciendo la radio por conocer el resultado, pero me abruman los anuncios. La apago y deslizo la aguja en el disco.

(sexagésimo octavo)


Ahora que estoy muy jubilada, y ya no se me requiere para maravilla alguna, contemplo la ciudad desde el balcón. Fue casi instantáneo mi abandono de la práctica de la magia oculta y el que los elfos encontraran empleo y los gnomos pudieran ascender en el escalafón. Pensé que me dejarían en paz. Pero aún me rondan los duendes con atravesada mirada, y me pregunto qué querrán de mí, ahora que ya no atesoro nada. ¿O sí? Miro alrededor: este balcón, la tumbona para leer, la cocina donde me preparo un daiquiri. ¡Mi pisito de hada boomer en el centro!

(sexagésimo noveno)


Me cuenta Leila sus vacaciones en la hermosa casa junto a la playa que le han prestado. La veo, sudorosa, cuando vuelve de correr. Está contenta, pero angustiada pensando que cada día que pasa es un día menos para su gozo con fecha de caducidad, y al mismo tiempo ansiosa por aprovechar hasta la última gota de su tiempo aquí. Sin perder ni un segundo, me promete. Leila, le digo, qué equivocadas andas. Para ti el tiempo solo es sinsabor por lo pasado y futuro aún sin sabor. Ni te enteras de que el helado solo existe en el presente.

(septuagésimo)


No se mueve el aire en los pensamientos previos al sueño. Nunca se eleva sobre el bosque el rumor de las hojas, ni tampoco el gorjeo del pájaro que se detiene sobre la rama. No tiembla la maleza por el paso de alimañas bajo la hojarasca. El arroyo que zigzaguea por la ladera camina hacia los tiempos futuros mudo. Como el rebaño que puntea, desde lo alto, la unanimidad cromática del prado. Así el sendero por donde avanza un carro cargado de heno. Y en esta quietud, qué mal se comprende el lejano resonar del hacha que tala el tronco.

(septuagésimo primero)


Nunca parece haber nada en lo que existe en la isla. Solo lo que está a la vista. El repetido vaivén de las olas rutinarias. Y sobre las dunas, la rala maleza que el viento con desdén peina. Un sendero lleno de charcos que nutre la tierra misma allí donde la erosión es más profunda. Para olvidarlos basta ir sorteándolos. Nada de cuanto se ve prende en la memoria. Lo que daría entonces por escuchar al oído alguna de las canciones de Ariel, acompañadas quizá por el eco de un lejano campanario, que le atribuyera un significado a tanto pasado.

(septuagésimo segundo)


Como irse a vivir fuera de la ciudad, a un suburbio que queda lejos del lugar de trabajo, con pocos servicios, ningún consultorio, un abúlico supermercado y aire no del todo más limpio por las fábricas que, construidas en la distancia, el urbanismo las ha saltado para seguir expandiéndose. Tal que así fue abandonar el territorio de la infancia donde tan risueña había crecido. De repente, un depender del horario de los trenes, del retraso de los autobuses, de la previsión de las compras, del olvido de los espectáculos, del vacío de las calles. Adolescente que se revienta los granos.

(septuagésimo tercero)



No me ha confesado nadie haber tenido un sueño, de los que se persiguen despierto, donde transitaba entre sonrisas de desconocidos con una copa en la mano. Exudando ambos, los cuerpos y los vasos largos. Tampoco he sabido de nadie aficionado a la música de fondo (pero en superficie) que suena en los cócteles. Ni de entusiastas de los trajes que se lucen como si todos se hubieran vestido con lo primero que han encontrado al sonar el despertador. Nadie que haya cambiado una actividad familiar por oír pésimos chistes en los corrillos de dirección. Y, sin embargo. Incluso diría.

(septuagésimo cuarto)


Ni se me hubiera ocurrido pedirles que hicieran lo que en aquel momento inaugural hicieron, como si se tratara de dos subordinadas con contrato temporal, o incluso, dos empleadas sin papeles a las que incomoda tanto darles trabajo como negárselo. En fin, no me considero culpable, aunque fuera yo la responsable de sus movimientos, de lo que por su cuenta planearon para obtener sensaciones y conocimientos que nunca habían pretendido alcanzar por mí mismas, en mi centro de control, que era el pensamiento. No fui yo quien desabrochó los botones de la camisa del muchacho aquel, sino ellas, mis manos.

(septuagésimo quinto)


Pajarillo casi japonés, de cola anaranjada, que has aprovechado mi semana de vacaciones para construir tu nido en el patio, perdona mi repentina intromisión en tu mundo. Al verme te has asustado como me amedrento yo si alguien se acerca con impertinencias, y al huir volando has tropezado con la marquesina y seguro que te ha dolido el roce. Además de la usurpación. Al poco te veo regresar y observarme desconfiado desde lejos. Me encierro dentro sin saber qué hacer. Creo que no voy a poder prescindir del patio y tú no vas a consentir compartirlo. Qué complicado es todo.

(septuagésimo sexto)


Hay asuntos que una desarrolla y persigue a lo largo del tiempo, en cumplimiento de su oficio de hada, y otros que se cuelan en sus meditaciones sin que nadie los haya invitado. Así es la vida, un tratado que no se ha escrito sobre las sombras. Un mito inútil, el del hombre que perdió la suya. A ciertas edades meridianas nadie la tiene. Es el crepúsculo el que la va estirando en el camino, el que la dibuja entre las flores, quien la vierte desde una barrica de oscuro vino que deja con el grifo abierto todo el tiempo.

(septuagésimo séptimo)


Pudo haber sido el día perfecto, incluso desmesurado. Una fecha que señalada desde hace tiempo en rojo sobre el calendario de pared por fin llega. Y antes de amanecer los ojos ya la buscan. La ropa por estrenar también se impacienta. Y luego, un recorrido de horas completo. Una actuación de secundarios impecable. Los protagonistas, sublimes. El plató donde todo ocurre incluso excede lo que se espera de la realidad. En fin, ningún estropicio, nada a destiempo, cero arrepentimientos. Pudo haber sido así, como si un mago lo hubiese urdido. Pero en un momento cualquiera, sin esperarla, irrumpe la noche.