El río


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La corriente ata un lazo en torno al pilar del puente al pasar. Argollas que los alpinistas abandonan en la pared del pico que escalan. El flotador que olvida en la arena el niño que ha aprendido a nadar. Pienso en los círculos que la memoria no retiene. El globo que se suelta de la mano para ver cómo se aleja hacia lo alto, arrastrado por la brisa. De repente me he puesto a buscarlo, allí donde podría haber caído. Entre la maleza de algún descampado o sobre la aspereza del asfalto en cualquier avenida de salida de la ciudad.

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Junto al estrépito de las aguas bajan desde las montañas, arrastrados por la corriente, también algunos silencios. Se acodan a mi lado en la baranda donde contemplo el río. Y sin que me dé cuenta, me han despeinado. Mentiría si digo que trato de escucharlos. Sé que me rondan, se adensan o diluyen, según, no soy capaz de establecer las reglas que cumplen. Quisiera que continuaran hacia el estuario y si entonces se remansan, con quedarme en el puente y dejar que la melodía me arrulle me bastaría. Bajan con lo que se pierde, pero no dudan, se quedan conmigo.

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Has perdido tu color, río, te digo desde lo alto del paseo sin esperar ninguna respuesta, y tal vez por esta certidumbre, continúo echándote en cara la opacidad con la que transitan tus aguas. Las veo tan distintas al cauce donde me bañaba de niño, en una pequeña playa, muy cerca de un terreno de ribera que pertenecía a mi abuelo. Solo nos daban miedo las pozas, recodos donde la corriente se remolinaba con violencia y era capaz de tragarse un árbol. Y sin esperarla, escucho tu respuesta en cuanto me descuido: Tu cabello, entonces, era mucho más oscuro, ¿no?

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La soledad de donde procedo un día me abandonó en el lecho de un arroyo seco. Fue una tarde antigua, lo recuerdo por el estilo de las columnas que sostenían las nubes en el cielo. Me había deslizado hasta lo profundo del cauce en busca de un sentido para lo que me proponía describir. Y al encontrarlo, allí agazapado entre unas piedras que tuve que remover, inmediatamente imaginé a cuántos podría interesar mi hallazgo. Con qué sonrisa de satisfacción aquella multitud recibiría mi descubrimiento. Salí del pozo y ya no la vi. Y no supe cómo proceder ante tanta compañía.

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—Hoy atraviesas un puente. 
—¿Por debajo o por encima? 
—Aquí el único que lo cruza por debajo soy yo, no trates de confundirme. 
—Has empezado tú. 
—Claro, no es mi aniversario. Vivo cruzando puentes constantemente. Pero este es solo para ti. 
—No me lo recuerdes. 
—Vaya, ¿y a dónde dices que va el camino al otro lado? 
—Al mismo sitio que tú. Al mar. 
—Te gustan las metáforas, ¿eh? 
—Esta es antigua. 
—¿Y qué? ¿Qué piensas? ¿Último puente? 
—Cuando se seque el cauce podré cruzarlo por debajo, como tú. 
—No fantasees. 
—Mientras tú fluyas, yo tranquilo, encima todo es puente.

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Desde aquí no hay vistas sobre los tejados de las casas, pero los imagino ondulados, como un muchachote recién peinado por su madre. Tampoco consigo ver las chimeneas que escriben en el efímero papel de la luz durante las tardes de invierno. De todo me hago una idea, sin embargo. Es mi manera de contemplar lo que no se me muestra. Miro los álamos alineados en la ribera y presiento en su quietud la torre de la iglesia y el mirador del palacio. En realidad, qué poco importa lo que vea o deje de ver, si el contarlo es desvariar.

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Tantas veces como he soñado convertirme en el pilar que sostiene el arco de medio punto por donde transcurre el puente, sobre todo en días de ventisca, ninguna me ha hermanado ni un ápice con la piedra. Mejor así, me consuelo, porque de ser pilar soñaría con transformarme en transeúnte y ver qué hay más allá, en la plaza, donde me han dicho que montan puestos de alimentos en días de mercado. Es algo que podría hacer ahora, sin que me costara demasiado. Cuantos cruzan el puente no van a otra parte. El único fiel a su sueño soy yo.