Chimeneas JV

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En un camino encuentro al perro de Penélope. Gruñe, amenazador. Inclina la cabeza, como dispuesto a atacarme. Se me ocurre, para calmarlo, decirle: «¿No me conoces? Soy Ulises». De repente cambia el gesto, me mira, abre la boca y deja caer la lengua, que babea como una sábana tendida en una calle de Nápoles. Mueve el rabo con fuerza. Se acerca a mí, conciliador. Le acaricio y se deja acariciar igual que si fuera su amo. La rabia entonces empieza a morderme por dentro, ¿y si Ulises no hubiera regresado nunca y todo hubiera sido una estratagema de otro pretendiente?

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Cuando deja la gorra sobre la mesa de roble me detengo a observar la suciedad que se acumula en los ribetes. Una única mancha grasienta le da la vuelta a todo el perímetro interior. En una esquina de la visera descubro sin problemas el lugar donde los dedos imprimen un leve movimiento de palanca para ponérsela o quitársela. Desde que lo conocí, en los manuscritos renacentistas que consultaba en la biblioteca universitaria, no le he visto con otra gorra ni con una vestimenta diferente. Es el viejo pastor de las églogas, como entonces al hablar esparce pequeñas gotas de saliva.

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Desde una loma algo más alta que la suya veo a lo lejos la reunión de Safo con sus acólitas. Una sombra de aromáticos pinos las acoge. Un arroyo, donde alguna se refresca los pies, ameniza la reunión con su monodia. Los vencejos revolotean en el cielo. No alcanzo, claro, a escuchar las palabras de la maestra. Por cómo se las beben con los ojos daría los míos a cambio de, ciego, escucharlas. Mi vida, ay, solo conoce cabras, encinas, espartos y de vez en cuando una víbora debajo de una piedra. Todo lo que no oigo tampoco sé imaginarlo.

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Retrata mi gesto a carboncillo en un santiamén. No le da tiempo a detenerse en detalles, pero veo cómo capta la impresión que deja un rostro en aquel con quien se cruza casualmente, levísima impresión que un soplo deshace. Ese no quedar nada de mí es lo que me impresiona del dibujo, que me enseña desde el taburete, en mitad del paseo y con un sombrero vuelto del revés en el suelo. Ahí es donde dejo caer unas monedas. Arranca la hoja del cuaderno y me la entrega. «¿Sin firmar?», le pregunto. «Tú eres nadie, igual que yo, fírmalo tú».

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Lo cierto es nunca bajo los soportales oscuros —las bombillas fueron apedreadas hace mucho tiempo— he escuchado al pasar la melodía amable de una flauta, por más que tenga siempre la sensación de que lo voy a oír de un momento a otro. Unas notas tiernas, angelicales, embriagadas de sosiego. En su lugar atraviesa mis oídos la impericia de un taconeo de zapatos cuya altura resulta difícil dominar. Conozco también las frases con las que empiezan las sucintas conversaciones. No me dejo llevar por ellas. Solo espero, un día, distinguir aquellas notas como quien por el piar nombra al pájaro.

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Al final de la senda que abandona el camino tras rebasar el montículo se alza la choza donde habito. Un camastro, una mesa, una silla, un fogón. En el redil una sola oveja bala en pies trocaicos. Sus ancestros conocieron a Ulises, pero los míos solo supieron hablarme de ti. Para el día en el que aparezcas no tengo nada preparado. Me sentaré en un tronco para que ocupes mi asiento, te serviré la sopa en mi plato y yo la rebañaré de la olla. Tan seguro estoy de que no vas a venir como de escucharte deletrear mi nombre.

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En un cuarto trasero del casino sé que se juega de tapadillo a los números babilonios. Cuando creí que tenía lo suficiente para que me dejaran apostar, me presenté con el mejor traje de que disponía y recién salido del peluquero. Aun así, el vigilante me impidió el paso. Necesitaba registrarme. Hice cola, otro día, en las oficinas, pero me faltaba, entre los papeles que exigían, el certificado de nacimiento, por si era un personaje literario. Luego, cuando lo tuve, me preguntaron quién era mi padrino. No supe decir que nadie y el nombre que dije resultó ser aún menos.

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En un rincón de la taberna dormita el deshollinador. El móvil en la mesa, a la espera de algún cliente. Nieto e hijo de deshollinadores, ha heredado un oficio que ya no le sirve para ganarse el pan. Solo, quizá, algún que otro vaso de vino, como el que sostiene ahora en la mano. No hay nada que odie más que la limpieza que proporciona la electricidad. Sueña despierto con una colosal hoguera que lo dejara todo tiznado y tuvieran que llamarle, como medida de urgencia, para que devolviera la luz deslumbrante a las columnas, frisos y frontones del Partenón.

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En la piedra que el joven lanza con audacia al lago por admirar después los círculos concéntricos que provoca sobre su superficie, ¿dónde se esconde el poema? ¿En el ojo que salta desde su órbita tras el impacto y cae a la arena convertido en un amasijo informe de vísceras? ¿O en el cielo sanguinolento que se derrama por las montañas en la puesta de sol de un día de verano? ¿O tal vez en la cadena con la que el accidentado ata a una farola su bicicleta antes de que llegue la ambulancia que se lo ha de llevar?