(1)
Ah el tiempo en el que los cuerpos iban envueltos en túnicas que el viento alborotaba y las canciones expandían los secretos. Para ir al teatro bastaba con calzarse las sandalias y atar su lazo en lo alto de la pantorrilla. La escuela era un patio con un olivo y una fuente que administraba los silencios. Lo que valía la pena ser leído se enroscaba y era fácil transportarlo en una mano si la tarde era benigna. La playa era un lugar solitario donde al oscurecer, entre las dunas, la vegetación exhalaba suspiros. Una oda era el compendio del mundo.
(2)
Los nombres de aquellos que un día se marcharon solos al amanecer, con un hatillo al hombro y poca comida dentro, los seguimos recordando, pronunciándolos en cualquier conversación, hasta que empiezan a desgastarse, igual que ocurre con sus rostros, o se confunden con los de quienes habían partido antes y ya no conseguíamos distinguir unos de otros. Pero algo en la memoria los mantiene ahí, a pesar de los años, y si un día, en una calle, alguien se cruza con un mozalbete de ciudad y le mira a los ojos, sabe quién es el padre y cuándo se fue.
(3)
Pintor paisajista, el río se sienta en la silla de tijera de su cauce, la paleta en una mano y el pincel en la otra, a retratar cuanto permanece inmóvil a su alrededor. La arboleda, el puente de piedra, las nubes ociosas en los días de sol. Elige los colores en el repertorio de la primavera. Los unta con cuidado y al extenderlos sobre el lienzo jaspeado de su corriente le colma la búsqueda de plenitud. Hay quien piensa que es un espejismo, una forma de engañarse. Que siempre algo acaba por irse. O él o el día. Yo no.
(4)
Al pueblo solo de vez en cuando se acercaba algún automóvil. El autobús de línea y el camión de reparto venían a su hora el día que tocaba. Desde el mirador no costaba adivinar cada una de las visitas por la polvareda que levantaban en el camino de ascenso. La de los vehículos más veloces, aunque fueran más pequeños, era mayor que la de los grandes. La llegada de algún forastero despertaba la intriga de los vecinos y en el desconocimiento prendían las conjeturas. Las de los demás. Las mías se desataban cuando la arena permanecía intacta en el suelo.
(5)
De las tardes de aquellos sábados de bonanza en el espigón prefiero no acordarme. Nos sentábamos en las sillas plegables. Las olas se aproximaban a las rocas algo tímidas, pero con constancia. A veces me asustaba que rebotaran entre dos piedras y el sonido se alzara desde algún agujero como un eco que llegaba de lejos. La caña, erguida, permanecía impasible la mayor parte del tiempo, que daba la impresión de no existir. O al menos hasta el latigazo enloquecido del carrete. Que hubieran picado era el acontecimiento. Un resorte repentino nos sacudía. Chillaba. A eso lo llamábamos ser felices.
(6)
Ahora no negaré que durante toda mi adolescencia fantaseara, desde que una novia de mi hermano mayor me pusiera al día, con el lugar propicio donde aquello tan trascendente iba a acontecer. Aunque fueran muchas las posibilidades imaginadas entonces, y que ahora habré ya olvidado, lo cierto es que nunca me detuve a soñar que ocurriera donde pasó. Habíamos quedado los dos solos a una hora determinada en el parque, junto a la vieja muralla. Llegué antes y por bromear me escondí en un recoveco que forma el muro junto a la torre. Y allí apareció él, encantado de encontrarme.
(7)
Veo ponerse el sol, cuando no hay nubes, detrás de las montañas y aunque vaya atareada, como una niña pequeña me quedo pasmada contemplándolo. Una bola de fuego que se esconde para que no la encuentre. Un lingote de metal candente que se enfría igual que la sopa que no quería comer. Sin tener sentimientos religiosos, mirarlo así detenida en mitad de la calle, con esa profusión de reflejos y colores por el cielo, quizá sea una forma de rezar. Hace siglos que el sol no es un dios, pero pienso en mis padres fallecidos y continúa siendo una metáfora.